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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (42 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Estás jugando con fuego. Te quemarás.

—Sé lo que hago. Quiero que pague por su nobleza.

—Ten cuidado, muchacha. Si descubre lo que eres, tu vida no valdrá nada, especialmente con ese sacerdote fanático a bordo. Y ni siquiera a los practicantes de dweomer les gustan los cambiaformas. Estarías sola.

—¿Sola, Bardolin? ¿Tú no me defenderías?

—Sabes que sí —dijo Bardolin con un profundo suspiro—, aunque no serviría de mucho.

—Pero no te gusta matar. ¿Cómo me defenderías? —preguntó ella en tono juguetón.

—Basta, Griella. No estoy de humor para juegos. —Hizo una pausa, y luego, odiándose a sí mismo, preguntó—: ¿Te gusta acostarte con él?

Ella sacudió la cabeza.

—Puede que un poco, a veces. Por primera vez en mi vida, Bardolin, estoy en una posición de poder. Me ama. —Se echó a reír, y el duende le sonrió hasta que las comisuras de los labios le llegaron a las largas orejas—. Será el virrey de la colonia que fundaremos en el oeste, y me ama.

—Parece como si tuvieras la esperanza de llegar a ser su duquesa.

—Seré algo, no una simple campesina víctima del mal negro. Seré algo más que eso, duquesa o no.

—Hablé sobre ti con el capitán.

—¿Qué? —Estaba estupefacta—. ¿Por qué? ¿Qué le dijiste?

La voz de Bardolin se volvió violenta.

—En aquel momento pensaba que no estabas tan dispuesta a acostarte con ese hombre. Pedí al capitán que intercediera. Lo ha hecho, pero dice que Murad no quiere escucharlo.

—Lo tengo dominado, pobre hombre —dijo Griella con una risita.

—Esto no acabará bien, muchacha. Déjalo.

—No. Eres como una gallina clueca sufriendo por un huevo, Bardolin. Déjame en paz. —Había un toque de violencia en su voz. Bardolin se volvió y la miró a la cara.

Estaban a punto de dar las cuatro campanadas de la última guardia corta, y el cielo empezaba a oscurecer. Las linternas de la popa y los calceses ya se habían encendido, con la esperanza de que el otro barco las divisara y la pequeña flota pudiera volver a reunirse. El rostro de Griella era un óvalo pálido bajo la débil luz, y su cabello parecía negro. Pero en sus ojos había un resplandor, una luminosidad que desagradó a Bardolin.

—El ocaso y el amanecer son los peores momentos, ¿no es así? —preguntó él en voz baja—. Tradicionalmente, son las horas de la cacería. Cuanto más tiempo pasemos en el mar, Griella, más difícil te resultará controlarlo. No lleves tu tormento de ese hombre demasiado lejos, o el cambio te asaltará antes de que te des cuenta.

—Puedo controlarlo —dijo ella, y su voz parecía más profunda que antes.

—Sí. Pero en algún momento, durante la última luz del día o en la hora oscura anterior al alba, el cambio será más fuerte que tú. La bestia siempre tratará de liberarse, pero no debes permitírselo, Griella.

Ella apartó el rostro. Sonaron las cuatro campanadas y cambió la guardia. Un grupo de marineros salieron bostezando a cubierta mientras los de servicio abandonaban sus puestos en dirección a las hamacas.

—Ya no soy una niña, Bardolin. No necesito tus consejos. Sólo quería ayudarte.

—Ayúdate antes a ti misma —dijo él.

—Lo haré. Tomaré mi propio camino.

Sin volver a mirarlo, abandonó el castillo de proa. Bardolin contempló su figura pequeña y erguida atravesando el combés (los marineros tenían muy claro que no podían molestarla) y entrando en el castillo de popa, donde estaban los camarotes de los oficiales.

Bardolin siguió contemplando las olas mientras el duende emitía trinos interrogantes en su pecho. Tenía hambre, y quería empezar su cacería de ratas nocturna.

—Pronto, amiguito, pronto —lo tranquilizó.

Se apoyó en la barandilla y observó cómo el sol se hundía lentamente en el Océano Occidental, un gran disco azafrán manchado con un jirón de nube ardiente. En el horizonte, el mar parecía sangre recién derramada.

El galeón continuó avanzando a buen ritmo, impulsado por el viento mágico. Sus velas eran pirámides de lona teñida de rosa bajo la última luz del ocaso, y las linternas resplandecían como estrellas en la tierra. El barco estaba solo sobre la faz de las aguas; hasta donde los hombres podían ver, no había ninguna otra chispa de vida en movimiento bajo el resplandor de la luna naciente.

20

El dique de Ormann.

El atronar del bombardeo continuaba de modo implacable, pero los hombres se habían habituado a él y ya no lo comentaban.

—Estamos prácticamente ciegos respecto a lo que ocurre al otro lado de la colina más próxima —dijo Martellus a sus oficiales—. He enviado tres misiones de exploración, pero ninguna ha regresado. La seguridad de los merduk es excelente. Por tanto, todo lo que sabemos es lo que podemos ver: un mínimo de máquinas de asedio, el despliegue de sus baterías en la primera línea…

—Y una actividad frenética en la retaguardia —terminó el anciano Isak.

