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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

El Valle del Issa (26 page)

Barbarka tenía veintidós años. Sus faldas revoloteaban, rozando sus muslos, mientras caminaba con creciente seguridad. Alzaba la barbilla, y los labios se le hinchaban en una sonrisa que denotaba fuerza. Se detuvo allí donde se abría la vista sobre los edificios de las dependencias y recorrió con la mirada los tejados, las poleas del pozo y el huerto de árboles frutales, como si fuera la primera vez.

Evidentemente, había que hacerlo de otra manera. Cómo, ya lo vería más adelante. Por ahora, no había trazado más que un esbozo de sus decisiones, pero ya era suficiente. Es saludable llorar, como ella acababa de hacerlo en casa de Masiulis. Algo da la vuelta en nuestro interior y, como en un relámpago, vemos el error de soportar nuestro destino con humildad. ¿Marcharse lejos de Borkuny? ¡De ninguna manera!

Así pues, la visita al brujo no había sido inútil, sólo que el resultado había sido el opuesto al que había desea do. Masiulis se había dejado llevar demasiado por sus propias pasiones, que eran saludables mientras incitaban a la sabiduría, pero no cuando lo dominaban. Su comportamiento fue claramente contrario a su vocación.

Romualdo estaba frente al establo arreglando un arado a golpes de martillo. Ya en la cocina, Barbarka se lavó la cara con la palma de la mano en el agua del cubo y se miró en un espejo. No quería que se notara nada. Para hacerlo con habilidad, tenía que sorprenderlo. Se pasó la lengua por los labios para que no parecieran resecos.

46

Lucas Juchniewicz lloriqueaba, sentado en un rincón del sofá. Se enternecía con la misma facilidad con que caía presa de la tristeza.

—Pero, querido Lucas —trataba de consolarlo la abuela Misia—, aún no ha ocurrido nada, a lo mejor no procederán a la parcelación.

—Sí, la harán —gemía—. Seguro. ¡Sinvergüenzas, ladrones, nos echarán a la calle con un saco a la espalda! ¿Dónde nos meteremos, pobres de nosotros? —y se secaba los ojos con el revés de la mano.

La hacienda, que desde hacía tiempo arrendaban los Juchniewicz, tenía, de hecho, que ser parcelada por no se sabe qué ley de reforma agraria, y no era fácil negarle a Lucas la razón. Tía Helena estaba sentada a su lado con una sombra de suave resignación en la mirada. El abuelo, sentado frente a ellos en una silla, carraspeaba.

—Os trasladaréis a vivir aquí, naturalmente. Incluso será mejor; nos ayudaréis en la hacienda. Además, con esta reforma, es preferible que Helena viva aquí.

—Pero José nos ha denunciado —suspiró Helena.

—Ese sinvergüenza, ya os lo decía yo. Tus lituanos son todos así —la abuela Misia se dirigía al abuelo, imitando burlonamente su modo de hablar—: esa gente buena, querida, no hará nada malo. ¡Sí, yo les daría con un látigo —¡con un látigo!—, y ya veríais si aprenderían!

El abuelo se ajustaba los gemelos de los puños, cosa que hacía siempre que se sentía inseguro.

—El funcionario me prometió que lo arreglaría. Claro, habrá que untarle bastante. Ese José no conseguirá nada.

—A mí, lo más sensato me parecería trasladarnos a la casa forestal. Para que vieran que usted, padre, vive en lo que es suyo, y yo en lo que es mío. En estas circunstancias, lo mejor es estar en su casa—afirmaba Helena.

Tomás apartaba la vista del libro, los escuchaba unos momentos, y, enseguida, sus voces volvían a ser un murmullo sin sentido. Se había calentado un hueco en la fría piel del sofá bajo la ventana. Detrás de la ventana del comedor, los gorriones piaban en la viña virgen, cuyos filamentos alcanzaban ya los bastidores. Las hojas de las agaves se erguían en el césped, doradas en el sol de la tarde.

