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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

El Valle del Issa (38 page)

BOOK: El Valle del Issa
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A pesar de todo, no es fácil deshacerse del pasado. Cierta vez, ella le preguntó qué querría ser de mayor. Se puso colorado y bajó la cabeza.

—Yo… seguramente sacerdote.

Lo observó, divertida.

—¡Qué tonterías dices! ¿Por qué precisamente sacerdote?

—Porque yo… porque yo…

Se tragaba las lágrimas, pero no pudo retenerlas. No pudo articular: «Porque fallé con el gamo, y porque es taba disgustado porque no cumpliste tu promesa», lo cual tampoco habría sido toda la verdad.

—Porque… porque soy malo.

Un sacerdote, por el hecho de llevar sotana, tiene derecho a ser distinto de los demás hombres. Lo que se les exige a éstos, a él no le concernía. Es lo que trataba de explicar.

Por la expresión de la cara de su madre, le pareció que tenía que insistir:

—Sí, así es.

—¡Pero si no sabes ni cómo eres!

Se volvió y dijo entre dientes:

—No quiero estar solo.

—No, nunca más.

La puerta no podía abrirse así más que una vez: por encima del jersey gris de cuello alto, el rostro desconocido deslumbró, llamó, esperó, atrajo; él, tenso, no comprendía y, de pronto, con un grito, un salto, sus brazos le rodearon: era ella. «No, nunca más.»

Su sueño era tranquilo. Ella lo cubrió con el edredón, y su beso le acompañó suavemente en la espesa profundi­dad de la noche. Sus pasos se alejaron. Hundiendo la nariz en la almohada, Tomás se preguntó qué podría ofrecerle. ¿El cuaderno de los pájaros? No, aquello era otra cosa. «Pero la quiero.»

67

En la vigilia de San Andrés hicieron fundir cera. A su madre le tocó una corona de flores, o de espinas, quién sabe, y a él una hoja plana cuya sombra recordaba África; y encima de aquella África, una cruz. Poco tiempo des­pués, cayeron las primeras nieves. Torbellinos de humo salían de las bocas de los que venían de la calle, golpeando el suelo con los pies para desprenderse de aquella vidriosa masa de los tacones. La todavía pastosa superficie del Issa, que avanzaba crujiendo levemente, se solidificaba convirtiéndose en hielo. Las Navidades se acercaban, muy distintas a las de antes: el plato, que durante la cena de Noche Buena se deja vacío para un posible viajero, parecía ahora realmente preparado para un desconocido, y no, como en años anteriores, con la secreta esperanza de que, de pronto, llegaría su madre. Ahora, era ella, y no Antonina, quien, con la ayuda de Tomás, hacía los preparativos para las fiestas. Ella misma cocinó el
barchtch
, sopa de remolacha con «orejitas», las setas envueltas en pasta y preparó los
slizyki
. Éstos consisten en unos pedacitos de masa de harina, cortados en forma de rollitos, y cocidos al horno hasta que se vuelven duros como piedras. Ya en el plato, se recubren con
syta
, de la que hay una jarra entera sobre la mesa. La
syta
es una mezcla de agua, miel y granos de adormidera machacados. A Tomás no le importaban demasiado los platos comprendidos entre el
barchtch
y el postre. Se llenaba un plato hondo de
kistel
de bayas de oxicoco, especie de jalea rosada, y se hartaba de comer su postre favorito. El heno que se colocaba debajo del mantel, en recuerdo del pesebre del niño Jesús, constituía un mullido apoyo para sus codos, cuando, incapaz de comer más, se sentía casi desfallecer. Luego, junto al árbol de Navidad, cantaron villancicos, y su madre le enseñó algunos que él no cono cía. Encendieron la linterna del establo y fueron a la misa del gallo, hundiéndose en la nieve en polvo.

