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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (62 page)

Entonces, utilizando la lanza como una palanca, igual que lo habría hecho con un palo para darle la vuelta a un tronco o arrancar una raíz, aflojó la enorme roca y brincó hacia atrás mientras una cascada de piedras sueltas cubría el cadáver.

Antes de que se hubiera asentado el polvo, ya había sacado a Whinney del cañón. Ayla volvió a montar y comenzó el largo viaje de regreso a la caverna. Se detuvo unas cuantas veces para atender al hombre, y en una ocasión para arrancar raíces frescas de consuelda, aunque estaba indecisa entre el deseo de correr para poder atenderle y no abusar de las fuerzas de Whinney. Respiró más tranquila cuando tuvo al hombre al otro lado del río, más allá del recodo, y cuando vio la muralla saliente desde lejos. Pero sólo cuando se detuvo para cambiar la posición de los palos de la angarilla, justo antes de subir el angosto sendero, se permitió creer que había llegado a la cueva con el hombre vivo aún.

Llevó a Whinney hasta la caverna con la angarilla, después preparó un fuego para calentar agua antes de desatar al hombre inconsciente y llevarle como pudo hasta su lecho. Quitó los arreos de la yegua, la abrazó con gratitud, y se puso a examinar sus hierbas medicinales para coger las que necesitaba. Antes de iniciar los preparativos, respiró hondo y tocó su amuleto.

No podía aclarar aún sus pensamientos lo suficiente como para dirigir a su tótem una petición particular –estaba demasiado llena de inexplicable ansiedad y desesperanzas confusas–, pero necesitaba ayuda. Quería conseguir que la fuerza de su poderoso tótem apoyara sus esfuerzos para curar a aquel hombre. Tenía que salvarle. No estaba muy segura de por qué, pero nada había sido nunca tan importante para ella. Costara lo que costara, aquel hombre no debía morir.

Echó más leña y comprobó la temperatura del agua en la olla de cuero que estaba colgada justo encima del fuego. Cuando vio que salía vapor, agregó unos pétalos de caléndula. Sólo entonces se volvió hacia el hombre inconsciente. Por los arañazos del cuero que llevaba puesto, comprendió que tendría otros rasguños además de la herida de su muslo derecho. Tendría que quitarle la ropa, pero él no llevaba como ella un manto atado con correas.

Al mirar de cerca para saber cómo podría desnudarle, vio que cuero y piel habían sido cortados, dándole forma, en piezas unidas después mediante cuerdas para envolver sus brazos, piernas y cuerpo. Examinó atentamente las uniones. Le había cortado el pantalón para cuidarle la pierna, y decidió que aquél era el sistema conveniente. Se sorprendió aún más cuando, después de cortar la prenda exterior, encontró otra distinta de toda indumentaria conocida por ella. Trozos de concha, hueso, dientes de animal y plumas de ave de colores habían sido fijados con cierto orden. Se preguntó si sería una especie de amuleto. No le seducía tener que cortarla, pero no había otra manera de quitársela. Lo hizo con mucho esmero, tratando de seguir el diseño para no estropearlo demasiado.

Bajo la prenda adornada había otra que cubría la parte inferior del cuerpo. Envolvía por separado cada una de las piernas y estaba unida por una cuerda, después se juntaba y se ataba alrededor de la cintura como una bolsa, recubriéndolo por delante. Cortó también ésta, y de paso vio que, definitivamente, era un varón. Quitó el torniquete y retiró suavemente el cuero tieso y empapado en sangre de la pierna herida. En el camino de regreso había aflojado varias veces el torniquete, aplicando presión con la mano para controlar la hemorragia y permitir la circulación en la pierna. El uso de un torniquete podía significar la pérdida del miembro si no se conocían y aplicaban las medidas pertinentes.