—Exacto. La barbacana oriental ha recibido un buen castigo, y la batalla de artillería prácticamente ha concluido. El asalto empezará pronto.

—¿Cuántos cañones operativos nos quedan al otro lado del río? —preguntó un hombre.

—Menos de media docena, y son las piezas camufladas que Andruw reservaba para el final.

—No podemos dejar perder el lado este del puente sin luchar —dijo un oficial.

—Estoy de acuerdo. —Martellus observó a sus compatriotas torunianos—. Los ingenieros han estado trabajando durante la noche. Han plantado cargas bajo los soportes restantes. El puente del Searil puede ser volado en cuestión de segundos, pero antes quiero volver a hacerles algo de daño. Quiero que asalten la barbacana.

—O lo que queda de ella —murmuró alguien.

Habían transcurrido tres días desde el primer y precipitado asalto del ejército merduk. Durante aquellos tres días, contrariamente a las predicciones de Martellus, no se había producido ningún ataque directo contra las fortificaciones orientales. En lugar de ello, Shahr Baraz había traído sus cañones pesados, emplazándolos tras robustos revestimientos, y había empezado un duelo de artillería contra los cañones de la barbacana oriental. Había sufrido fuertes pérdidas de hombres y materiales durante el primer despliegue, pero en cuanto hubo asegurado sus piezas, las culebrinas merduk, más pesadas y numerosas, habían empezado a reducir a escombros el fuerte toruniano de la orilla este. El bombardeo se había prolongado durante treinta y seis horas sin interrupción. La mayor parte de los cañones de Andruw habían sido silenciados, y la barbacana oriental había sido perforada y penetrada por varios lugares. Ya sólo quedaba en ella una guarnición muy reducida. El resto de los hombres habían recibido la orden de retirarse a la isla, aquella franja de tierra larga y estrecha entre el río y el dique.

—Las cargas pesadas están en su sitio. Cuando ocupen el fuerte oriental se llevarán una sorpresa, pero debemos obligarlos a atacarlo y pagar por ello. Y para eso necesitamos tener tropas allí, que los obliguen a luchar —dijo Martellus en tono implacable.

—¿Quién estará al mando de esa batalla desesperada?

—El joven Corfe, mi asistente, el que estuvo en Aekir. Andruw estará muy ocupado dirigiendo la artillería que nos queda. El resto de la guarnición estará al mando de Corfe.

—Esperemos que no huya como hizo en Aekir —murmuró alguien.

Los ojos de Martellus adquirieron aquel tono pálido e inhumano que siempre silenciaba a sus subordinados.

—Cumplirá con su deber.

Jan Baffarin, el ingeniero jefe, se acercó a Corfe y Andruw, encogido como un cangrejo en el sótano a prueba de bombas.

—Hemos reparado las líneas de la pólvora. Ya no debería haber ningún problema.

Gritaba sin darse cuenta, como lo habían hecho todos durante todo el día y la noche anterior. El tumulto del bombardeo sobre sus cabezas había dejado de parecer inusual para pasar a formar parte del orden natural de las cosas.

La casamata a prueba de bombas era grande, baja y fuertemente reforzada. Quinientos hombres se agazapaban en su interior mientas un diluvio de proyectiles y metralla azotaba la fortaleza que tenían encima. Cuando se producía un impacto particularmente cercano, caía sobre ellos el polvo y los fragmentos de piedra rota, y el aire parecía estremecerse y resplandecer a la luz de las temblorosas lámparas de aceite. Los soldados habían bautizado su refugio con el nombre de «las catacumbas», y parecía un nombre apropiado. Por todas partes había hombres tendidos o recostados, algunos durmiendo pese a los incesantes ruidos y vibraciones. Parecían los supervivientes de alguna plaga, una escena de alguna pesadilla febril.

Corfe se obligó a sacudirse el sopor que lo había invadido.

—¿Y los cañones?

—Las casamatas están intactas, pero, por el amor del Santo, esos proyectiles tienen el calibre más pesado que he visto. La casa de guardia es un montón de escombros, y las murallas están destrozadas. No les hace falta atacar. Si continúan así, convertirán en polvo el dique de Ormann sin poner siquiera un pie en su interior.

Andruw meneó la cabeza.

—Es imposible que tengan tantas municiones y pólvora con una línea de aprovisionamiento tan larga. Apostaría una buena botella de vino de Candelaria a que ya se les están acabando. Este bombardeo también les sirve para impresionarnos. Tal vez quieran aturdimos hasta que nos rindamos.

Una explosión particularmente cercana hizo que todos se estremecieran y se agacharan instintivamente. El techo de granito pareció gemir bajo el impacto.

—Sí que es impresionante —dijo Baffarin en tono dubitativo.

—Tus hombres saben lo que hay que hacer —dijo Corfe—. En cuanto la retaguardia haya cruzado el puente encenderán las cargas, tanto las del puente como las de la barbacana. Enviaremos a esos bastardos volando hasta las montañas de Thuria. Eso sí será impresionante.

