Nadie puede negar que los demonios suelen ser astutos. ¡Qué satisfacción despojar a Tomás de la confianza en su voz interior y quitarle la tranquilidad apelando a su escrupulosa conciencia! Ya no podrá dirigirse a Dios para pedirle que aclarara sus pensamientos y, al caer de rodillas, creerá que cae ante sí mismo.
Tomás deseaba confiarse al Verdadero, y no a esa especie de vapor que se eleva por encima de nosotros, alimentado por lo que vive en nuestro interior. Pero apenas se hubo liberado, tras aquel ayuno, de las torturas que él mismo se había infligido, apenas hubo disfrutado de unas pocas mañanas llenas de dulzura, volvió a perder pie y, pintando garabatos sobre los cristales empañados, le surcaron la cara lágrimas de abandono.
Mientras tanto, la abuela Misia cada día, de madrugada, se sumía en sus delicias, y no le pasaba siquiera por la cabeza que pudiera con ello escandalizar a nadie.
—Pronto se acabará.
Era una voz, o una señal, que vibraba en el aire, por encima de la hierba seca en la que cantaban los grillos. Baltazar se tambaleó, de pie en el sendero, fulminado por la alteración de las cosas. ¿Por qué estaba allí? ¿De dónde había salido? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? Frente a él, los objetos, borrosos y aplastados, bailaban en zigzag, provocándolo con su desconocido aspecto. El se elevaba en el centro del vacío: peor aún, no tenía siquiera centro, y la tierra no ofrecía apoyo a sus pies, se apartaba, huidiza, absurda. Caminaba y, a su paso, centellas de insectos saltaban a uno y otro lado, ¿por qué están allí, siempre iguales? Saltan.
—Pronto, todo habrá acabado.
Los peldaños crujieron, la habitación estaba vacía; su mujer y sus hijos habían ido a Ginie a casa de la abuela, la jarra de cerveza estaba en la mesa, junto a una hogaza de pan. Inclinó la jarra, bebió unos tragos de cerveza y, con todas sus fuerzas, la estrelló contra el suelo. Unos regueros de un líquido oscuro se esparcieron en forma de estrella sobre las tablas rugosas. Se agarró a la mesa, y el olor de la madera, lavada con lejía, aquel olor, ligeramente rancio, de la casa le pareció repugnante. Miró a su alrededor, y su mirada cayó sobre un hacha apoyada contra la estufa. Se acercó a ella, la cogió y, tambaleándose, arrastrándola con la mano que colgaba volvió junto a la mesa. Cogió impulso y asestó un golpe, no a lo ancho, sino a lo largo, calculando bien el lugar. La mesa se derrumbó con estrépito, la hogaza cayó rodando y se detuvo del revés, mostrando su superficie plana y enharinada.
Baltazar trajo de la otra habitación una garrafa grande envuelta en mimbre y la dejó en el suelo. Luego, le dio una patada. Apoyado contra la pared, contempló el líquido que salía a borbotones y se extendía formando una amplia mancha, que llegaba hasta la mesa destrozada y rodeaba la hogaza. Tenía mucho que mirar, porque, destacándose de todo lo que le rodeaba, de pronto, aquello adquirió más fuerza y relieve. La materia, abultada por los bordes, se escurría perezosamente, se introducía por debajo de los bancos, dejando a su paso islotes que al momento ella misma recubría. Parecía, en sí misma, la premonición de lo inevitable, y Baltazar no pensó más que en ella cuando sacó del bolsillo unas cerillas.