Se detuvo de nuevo al llegar al calzado, que también tenía la forma del pie y estaba unido de manera conveniente; entonces cortó las correas que lo sujetaban y le descalzó. La herida de la pierna había vuelto a gotear, pero no con violencia, y Ayla examinó al hombre con detenimiento para comprobar la gravedad de sus heridas. Las demás laceraciones eran superficiales, pero existía el peligro de infección. Los cortes propinados por las garras de león tenían una maligna tendencia a enconarse; incluso los pequeños arañazos que le había inferido a ella Bebé solían hacerlo. Pero la infección no la preocupaba de momento; la pierna, sí. Y casi pasó por alto otra herida, un bulto enorme a un lado de la cabeza, probablemente causado por la caída cuando fue atacado. Ignoraba si sería grave, pero no podía perder tiempo investigando. La sangre estaba chorreando de nuevo por la herida.

Aplicó presión a la ingle mientras lavaba la herida con la piel curtida de un conejo, estirada y rascada hasta dejarla suave y absorbente, mojada en una infusión de pétalos de caléndula. El líquido era astringente a la vez que antiséptico, y lo utilizaría después para limpiar también la sangre que brotaba de heridas más leves. Limpió con mucho cuidado, por dentro y por fuera, empapando la herida con el líquido. Bajo el profundo corte exterior, una parte del músculo del muslo estaba desgarrada. Ayla lo espolvoreó generosamente con raíz molida de geranio y comprobó inmediatamente el efecto coagulante.

Sosteniendo con una mano el punto de presión, Ayla metió raíz de consuelda en el agua para enjuagarla. Después la masticó hasta reducirla a pulpa y la escupió en la solución caliente de pétalos de caléndula para utilizarla como cataplasma húmeda directamente sobre la herida abierta. Mantuvo la herida cerrada y colocó en su sitio el músculo desgarrado, pero en cuanto quitó las manos, la herida se abrió otra vez y el músculo se separó.

Volvió a sujetarlo, pero se separaba tan pronto como quitaba la mano. No creía que vendarlo fuerte sirviese para mantener el músculo en su sitio, y no quería que la pierna del hombre sanara incorrectamente y le provocase una debilidad permanente. «Si pudiera quedarse inmovilizado mientras cicatriza la herida», pensó, sintiéndose inútil y deseando tener a Iza consigo. Estaba segura de que la vieja curandera habría sabido lo que tenía que hacer, aunque Ayla no podía recordar ningún tipo de instrucciones respecto a cómo tratar un caso como aquél.

Entonces recordó algo más, algo que Iza le había dicho de sí misma al preguntarle Ayla cómo convertirse en una curandera del linaje de Iza. «Yo no soy tu verdadera hija», le había dicho. «Yo no tengo tu memoria. No sé realmente qué es tu memoria.»

Iza le había explicado entonces que su linaje tenía la posición más elevada porque ellos eran los mejores; cada madre había transmitido a su hija lo que sabía y había aprendido, y ella había sido adiestrada por Iza. Ésta le había transmitido todos los conocimientos que pudo, tal vez no todo lo que sabía, pero sí lo suficiente, porque Ayla tenía algo más. Un don, dijo Iza. «Niña, tú no tienes la memoria, pero posees un modo de pensar, un modo de comprender... y un modo de saber cómo ayudar.»

«Si se me ocurriera una forma de ayudar ahora a este hombre», pensó Ayla. Entonces se fijó en el montón de ropa que había cortado del cuerpo del herido y, de pronto, se le ocurrió una solución. Soltó la pierna y recogió la prenda de la parte inferior del cuerpo. Se habían cortado piezas que fueron unidas después con cuerda fina, una cuerda hecha de fibra. Examinó de qué manera estaban unidas, separándolas: la cuerda pasaba por un orificio que había en uno de los lados y por otro orificio en el lado opuesto, y se juntaban.

Ella había hecho algo parecido para dar forma a platos de corteza de abedul, abriendo agujeros y atando los extremos con un nudo. ¿No podría hacer algo parecido para cerrar la pierna del hombre? ¿Para sujetar el músculo hasta que la herida cicatrizara?

