Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
Aquella noche, el ciego soñó que estaba ciego.
Al ofrecerse para ayudar al ciego, el hombre que luego robó el coche no tenía, en aquel preciso momento, ninguna intención malévola, muy al contrario, lo que hizo no fue más que obedecer a aquellos sentimientos de generosidad y de altruismo que son, como todo el mundo sabe, dos de las mejores características del género humano, que pueden hallarse, incluso, en delincuentes más empedernidos que éste, un simple ladronzuelo de automóviles sin esperanza de ascenso en su carrera, explotado por los verdaderos amos del negocio, que son los que se aprovechan de las necesidades de quien es pobre. A fin de cuentas, no es tan grande la diferencia entre ayudar a un ciego para robarle luego y cuidar a un viejo caduco y baboso con el ojo puesto en la herencia. Sólo cuando estaba cerca de la casa del ciego se le ocurrió la idea con toda naturalidad, exactamente, podríamos decir, como si hubiera decidido comprar un billete de lotería por encontrarse al vendedor, no tuvo ningún presentimiento, compró el billete para ver qué pasaba, conforme de antemano con lo que la voluble fortuna le trajese, algo o nada, otros dirían que actuó según un reflejo condicionado de su personalidad. Los escépticos sobre la naturaleza humana, que son muchos y obstinados, vienen sosteniendo que, si bien es cierto que la ocasión no siempre hace al ladrón, también es cierto que ayuda mucho. En cuanto a nosotros, nos permitiremos pensar que si el ciego hubiera aceptado el segundo ofrecimiento del, en definitiva, falso samaritano, en aquel último instante en que la bondad podría haber prevalecido aún, nos referimos al ofrecimiento de quedarse haciéndole compañía hasta que llegase la mujer, quién sabe si el efecto de la responsabilidad moral resultante de la confianza así otorgada no habría inhibido la tentación delictiva y hubiera facilitado que aflorase lo que de luminoso y noble podrá siempre encontrarse hasta en las almas endurecidas por la maldad. Concluyendo de manera plebeya, como no se cansa de enseñarnos el proverbio antiguo, el ciego, creyendo que se santiguaba, se rompió la nariz.
La conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos más han renegado, es cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento de los filósofos del Cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto confuso. Con la marcha de los tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el color de la sangre y en la sal de las lágrimas, y, como si tanto fuera aún poco, hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro, con el resultado, muchas veces, de que acaban mostrando sin reserva lo que estábamos tratando de negar con la boca. A esto, que es general, se añade la circunstancia particular de que, en espíritus simples, el remordimiento causado por el mal cometido se confunde frecuentemente con miedos ancestrales de todo tipo, de lo que resulta que el castigo del prevaricador acaba siendo, sin palo ni piedra, dos veces el merecido. No será posible, pues, en este caso, deslindar qué parte de los miedos y qué parte de la conciencia abatida empezaron a conturbar al ladrón en cuanto puso el coche en marcha. Sin duda, no podría resultar tranquilizador ir sentado en el lugar de alguien que sostenía con las manos este mismo volante en el momento en que se quedó ciego, que miró a través de este parabrisas en el momento en que, de repente, sus ojos dejaron de ver, no es preciso estar dotado de mucha imaginación para que tales pensamientos despierten la inmunda y rastrera bestia del pavor, ahí está, alzando ya la cabeza. Pero era también el remordimiento, expresión agravada de una conciencia, como antes dijimos, o, si queremos describirlo en términos sugestivos, una conciencia con dientes para morder, quien ponía ante él la imagen desamparada del ciego cerrando la puerta, No es necesario, no es necesario, había dicho el pobre hombre, y desde aquel momento en adelante no podría dar un paso sin ayuda.