Conoció entonces aquel instante, en el límite del ser y no ser; un segundo antes, no era, y un segundo después, es, para siempre, hasta el fin del mundo. Sus dedos sostenían la caja, mientras los de la otra acercaban el palito con la punta negra. Quizás siempre había deseado ser un acto puro, un gesto creador, cerrado sobre sí mismo, de manera que las consecuencias de ese acto no recayeran sobre él, pues le alcanzarían en el momento en que, inaccesible al pasado, estaría concentrándose ya el en acto siguiente. Frotó la cerilla contra la caja, y surgió la llama. La observó como si la viera por primera vez, hasta que el fuego le quemara, abrió los dedos y la cerilla se apagó mientras caía. Sacó otra, la frotó con brío y la tiró hacia delante. Se apagó. Encendió la tercera, se inclinó despacio y la acercó al petróleo derramado.
Volcó un banco encima de las llamas que se extendían con rapidez y salió. Llevaba el blusón desabrochado, sin cinturón. En el bolsillo, el tabaco y una botella de vodka.
—Pronto se acabará.
El futuro. No lo había. Una voz lo llamaba, el cielo estaba pálido y claro, los grillos cantaban. Día, noche, día, ya no los habrá, ya no serán necesarios. De algún modo, nacía en él la certeza, se fortalecía. ¿Acaso sabía adonde iba? Caminaba. Giró la cabeza y sintió el horror ante la consecuencia, el terror ante lo irrevocable al ver aquel humo que se escapaba por las ventanas abiertas de la casa. Esa eterna protesta de Baltazar contra la ley según la cual nada permanece en sí mismo, sino que todo se encadena sin cesar, y la botella que sostenía con dedos temblorosos, y esa caída en la hierba, y levantarse y arrastrarse a gatas, y esa llamada a la que tomamos por un grito, pero de nuestra garganta apenas si sale un ronco susurro.
Baltazar habría podido sin duda correr y procurar apagar el incendio. Pero esta idea ni le cruzó por la cabeza. Se ahogaba en su propio grito, no por lo que acababa de hacer, sino por lo que le había forzado a hacerlo: quizás, cuando sostenía la cerilla, sabía ya que era libre y, al mismo tiempo, que haría tan sólo aquello, nada más que aquello. También sabía, mientras estaba allí, a gatas, como un animal, que no se levantaría, ni iría a apagar el fuego.
La figura con una espada de madera se acercaba a él, con movimientos de víbora, trazando con la espada círculos de color paja. Baltazar veía sus ojos brillantes con pupilas verticales, y el cuerpo aplanado, al acecho. De un salto, arrancó una estaca de una cerca, se giró jadeando, pero, en la hierba frente a él, ya no había nada. Los filamentos del veranillo de San Martín bailaban en el aire, líneas de luz ligeramente combadas. A su alrededor, el bosque dorado al sol, el silencio de un día caluroso.
Nadie. Ni enemigo ni amigo, excepto la presencia de lo inasible y, por ello, aterrador. Se giró bruscamente, para rechazar un ataque por la espalda. Una picaza alzó el vuelo, graznando desde algún lugar de la zanja. El humo que salía por las ventanas envolvía en finas estrías el tejado de la casa y cubría ya, como una tenue niebla, las copas de los ojaranzos.
—Pronto se habrá acabado.
—El bosque.
—Estatal.
—No.
—¿Es el bosque?
—Es Baltazar.
—La casa de Baltazar está en llamas.
Los habitantes de Pogiry salían a la linde de los vergeles y a los rastrojos, para verlo mejor. A continuación, se llamaron unos a otros, recogieron cubos, perchas, hachas y se pusieron en camino, aprisa, formando grupos. Detrás de los hombres, corrían niños y perros, al final se unió a ellos un grupito de mujeres, llevadas por la curiosidad.
En lo que ocurrió a partir de entonces, hay que distinguir entre lo verosímil y el curso real de los acontecimientos. Siempre que se reconstruyen hechos, aunque a primera vista se relacionen lógicamente entre sí, aparecen lagunas que, si se rellenaran, todo aparecería bajo una luz totalmente distinta. Pero nadie trataba de hacerlo, pues todos quedaron ya harto satisfechos de haber alcanzado en seguida la evidencia.