—Pobrecito, chiquitín, se morirá —se burlaba la abuela Misia—. Bah, el toro ése no hace nada allí, se fabrica su alcohol casero para venderlo en Pogiry y andar borracho perdido todo el día. Está tan gordo que da asco verle. ¡Fuera! Echadlo y basta.

—Pero… se ha construido la casa con sus propias manos —trataba de justificar el abuelo—. También cuida del bosque. ¿Cómo quieres tratar así a un hombre?

—¡A un hombre! Aquí está la cosa, que no se trata de un hombre, sino de tu queridísimo Baltazar, de ese tesoro, de ese ojito derecho tuyo al que aprecias más que a tu propia hija.

—¡Pero Dios me libre de hacer daño a quien sea! —exclamaba Helena levantando los brazos con expresión de horror—. No lo he pensado ni por un momento. Podría encontrársele una vivienda aquí mismo, en la casa, y ayudaría. Szatybelko ya está muy viejo. O bien habría quizás una casa para él en la
kumietynia
.

Aquí, Tomás volvió a prestar atención, curioso de saber qué respondería el abuelo a esto.

—Sí, quizás la habría —asintió el abuelo—. Incluso sería una buena idea. Sólo que, sabes, Helena… eh… vivimos tiempos en que… eh… tú misma lo sabes tan bien como yo, si se disgustara y se enfadara… Tú misma debes comprender que lo más importante ahora es que… se apruebe la parcelación. De modo que… eh… no es el momento de crearse enemigos. Él conoce bien el bosque y podría… Ya tenemos bastantes problemas con José.

La amenaza de peligro actuó eficazmente sobre He lena y la abuela, de modo que no contestaron, Lucas se cogía la cabeza con las manos.

—¡Qué tiempos tan horribles nos ha tocado vivir! ¡Andar con pies de plomo con esos brutos, y hasta mimarlos! ¡Qué pesadilla!

—Pobre Lucas, ¿y si le diéramos un poco de valeriana? —insinuó la abuela, pero Helena no le hizo el más mínimo caso.

Para Tomás, Lucas era un personaje misterioso. Ningún adulto se comportaba como él, y sólo con verle le entraban ganas de reírse, pero allí nadie se reía, lo cual le hacía dudar de sí mismo. No obstante, Lucas llevaba pantalones largos, era el marido de Helena, sabía qué, cuándo y dónde había que sembrar y recoger. De modo que Tomás abrigaba la sospecha de que, detrás de aquel rostro, como de gutapercha, que tan pronto se deshacía en sollozos por exceso de ternura como se contraía en un gesto de desesperación total, se escondía otro Lucas, el auténtico, no tan tonto como parecía a primera vista. Sin embargo, nunca había podido tratar con aquel otro Lucas, más listo. Pero le parecía imposible que todo él fuera realmente sólo éste, y Tomás le atribuía una astucia especial: todo en él debía ser puro simulacro. Lucas se vestía también, para ciertas ocasiones, de distinta manera, como para ayudarse un poco en aquella comedia: llevaba pantalones estrechos a cuadros marrones, con una tira que le pasaba por debajo de la suela de los zapatos y un sombrero como los que se guardan en el fondo del viejo baúl, cubiertos de naftalina, de antes de la guerra del catorce.

Tía Helena lo trataba con afecto, pero, como pudo observar Tomás, lo menospreciaba totalmente. Lucas ja más expresaba una opinión propia.

—Si en casa de Baltazar pudiéramos disponer de una sola habitación, ya sería suficiente. Una sola habitación.

Para los funcionarios… ¡que vengan, que miren! —decía ahora Helena.

La abuela rezongó escandalizada.

—Pero Helena, ¿qué dices? ¿Así, en el bosque, como por caridad en casa de ese patán? ¡Qué horror!