La madre de Tomás era una persona práctica y decidió que pasarían el invierno en Ginie. Con las heladas, el paso por la frontera era muy difícil y también tenía otros motivos para esperar. El padre de Tomás pasaba por dis­tintos períodos, pero en general su situación era más bien precaria. Tras perder vanos empleos, ahora, como fun­cionario municipal, vivía casi en la miseria. Helena recibía su parte en forma de tierras, de modo que a Tecla también le correspondía algo. Sin embargo, para juntar algo de dinero, que luego cambiaría en dólares, había que trillar y vender el trigo y esperar el momento en que los precios subirían. Tecla concibió una idea audaz, que He lena acogió exclamando: «¡Estás loca!». Consistía en pasar de contrabando, al otro lado de la frontera, un par de caballos, pues aquella raza de caballitos anchos y pequeños no existe más que en Lituania y serían un magnífico regalo para su marido. Pero, si apenas pudo pasar inadvertida ella sola, ¿cómo haría con los caballos? «Tonterías», decía, «saldrá bien».

Aquella frontera —abierta sólo para contrabandistas, lobos y zorros, porque los polacos consideran la ciudad de Vilna como suya, mientras para los lituanos es su capital, ilegalmente ocupada por los polacos— solía crear a la gente muchas complicaciones. La madre eligió los caballos: cuatro años, overos, con una raya oscura a lo largo del lomo. Ellos tenían que llevarles hasta su casa. Tecla contaba con su buena suerte y también con el hecho de que los guardias, cuando no hay oficiales a la vista, suelen dejarse ablandar, en caso de que no se consiga burlar su vigilancia.

Plumón blanco en el alféizar de las ventanas y silenció. En él se percibía el monótono piído de los camachuelos, mientras descascarillaban semillas de lilas. El viaje que iban a emprender despertó el interés de Tomás por la geografía. Para sus clases, se servían de un atlas alemán editado en 1852. Su madre corregía con un lápiz las fron­teras de las naciones, pues muchas de ellas tenían ahora otra forma. En el atlas, no habían marcado Ginie ni las localidades vecinas, cosa que no había que tomarse a mal, pero él pensaba más bien en los mapas en general: cuando se apoya el dedo en un punto cualquiera, hay allí, debajo del dedo, bosques, campos, caminos, pueblos, y se señala a una multitud de personas, en la que cada una es singular, distinta a las demás personas por algún rasgo que le es propio; al levantar el dedo, ya no hay nada. Así como en la iglesia sentía deseos de salir volando y contemplar desde arriba a la gente arrodillada, delante de un atlas, habría deseado poseer una lente mágica que extrajera del papel todo lo que en él se ocultaba. Cuanta más atención se dedica a aquella extensión con el contorno de sus continentes, sus círculos y líneas, más atraen. Es como cuando se eligen dos cifras, uno y dos, y se trata de imaginar qué hay entre ellas. Si se pudiera dibujar un mapa en el que estuvieran indicadas todas las casas y todos los seres humanos, el lugar en el que cada uno se encuentra, o hacia dónde se dirige, quedarían los caballos, las vacas, los perros, los gatos, los distintos pájaros, los peces en el Issa; y si también se los pudiera dibujar, quedarían toda vía las pulgas de los perros, los relucientes escarabajitos en la hierba y las hormigas, y así sucesivamente. De modo que un mapa será siempre inexacto. Y, si se le sigue observando mucho tiempo, puede comprobarse otra cosa: yo estoy aquí, en mi silla, una vez, pero también estoy allí, por segunda vez, debajo del dedo, en el punto inexistente que debería señalar el pueblo de Ginie. Me señalo a mí mismo, pero a tamaño reducido. Este otro yo no es el mismo que el yo de aquí, sino que es un yo confundido, mezclado con otras personas.

Los días se iban alargando. El abuelo volvía de sus viajes de negocios de muy buen humor, porque sus gestiones, por fin, llegaban a buen término. Le prometían que la partición de Ginie entre él y Helena sería oficial mente reconocida por las autoridades. La denuncia de José, finalmente, no les había perjudicado. Los Juchniewicz tenían que trasladarse después de San Jorge; la otra propiedad había sido, efectivamente, parcelada.