Baltazar había incendiado su casa y luego se había agazapado allí donde terminaban sus cercados, a ambos lados del camino por donde pasa el ganado hacia los pastos. Se mantuvo al acecho porque supuso que, desde Pogiry, verían el incendio y acudirían a apagarlo, y él había decidido impedirlo. Esto es lo que parece verosímil. En realidad, no llevaba intención concreta alguna; estaba sentado en la hierba, estremecido y tembloroso, amenazado por fantasmas rastreantes y picazas sobrenaturales. Muchas cosas se explicaban por la falta de armo nía entre su espíritu y su cuerpo. Su espíritu era capaz de sumirse por completo en el caos y en el terror, pero el cuerpo conservaba lucidez y rapidez en los reflejos; era pesado, pero todavía potente. Ese cuerpo les parecía a los demás como sometido a una voluntad al servicio de una finalidad concreta.
Ya desde lejos, vieron las llamas y oyeron los desesperados ladridos del perro, a cuya caseta debía acercarse ya el fuego. Absortos por aquel espectáculo, se quedaron atónitos al verle aparecer de pronto, como salido de la tierra, despeinado, inhumano. En la mano sostenía la es taca arrancada a la cerca. Su brazo se alzó, como apuntando en un gesto de defensa. No había previsto encontrar a gente. Aquello se acercaba formando un ancho frente, iluminado por una multitud de rostros, eso al me nos le pareció.
En cabeza, iba el viejo Wackonis. Al ver que Baltazar blandía la estaca, se cubrió con el hacha. Entonces, el cuerpo de Baltazar percibió el peligro y actuó como debía. La estaca cayó, con toda la fuerza de su brazo, sobre la cabeza de Wackonis, quien se desplomó.
—¡Lo ha matado!
—Lo ha mata-a-ado!
Hubo otro grito, una llamada, para reforzar la unidad de todos:
—¡
Ey, Vyrai
! ¡Adelante los hombres!
En aquel punto, estaban talando el bosque: entre los árboles cortados, crecían robles jóvenes. Aquí y allá, en el desmonte, oscuros hoyos desgarraban la vegetación. Un grupo de hombres corría vociferando, saltando por encima de esos hoyos, las camisas volando en el aire. Baltazar huía en dirección al viejo bosque. Ya no era más que un cuerpo que se defendía y se lanzaba hacia su única meta. No pensaba, pero sabía que era cuestión de vida o muerte, y ésta era la finalidad de su carrera: la carabina de cañones recortados, escondida en el viejo roble.
Pero ellos, a su vez, sabían que, si Baltazar conseguía entrar en el bosque alto, perderían su pista. Le cortaron el paso por un lado, y él giró a la izquierda; le volvieron a cortar el paso, pero él se desvió más aún y alcanzó los alisos. Estos separaban el bosque de las tierras de Baltazar y, por el otro lado, lindaban con los pastos.
Baltazar se hundía en el barro medio seco, y sus botas arrancaban grumos de turba negra. No le quedaba aliento para seguir corriendo; tenía que seguir, pero le faltaba aire y se arrastraba a gatas, revolcándose en aquella masa oscura, con el corazón a punto de estallar, gimiendo. Entretanto, sus perseguidores se habían detenido para deliberar. Si querían atraparle, tenían que rodear los alisos y organizar una batida. Se repartieron puestos de vigilancia. Baltazar los oía y buscaba un arma;, en su huida había tirado la estaca. Con la mano, palpó un grueso bastón que se deshizo al tocarlo, estaba podrido, de modo que agarró una piedra.
Los hombres de Pogiry iban ahora a ajustarle las cuentas al criminal que se había lanzado a matarles, cuando ellos, como buenos vecinos, se disponían a prestarle ayuda. Sin duda alguna, querían matarlo a palos. Sabían que era muy fuerte, por lo que tenían que avanzar todos a la vez y se animaban entrecruzando maldiciones.