El ladrón redobló la atención sobre el tráfico para impedir que pensamientos tan atemorizadores ocuparan por entero su espíritu, sabía bien que no debía permitirse el menor error, la mínima distracción. La policía andaba por allí, bastaba que algún guardia lo mandara parar, A ver, la documentación del coche, el carné, y otra vez a la cárcel, la dureza de la vida. Ponía el mayor cuidado en obedecer los semáforos, nunca pasarse el rojo, respetar el amarillo, esperar con paciencia hasta que aparezca el verde. A cierta altura se dio cuenta de que estaba empezando a mirar las luces de forma obsesiva. Pasó entonces a regular la velocidad de manera que pudiera coger la onda verde, aunque a veces, para conseguirlo, tuviera que aumentar la velocidad, o, al contrario, reducirla hasta el punto de provocar la irritación de los conductores que venían detrás. Al fin, desorientado, tenso a más no poder, acabó por dirigir el coche hacia una calle transversal secundaria en la que no había semáforos, y lo estacionó casi sin mirar, que buen conductor sí era. Estaba al borde de un ataque de nervios, con estas palabras exactas lo pensó, A ver si ahora me da algo. Jadeaba dentro del coche. Bajó las ventanillas de los dos lados, pero el aire de fuera, aunque se movía, no refrescó la atmósfera interior. Qué hago, se preguntó. El barracón al que debería llevar el coche quedaba lejos, a las afueras de la ciudad, y con aquellos nervios no iba a llegar nunca, Me atrapa un guardia, o tengo un accidente, que todavía sería peor, murmuró. Pensó entonces que lo mejor sería salir un rato del coche, dar una vuelta, airear las ideas, A ver si me quito las telarañas de la cabeza, por el hecho de que el tipo aquel se quedara ciego no me va a pasar lo mismo a mí, esto no es una gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se me pasa. Salió, no valía la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un momento, y se alejó. Aún no había andado treinta pasos cuando se quedó ciego.
En el consultorio el último cliente atendido fue el viejo bondadoso, el que había dicho palabras tan llenas de piedad por aquel pobre hombre que se había quedado ciego de repente. Iba sólo para que le dieran la fecha de la operación de catarata en el único ojo que le quedaba, que la venda tapaba una ausencia y no tenía nada que ver con el caso de ahora. Son cosas que vienen con la edad, le había dicho el médico tiempo atrás, cuando la catarata esté madura la quitamos, luego no va a reconocer el mundo en que vivió, ya verá. Cuando salió el viejo de la venda negra, y la enfermera dijo que no había más pacientes en la sala de espera, el médico cogió la ficha del hombre que se había quedado ciego súbitamente, la leyó una, dos veces, pensó durante unos minutos, y luego fue al teléfono y llamó a un colega, con quien sostuvo la siguiente conversación, Oye, mira, he tenido hoy un caso extrañísimo, un hombre que perdió la vista de repente, el examen no ha mostrado nada, ninguna lesión perceptible, ni indicios de malformación de nacimiento, dice que lo ve todo blanco, con una especie de blancura lechosa, espesa, que se le agarra a los ojos, estoy intentando expresar del mejor modo posible la descripción que me hizo, sí, claro que es subjetivo, no, el hombre es joven, treinta y ocho años, tienes noticia de algún caso semejante, has leído, oíste hablar de algo así, ya lo pensaba yo, por ahora no le veo solución, para ganar tiempo le mandé que se hiciera unos análisis, sí, podemos verlo juntos uno de estos días, después de cenar voy a echar un vistazo a los libros, revisar bibliografía, a ver si se me ocurre algo, sí, ya sé, la agnosis, la ceguera psíquica, podría ser, pero se trataría entonces del primer caso de estas características, porque de lo que no hay duda es de que el hombre está ciego, la agnosis, lo sabemos, es la incapacidad de reconocer lo que se ve, también he pensado en eso, o en que se tratase de una amaurosis, pero recuerda lo que te he dicho, es una ceguera blanca, precisamente lo contrario de la amaurosis, que es tiniebla total, a no ser que exista una amaurosis blanca, una tiniebla blanca, por así decirlo, sí, ya sé, algo que no se ha visto nunca, de acuerdo, mañana le llamo, le digo que queremos examinarlo los dos. Terminada la conversación, el médico se recostó en el sillón, se quedó así unos minutos, luego se levantó, se quitó la bata con movimientos fatigados, lentos. Fue al baño para lavarse las manos, pero esta vez no le preguntó al espejo, metafísicamente, Qué será eso, había recuperado el espíritu científico, el hecho de que la agnosis y la amaurosis se encontraran identificadas y definidas con precisión en los libros y en la práctica no significaba que no surgieran variedades, mutaciones, si es adecuada la palabra, y ahora parecían haber llegado. Hay mil razones para que el cerebro se cierre, sólo esto, y nada más, como una visita tardía que encontrara clausurados sus propios umbrales. El oftalmólogo tenía gustos literarios y encontraba citas oportunas.