Se levantó rápidamente y regresó con lo que parecía ser un palito oscuro. Era una sección larga de tendón de ciervo, seco y duro. Con una piedra redonda y pulida, Ayla golpeó el tendón seco, partiéndolo en largas hebras de fibras blancas de colágeno. Lo deshebró y escogió una fina hebra del fuerte tejido conjuntivo y la sumergió en el líquido de caléndula. Al igual que el cuero, el tendón era flexible una vez húmedo, y si no era tratado, se endurecía al secarse. Cuando tuvo preparadas varias hebras, miró atentamente sus cuchillos y taladros tratando de encontrar los utensilios más apropiados para abrir orificios pequeños en la carne del hombre. Entonces recordó el manojo de astillas que había sacado del árbol partido por el rayo. Iza había utilizado astillas como aquéllas para abrir ampollas y tumefacciones que tenían que vaciarse. Servirían para sus fines.

Lavó la sangre que seguía saliendo, pero no sabía muy bien por dónde empezar. Cuando hizo un agujero con una de las astillas, el hombre se movió, quejándose. Iba a tener que hacerlo muy aprisa. Atravesó con el tendón duro el orificio abierto con la astilla, luego el orificio opuesto y unió ambas partes cuidadosamente antes de hacer un nudo.

Decidió no hacer demasiados nudos, puesto que no estaba muy segura de cómo podría soltarlos más adelante. Hizo cuatro nudos a lo largo de la herida, y dos más para mantener unida la parte del muslo desgarrado. Cuando terminó, sonrió ante los nudos de fibra que sostenían unida la carne y el músculo; pero la idea había funcionado. La herida ya no estaba abierta y el músculo se mantenía en su lugar. Si la herida sanaba limpiamente, sin infección, podría hacer buen uso de su pierna. Por lo menos, habían aumentado las probabilidades de que fuera así.

Hizo una cataplasma con la raíz de consuelda y envolvió la pierna en piel suave. A continuación lavó cuidadosamente los demás arañazos, sobre todo en el hombro derecho y en la correspondiente parte del tórax. El bulto de la cabeza la tenía preocupada, pero la piel no estaba rota, sólo hinchada. Con agua dulce hizo una infusión de flores de árnica y puso una compresa sobre la hinchazón, atándola con una correa delgada.

Sólo entonces se sentó sobre los talones. Cuando despertara, le podría administrar medicamentos, pero, por el momento, había atendido lo más necesario. Estiró una arruga minúscula de los vendajes de la pierna y entonces, por vez primera, Ayla le miró realmente.

No era tan robusto como los hombres del Clan, pero sí musculoso, y tenía las piernas increíblemente largas. El vello dorado que cubría de rizos su pecho se convertía en un halo aterciopelado en sus brazos. Tenía el cutis pálido. El vello de su cuerpo era más claro y fino que el de los hombres que ella había conocido; era más alto y más esbelto, pero no muy diferente. Su virilidad flácida reposaba sobre rizos suaves y dorados. Tendió la mano para comprobar la textura, pero la retiró. Vio que tenía una cicatriz reciente y no totalmente desaparecida en las costillas. Sin duda hacía poco que se había restablecido de una herida anterior.

¿Quién le habría atendido? ¿Y de dónde vendría?

Se acercó más para verle el rostro. Era plano en comparación con los rostros de los hombres del Clan. Su boca, en calma, era de labios gruesos, pero sus mandíbulas no sobresalían tanto. Tenía una barbilla fuerte, con un hoyo. Ella tocó el suyo y recordó que también su hijo lo tenía, pero ningún otro miembro del Clan. La forma de la nariz de aquel hombre no era muy diferente de las narices del Clan: de caballete alto, angosto; pero era más pequeña. Sus ojos cerrados estaban muy separados y parecían saltones; entonces se dio cuenta de que no tenía las cejas tan salientes. Su frente, surcada por ligeras arrugas de preocupación, era recta y alta. Para ella, acostumbrada a ver sólo gente del Clan, la frente era protuberante. Puso la mano en la frente de él y después palpó la suya: eran iguales. Desde luego tuvo que parecerles una criatura muy rara a los del Clan.