El ingeniero soltó una risita.

El bombardeo cesó.

Hubo unas cuantas detonaciones tardías de los últimos proyectiles, y luego se hizo un silencio tan profundo que Corfe se alarmó, pensando por un segundo que se había quedado sordo. Alguien tosió, y el sonido pareció extrañamente fuerte en la repentina quietud. Los hombres que dormían empezaron a moverse, mirando a su alrededor y sacudiéndose unos a otros.

—¡En pie! —gritó Corfe—. Artilleros a vuestras piezas, arcabuceros a vuestros puestos. ¡Ya vienen, muchachos!

Las catacumbas se convirtieron en un sombrío caos de hombres en movimiento. Baffarin apretó el brazo de Corfe.

—Te veré al otro lado del río —dijo, y desapareció.

La devastación era impresionante. La barbacana oriental era como un castillo de arena cuya base hubiera sido destruida por la marea. Había grandes aberturas en las murallas, montones de piedras y escombros por todas partes, y madera en llamas crepitando y reluciendo en el aire cargado de polvo. La reducida dotación de Corfe se dirigió a sus puestos asignados, mientras los artilleros de Andruw empezaban a arrastrar las culebrinas supervivientes hasta sus posiciones de disparo.

Corfe trepó por las ruinas de la casa de guardia e inspeccionó las disposiciones de los merduk. Sus baterías estaban cubiertas de humo, aunque una fresca brisa del norte estaba disipando por momentos la niebla provocada por la pólvora. Distinguió grandes masas de hombres en movimiento, elefantes, regimientos de jinetes y carretas traqueteando bajo su pesada carga. Las colinas bullían de movimientos ordenados y desordenados.

Un cañón disparó, un sonido leve como el de una palmada tras el estruendo de los cañones pesados, y una especie de estremecimiento recorrió las columnas detrás del humo. Empezaron a moverse, y pronto fue posible distinguir tres ejércitos en marcha hacia la línea del río. Uno se dirigía a los restos de la barbacana, y los otros dos al norte y al sur; aparentemente, su objetivo era el propio río Searil. Iban extrañamente cargados, y entre ellos avanzaban las carretas tiradas por elefantes.

Los quinientos torunianos que eran los últimos defensores de la barbacana se desplegaron a lo largo de la maltrecha fortaleza con los arcabuces preparados. Sus órdenes eran hacer una demostración, atraer a tantos enemigos como fuera posible hacia las fortificaciones, y luego retirarse lentamente, escapando finalmente por el puente del Searil. Aquella retirada sería difícil de controlar. Corfe no sentía miedo ante la idea del ataque que se avecinaba, ni ante la posibilidad de ser herido o muerto, pero le aterraba pensar que podía hacer mal las cosas. Aquellos quinientos hombres estaban bajo su mando, los primeros desde la caída de Aekir; y sabía que muchos de sus compatriotas todavía pensaban en él como el hombre que había abandonado a John Mogen. Tenía la firme determinación de luchar bien aquel día.

El calor del sol les resultó brillante y agradable. Los hombres se frotaron las orejas para librarse de los últimos ecos de la artillería, y apuntaron sus armas hacia el enemigo.

—¡Tranquilos! —gritó Corfe—. Esperad a que dé la orden.

Un cañón ladró en una de las casamatas superiores, y un segundo después apareció una flor de tierra destrozada en la pendiente ante las formaciones merduk. Era Andruw, tanteando el alcance de sus disparos.

El enemigo se acercó al paso, con las altas carretas traqueteando entre los hombres. Entre los grupos del norte y del sur se veían más vehículos tirados por elefantes que en el que avanzaba hacia la barbacana. Corfe trató de ver qué eran aquellos extraños cargamentos, y soltó un silbido.

—¡Botes! —Las carretas estaban cargadas de montones de botes bajos. Intentarían cruzar el Searil por el norte y el sur mientras luchaban al mismo tiempo con la guarnición de la orilla este.

—Tendrán suerte —dijo un soldado cercano, escupiendo sobre la maltrecha muralla—. El Searil baja crecido tras la lluvia. Parece un caballo encabritado. Espero que tengan los brazos fuertes, o la corriente los arrastrará hasta el mar Kardio. Una breve carcajada recorrió la muralla.

Los cañones de Andruw empezaron a cantar uno tras otro. El joven oficial de artillería había mantenido sus cinco piezas más precisas en aquella orilla, y estaba ajustando personalmente su posición y elevación. Empezaron a descargar proyectiles explosivos sobre la vanguardia central de la formación enemiga, convirtiéndola en una ruina roja. Corfe vio a un elefante levantarse en el aire cuando un proyectil estalló justo debajo de él. Otro impactó en una de las carretas, sembrando sus alrededores de astillas de madera, mortíferas como lanzas. Hubo confusión, hombres arremolinados, bestias presas del pánico bramando y corriendo enloquecidas. Los torunianos lo observaron divertidos, alegrándose de hacer pagar a los merduk por el implacable bombardeo de los últimos días.

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