Llegó Domingo de Ramos, sin gatillos de sauce, pero sí con hielo y nieve; aquel año, la primavera iba retrasada. Poco después, entre las hojas podridas y las agujas de los pinos, vieron aparecer las albarranillas. Tomás pensó que aquélla sería su última primavera y que tal vez no volvería nunca más. Paseó mucho tiempo por el parque, hasta que encontró un lugar en la ladera, en medio de un pequeño prado cuadrado; arrancó de la tierra, con sus raíces, un pequeño castaño, lo transportó allí y lo plantó. Si algún día volviese a Ginie, lo primero que haría sería correr hacia aquel prado y ver cuánto había crecido su árbol.

El Issa estaba todavía helado. Junto a la orilla, emergían, enroscadas como trompetas, las primeras hojas de un verde pálido, mientras el centro reflejaba las nubes revueltas. Cierto día, en el sendero que surcaba la maleza junto al río, se encontró con la amiga de sus juegos de antaño, Onuté. La veía de vez en cuando, de lejos, pero aquella vez fue distinto. Ella se detuvo, lo observó un momento con una especie de curiosidad, pero su expresión era más bien extraña. Era ya una chica mayor. Bajó la cabeza, y Tomás sintió como un sudor en el cuello y en las mejillas y pasó junto a ella con gravedad. Aquella gravedad disimulaba un temblor, pero Onuté bien pudo haber creído que él la despreciaba, porque él era ya casi un señor. Fue lo que supuso Tomás, demasiado tarde ya, cuando el peligro se había alejado, y se sintió incómodo.

68

Seis meses después de la boda del señor Romualdo con Barbarka, nació un hijo. Negras jorobas peladas sal­picaban los campos bajo la nieve que se fundía, y, a pesar de que estaban a comienzos de abril, volvió a helar. Lleva­ron al niño a la iglesia en trineo. Lo bautizaron con el nombre de Witold.

Bajo el cielo plomizo, graznaban las cornejas entre los juncos, y el látigo de Romualdo, el de las grandes ocasio­nes, con un mechón rojo, rozaba con negligencia la grupa del caballo. Barbarka entreabría ligeramente el pañuelo floreado y miraba si el niño seguía durmiendo. Iban así, ignorando con toda evidencia el tiempo, que no queda determinado tan sólo por el continuo retorno de prima veras e inviernos, ni por el balanceo de los trigales, ni por la llegada y la partida de los pájaros. La tierra por la que se deslizaban los trineos pintados de verde no era tierra volcánica, ni arrojaba llamas y cenizas. Nadie pensaba allí en los incendios y los diluvios que han conmovido la historia de la humanidad.

Witold se puso a berrear al llegar a casa. Barbarka lo instaló en una cuna y, mientras lo mecía, contemplaba la mesa preparada para el banquete. Era una gran alegría sentirse dueña de su propia casa. Cuando abría el armario, que desprendía un olor de pasta hecha en casa, se sentía presa de una inconmensurable dulzura, como la de las pastas. Mis pastas. Mi marido. Mi hijo. Y, no menos importante, mi suelo de madera —las tablas crujían y sus botines también. Con el rostro radiante, recibió a los invitados. Romualdo se frotaba las manos y decía: «Vamos, Barbarka, sírvenos algo de comer».

La vieja Bukowski examinó a su nieto y declaró que se parecía a su hijo, no a la nuera. Tenía que consolarse de alguna manera, y también vaciando un vaso tras otro. Detrás de las ventanas, la noche iba haciéndose siempre más espesa; se oía silbar entre las ramas el viento del deshielo. Si alguien se hubiera acercado, atraído por la luz, habría visto a un grupo de gente riendo, recostada con cierta pesadez en las sillas, y a los perros (en invierno, debido al frío, les dejaban estar en la casa) rascándose en medio de la habitación. Los perros suelen golpear el suelo cuando se rascan el cuello con la pata trasera, pero el cristal de la ventana no habría dejado pasar ese sonido.