Las agujas de los relojes avanzan a pasos cortos; en nuestra ancha tierra, se da una simultaneidad de gestos, miradas y movimientos, un peine se desliza por brillantes y largos cabellos, haces de luz se reflejan en los espejos, túneles donde se agolpan ruidos sordos, hélices de barcos que agitan las aguas. El corazón de Baltazar latía, midiendo su tiempo, la saliva le goteaba por sus labios entreabiertos. ¡No, no, todavía no! ¡Vivir, como sea, donde sea, vivir todavía! Buscaba un refugio, se hundía en el lodo, lo rascaba como si quisiera enterrarse en él, como si pudiera cavarse un escondrijo con las uñas. Aquello —él allí y ellos a su alrededor— era como la confirmación de un presagio, o de un sueño, predeterminado e irrevocable. No tenía dónde esconderse. Los alisos, que más arriba eran muy espesos, allí crecían más bien espaciados; los árboles más viejos no dejaban filtrar suficiente luz para los arbustos, y había penumbra: entre las gruesas raíces, se veían las huellas de los cascos de las vacas, y, aquí y allá, los planos hongos de las boñigas. No conseguiría escapar, siempre lo verían desde lejos. La carabina. Tener una carabina. No tenía carabina.
Quizás Baltazar hubiera tenido que ir al encuentro de todos con los brazos en alto. Pero, para eso, habría tenido que distinguir entre el incendio de la casa, sus propios fantasmas y la gente de Pogiry; éstos eran para él ejecuto res, estrechamente vinculados a todo lo demás. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, se le salían de las órbitas. Apretaba la piedra con la mano.
Golpeaban los troncos de los árboles como en una verdadera batida. Sus voces se acercaban. Hay que atribuir la táctica que adoptó entonces a un resto de presencia de espíritu que aún quedaba en él. En lugar de esperarlos, avanzó hacia ellos, hacia los que se acercaban por el lado de los campos. Atacándoles de improviso, conseguiría quizás huir. Pero pesaba demasiado, se hundía en el barro, no podía coger suficiente velocidad.
Se encontró frente a frente con un chico joven (según las chicas, el mejor bailarín de la región). Por poco cho can, y, a una distancia de dos pasos, le arrojó la piedra a la cara. Cuando se es un buen bailarín, es de suponer que se tiene mucha agilidad: el joven se inclinó, en un cuarto de segundo, y la piedra pasó silbando junto a su cabeza. Baltazar se protegió del filo del hacha saltando detrás de un árbol. Y estalló el griterío.
—¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Aquí está!
Corriendo otra vez, Baltazar se agarró con las dos manos a un arbolito y lo arrancó de raíz. Cómo lo hizo, no se sabe; era algo superior a las fuerzas humanas. Sosteniendo el arbolito a modo de una enorme maza, cubierto de barro, se encontró con los que venían hacia él de frente.
—¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Aquí está!
Las ovejas, a pleno sol, levantan nubes de polvo en los barbechos. Un erizo remueve las hojas debajo de un manzano. Una balsa se aleja de la orilla, y un hombre retiene por la brida a sus caballos que resuellan, aspirando el olor del agua. Muy alto en el cielo, por encima de los espacios cubiertos por el musgo de los bosques, vuelan grullas dejando oír sus cruu, cruu.
El encuentro tuvo lugar en un calvero. El aire silbó por el impulso de Baltazar y, en aquel mismo instante, un tronco le cayó sobre el brazo; sus dedos se abrieron y dejaron caer el arbolito. Un bichero, con su gancho de hierro, desuñado a deshacer los tejados a los que ha prendido el fuego, y su gruesa asta de fresno, sostenida con las dos manos por el hijo de Wackonis, dibujó un arco en el aire.
Si tan sólo fuera posible detener un solo instante lo que ocurre en todas partes, congelarlo, contemplarlo como encerrado en una bola de cristal, aislándolo del instante anterior y del instante posterior, y transformar así el hilo del tiempo en el océano del espacio. Pero no.