—Bueno, no para siempre. Sólo así, de vez en cuando; convendría que corriera la voz de que la Juchniewiczowa vive en su propia hacienda. Papá podría exigirle esto, como mínimo.

—Está bien, hablaré con él, sí, lo haré. Claro que le hablaré —repetía inseguro el abuelo.

Tomás volvió a su libro, pero en seguida su atención se vio atraída por las invectivas que lanzaban contra José. Que si era un chauvinista, un fanático; que, si pudiera, los mataría; que si mordía por sorpresa, como los perros; que si le regalaban leña tan sólo por enseñarle aritmética al chico y que si le habían hecho tantos favores. Únicamente el abuelo no dijo ni una palabra, y sólo al cabo de un buen rato murmuró tímidamente:

—Desde su punto de vista, quizás tenga un poco de razón.

La abuela Misia juntó las manos y levantó los ojos al techo, tomando al cielo por testigo.

—¡Dios mío!

47

Se acercaba el gran día. En Borkuny, decidieron que no valía la pena ir hasta las lagunas del Issa, junto al pueblo de Janiszki; en primer lugar, porque están demasiado pobladas de ácoros que impiden avanzar libremente las barcas y, en segundo lugar, porque, al levantarse la veda, se llena de campesinos de la región, que disparan a tontas y a locas. La elección recayó sobre el lago Alunta; aunque quedara un poco lejos, «Verás Tomás, cuántos patos hay allí, ¡nubes enteras!». Decidieron también que Tomás llevaría la escopeta de Víctor, y éste dispararía con la escopeta a pistón; para utilizarla había que llevar una bolsa de accesorios: en un compartimiento iba la pólvora, en otro la munición, en un tercero los pistones y finalmente la estopa. La pólvora se dosificaba con una medida de metal y se vertía directamente en el cañón; luego, se introducía una porción de estopa, que se apretaba bien con la ayuda de una larga varilla de madera: sobre esto, se colocaba la munición y otro tapón de estopa, más pequeño. Al levantar el gatillo, quedaba al descubierto una varita de metal en la que se colocaba el pistón. Tomás sabía bajar suavemente el gatillo de una escopeta (se aprieta el disparador con un dedo y, con el otro, se sostiene el gatillo para que baje lentamente), pero, en un fusil a pistón, es distinto: se ve el fondo de la menuda cazuelita y no puede evitarse el temor de que el gatillo se escape al último momento y se produzca la descarga.

Tras discutir largamente sobre qué perros llevarían, decidieron que
Karo
se quedaría en casa, pues la caza del pato no hace sino estropear a los pointers, que luego hacen mal la muestra. Para levantar los patos, bastaba con
Zagraj
, sistemático y serio.
Dunaj
podría dejarse llevar por la fantasía de escapar hacia el bosque. En cuanto a
Lutnia
, era una actividad indigna de ella, demasiado fácil, y, además, estaba a punto de parir.

Aparejaron, pues, el carro de adrales, le echaron unas brazadas de heno y subieron en él Juchniewicz, Tomás, Dionisio, Víctor, y
Zagraj
. Se oyó restallar el látigo; tras las ruedas se levantaban nubes de polvo. To más yacía en el fondo y veía cómo huían hacia atrás las piedras, los árboles, las cercas de las casas. Romualdo silbaba, y Tomás le acompañaba; iban de viaje, estaban alegres. Antes de una hora, sacarían las provisiones de las bolsas y cada uno recibiría un pedazo de salchichón, comerían y seguirían dando saltos en los baches del ca mino. Deberían llegar antes del anochecer, dormirían allí y, al amanecer, rápido al agua. ¿Encontrarían allí alguna barca?, se inquietaba Tomás. Claro que sí, en aquella aldea todos tenían por lo menos una.