En la oscuridad, un lobo, en la linde del bosque, volvió la cabeza en dirección a la ventana iluminada y observó un instante aquella incomprensible morada humana, separada para siempre de lo que él era capaz de comprender. ¿Quién sabe si aquel rectángulo luminoso no atraía también a otros seres más inteligentes? Pero si se tratara, por ejemplo, de diablos en frac, serían pronto castigados por su curiosidad. Solían otorgar demasiada importancia a asuntos triviales para poder subsistir en una época en la que es indispensable el sentido de la proporción. Pronto, junto a las orillas del Issa, nadie contará ya que ha visto a uno de ellos balanceando las piernas en la viga del molino, o que ha oído la música de sus bailes. Y si alguien, a pesar de todo, lo contara, no habría que creerle.

El viento del deshielo soplaba del Oeste, del mar. Sobre las aguas, entre las costas de Suecia y Finlandia, y las ciudades hanseáticas de Riga y Danzig, los barcos se balanceaban y mugían en la niebla. Barbarka le cambiaba los pañales al niño, sosteniéndolo por las piernas y levantando ligeramente su pequeño trasero, que suscitaba en ella oleadas de ternura. Aquella ternura, y los sentimientos que brotaban en ella cuando se desabrochaba la blusa y acercaba al niño a su pecho, con una vena azul que se transparentaba a través de la piel, no deben situarse fuera de la esfera de experiencia que les es propia. Nos ha tocado vivir en el límite de lo animal y de lo humano, y está bien que así sea.

69

Más o menos en la misma época, Romualdo contrató a un nuevo jornalero, Domcio Malinowski. Si éste, por primera vez en su vida, se ausentaba de Gime, se debía a motivos muy graves.

Se encontraba aquel día en el pajar, en compañía del campesino para quien trabajaba aquel invierno, trillando con mayales. Quizás habría podido evitar el incidente, aunque ya por la mañana todo indicaba que algo ocurriría. Domcio sabía dominarse. Llevaba siempre los labios apretados y estrechos, a fuerza de retener lo que habría deseado decir, pero no podía. Entraba en la madurez y se parecía siempre más a un ave rapaz. Muchas veces sintió la tentación de agarrar a aquel sinvergüenza por el cuello, pero sabía que era peligroso ceder a los propios impulsos. Bum, el eco devolvía el golpe del mayal que sostenía el viejo; bam, le respondía el mayal de Domcio, y así, a dos voces, proseguían su tarea. Luego, se detuvieron, porque el viejo fue a descargar su mal humor sobre alguien de la casa. En realidad, fue entonces cuando empezó todo.

Ese alguien era una sirvienta de la edad de Domcio, a la que éste consideraba como una tonta porque se dejaba explotar por todos más de lo necesario. Poco importa ahora la simpatía que él pudiera sentir por ella, la cuestión es que, en aquel momento, tuvo que salir en defensa de la chica. El fibroso y reconcentrado orgullo del viejo tuvo que enfrentarse entonces a la fuerza de Domcio, y agarró aquel pescuezo, apretó con los dedos su nuez de Adán, lo sostuvo unos instantes en el aire y lo tiró al suelo con un ruido sordo. Salió a continuación por la puerta del corral y oyó a sus espaldas unos gritos.

Un minuto de triunfo: «Ya no estaré a tu merced». Pero, mientras se acercaba a la casa junto a la balsa, pensó en las consecuencias. Y éstas no tardaron en producirse. El viejo incitó contra él a otros campesinos; los más ricos, hicieron causa común, y Domcio no pudo contar a partir de entonces con encontrar trabajo en sus fincas. Tuvo que trasladarse, y le tocó en suerte Borkuny.

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