Por la noche, después de cenar, le dijo a la mujer, Vino a la consulta un hombre con un caso extraño, podría tratarse de una variante de ceguera psíquica o de amaurosis, pero no consta que tal cosa se haya comprobado alguna vez, Qué enfermedades son ésas, lo de la amaurosis y lo otro, preguntó la mujer. El médico dio unas explicaciones accesibles a un entendimiento normal y, satisfecha la curiosidad, fue al estante, a buscar en los libros de la especialidad, unos antiguos, de los años de Facultad, otros más modernos, algunos de publicación reciente que aún no había tenido tiempo de estudiar. Consultó los índices metódicamente, leyó todo lo que encontraba allí sobre la agnosis y la amaurosis, con la impresión incómoda de sentirse intruso en un terreno que no era el suyo, el misterioso campo de la neurocirugía, sobre el que sólo tenía escasas luces. Avanzada la noche, apartó los libros que había estado consultando, se frotó los ojos fatigados y se reclinó en el sillón. En aquel momento, la alternativa se le presentaba con toda claridad. Si el caso era agnosis, el paciente estaría viendo ahora lo que siempre había visto, es decir, no habría sobrevenido disminución alguna de agudeza visual, simplemente ocurría que el cerebro se habría vuelto incapaz de reconocer una silla donde hubiera una silla, seguiría, pues, reaccionando correctamente a los estímulos luminosos a través del nervio óptico, pero, para decirlo en lenguaje común, al alcance de gente poco informada, habría perdido la capacidad de saber que sabía, y, más aún, de decirlo. En cuanto a la amaurosis, no cabía la menor duda. Para que lo fuese efectivamente, el paciente tendría que verlo todo negro, salvando, desde luego, el uso de tal verbo, ver, cuando de tinieblas absolutas se trata. El ciego había afirmado categóricamente que veía, salvado sea también el verbo, un color blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se encontrara sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por decirlo así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura blanca sin tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la misma realidad presentase a una visión normal, por problemático que resulte hablar, con efectiva propiedad, de visión normal. Con la conciencia clarísima de encontrarse metido en un callejón aparentemente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado y miró a su alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que se le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me voy a acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la mesa se veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.
El mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía sólo una conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había recetado el médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante estos días sólo se tiene que quitar las gafas para dormir, le había dicho. La broma era antigua, seguro que había pasado de generación en generación de oftalmólogos, pero el efecto se repetía siempre, el médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y en este caso valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la vida, cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la vida de esta mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasaba de ser artimaña del oficio, pero sería una afirmación malvada y gratuita, porque aquella sonrisa ya era así en los tiempos, no tan distantes, en los que aquella mujer era una chiquilla, palabra en desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún estaba por nacer la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría incluir a esta mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la complejidad del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas, tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja moderar cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos, manía de la que, por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos librarnos. Aunque sea evidente lo mucho que de nube hay en Juno, no es lícito obstinarse en confundir con una diosa griega lo que no pasa de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en la atmósfera. Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría, probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta, pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido como un todo. Ella tiene, como la gente normal, una profesión, y, también, como la gente normal, aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Si no se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en definitiva debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le apetece y, además, saca de ello todo el placer que puede.
Se había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se quitó las gafas, la iluminación de las calles le molestaba, especialmente la de los anuncios. Entró en una farmacia a comprar el colirio que el médico le había recetado, decidió no darse por aludida cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos ojos anden cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de botica, imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas oscuras le daban un aire embriagador y misterioso capaz de provocar el interés de los hombres que pasaban, y, eventualmente, corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de que alguien la está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo referente a satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ella le dijera que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico no le había dado aún orden al respecto, el caso es que al hombre hasta le hizo gracia, era una novedad. A la salida de la farmacia, la muchacha llamó un taxi, dio el nombre de un hotel. Recostada en el asiento, prelibaba ya, si se acepta el término, las distintas y múltiples sensaciones del goce sensual, desde el primer y sabio roce de labios, desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas explosiones de un orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la estuvieran crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las gafas oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y técnica, con su obligación, paga siempre por adelantado y el doble de lo que luego cobra. En medio de estos pensamientos, sin duda porque había pagado hacía un momento una consulta, se preguntó si no sería conveniente subir, a partir de hoy mismo, su tarifa, lo que, con risueño optimismo, solía llamar su justo nivel de compensación.