Las aguas se divisaban a lo lejos, azules y rojas a la luz de poniente. La ribera por la que avanzaban era es­carpada y, allá abajo, en el fondo, se veía el perfil del lago. Era ovalado, puntiagudo en un extremo. De este lado, los campos cubrían las colinas; al otro lado, en el centro del óvalo, una masa negruzca de la que emergía de vez en cuando, sobre el fondo del cielo, la pluma de un pino. Había por allá grandes marismas, y hacia ellas se dirigían. Allí, junto al camino, encima de un montículo que parecía construido artificialmente, se levanta ban las ruinas de un castillo y, más allá, empezaba ya la bajada que conducía a la aldea de Alunta.

En la cabaña, tomaron leche cuajada servida en una enorme escudilla, y, luego, ya casi de noche, Tomás trepó por la inclinada pendiente que llevaba al castillo. La luna llena empezaba a ascender en el silencio de los prados, aún tibios del día, y cantaban los grillos. Y allí mismo, casi a sus pies, brillaban las escamas de menudas olas. Tocó los grandes bloques de piedra que debieron conformar los muros o los fundamentos del castillo: ella había salido corriendo de allí para saltar al agua y morir ahogada. Romualdo le repitió lo que, desde tiempos remotos, se contaba acerca del castillo: cuando lo atacaron los Caballeros teutónicos, una sacerdotisa pagana prefirió suicidarse antes que rendirse. Nadie sabía nada más. Tomás imaginaba que habría ido corriendo con los brazos en alto, gritando, y que su blanca capa ondeaba tras ella en el aire. Pero también habría podido ocurrir de otra manera. Habría podido bajar despacio, ceñida con un cinturón de paño, una corona verde en la cabeza, en tonando cánticos a su dios e inclinándose lentamente en la orilla del lago. ¿Dónde estaría ahora su alma? ¿Conde nada por los siglos de los siglos, por no haber querido aceptar el bautismo? Los Caballeros teutónicos eran enemigos. Incendiaban, mataban, pero creían en Cristo, y el bautismo que impartían protegía de las penas del infierno. Quizás vagara su alma por allí y no estuviera ni en el cielo ni en el infierno. Tomás se sobresaltó, porque algo se movió a sus espaldas. Seguramente sería una rata y, a pesar de que había ido a las ruinas un poco en busca de aquel escalofrío, bajó corriendo para llegar cuanto antes al poblado y a las familiares voces de las personas, las vacas y las gallinas.

En el henil, junto a ellos,
Zagraj
suspiraba en sueños. Víctor había hecho un hueco en el heno en el que To más, más liviano, resbalaba todo el tiempo. En la oscuridad, alguien desconocido empezó a subir por una escalera de mano y pasó sobre ellos, pisándoles. «¿Quién es?», preguntó Romualdo, «¡Amigo!», contestaron, has ta que por fin se hizo el silencio; mirando una estrella por una rendija, Tomás se adormeció.

Cuando uno se despierta en el heno, tiene siempre la sensación de encontrarse en un sitio que no es el que uno creía. Tomás estaba en el mismo borde, y poco había faltado para que se cayera. Víctor no estaba junto a su cabeza, sino junto a sus pies: roncaba y silbaba por la nariz. En el gris amanecer, entrevió los pliegues arrugados de una manta en la que ahora no había nadie; Romualdo y Dionisio estaban profundamente dormidos y, sobre ellos,
Zagraj
. Tomás bostezó algo excitado, preguntándose si ya sería hora de despertarles, pero en aquel momento la puerta chirrió y se abrió, entró la luz y el frío, y alguien, desde abajo, gritó: «¡Señor Bukowski! ¡Es hora de levantarse!».

En el banco junto a la casa, hicieron los preparativos; Romualdo y Dionisio se colocaron las cartucheras al cinto, Tomás se llenó los bolsillos de cartuchos y bebieron sólo un poco de leche para no despertar a las mujeres, pues era domingo. El campesino y su hijo, que les acompañaban al lago, se arremangaron los pantalones hasta media pantorrilla y, de unos ganchos situados bajo el alero de la casa, descolgaron pértigas y largos remos.

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