Tenía el cabello largo y lacio; en parte estaba sujeto en la nuca por una correa, pero, en conjunto, constituía una masa enmarañada... y amarilla. Era como el de ella, pero más claro. En cierto modo, familiar. Entonces, sobresaltada al reconocerlo, recordó: ¡su sueño! Su sueño sobre el hombre de los Otros. No podía verle el rostro, ¡pero tenía el cabello amarillo!

Tapó al hombre y acto seguido se dirigió rápidamente hacia fuera, a la terraza, quedándose sorprendida al ver que aún era de día; según el sol, el principio de la tarde. Habían ocurrido tantas cosas y había gastado tanta energía mental, física y emocional, y con tal intensidad, que parecía que debiera ser mucho más tarde. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero éstos se entremezclaban en una confusión total.

¿Por qué habría decidido cabalgar ese día hacia el oeste? ¿Por qué tuvo que encontrarse allí precisamente cuando él gritó? Y entre todos los leones cavernarios de la estepa, ¿por qué fue precisamente a Bebé a quien encontró en el cañón? Sin duda su tótem la condujo hasta aquel sitio. ¿Y su sueño con el hombre de cabello amarillo? ¿Sería éste el hombre? ¿Por qué fue llevado hasta allí? No estaba segura de la importancia que llegaría a tener en su vida, pero sabía que ya nunca sería lo mismo. Había visto el rostro de los Otros.

Se dio cuenta de que Whinney le tocaba la mano con el hocico y se volvió. La yegua puso la cabeza sobre el hombro de la mujer, y Ayla tendió los brazos, rodeó con ellos el cuello de Whinney y después apoyó su cabeza. Allí se quedó, pegada al animal, como si quisiera aferrarse a su modo de vida familiar y cómoda, algo temerosa respecto al futuro. Entonces acarició a la yegua, dándole golpecitos, y notó el movimiento de la cría que llevaba dentro.

–Ya no falta mucho, Whinney. Me alegro de que me hayas ayudado a traerle; sola no me habría sido posible.

«Será mejor que vuelva a ver si está bien», pensó, nerviosa de que pudiera ocurrirle algo si lo dejaba solo un instante. No había cambiado de postura, pero se quedó a su lado, observando cómo respiraba, incapaz de apartar de él la mirada. Entonces, se fijó en una anomalía: no tenía barba. Todos los hombres del Clan tenían barba, barba morena y tupida. ¿Los hombres de los Otros no tendrían barba?

Le tocó la mandíbula y sintió el rastrojo: tenía algo de barba, ¡pero tan corta! Movió la cabeza, perpleja; parecía muy joven. Aunque era alto y musculoso, de repente pareció más un muchacho que un hombre.

El hombre volvió la cabeza, gimió y murmuró algo. Sus palabras eran incomprensibles, pero había en ellas cierta cualidad que le hizo sentir que debería comprender. Le puso la mano en la frente y en la mejilla y sintió que subía el calor de la fiebre. «Será mejor que trate de darle algo de corteza de sauce», pensó, volviendo a levantarse.

Miró entre su provisión de hierbas medicinales en busca de la corteza de sauce. Nunca se había parado a pensar por qué mantenía toda una farmacopea, siendo así que no tenía que cuidar a nadie más que a sí misma; sólo lo había hecho por costumbre. Ahora se alegraba. Había muchas plantas que no encontró en el valle ni en la estepa y que abundaban, en cambio, alrededor de la caverna, pero con lo que tenía bastaba, y además estaba agregando algunas que eran desconocidas más al sur. Iza le había enseñado a probar la vegetación desconocida consigo misma, para alimento y medicina, pero todavía no estaba del todo satisfecha con las novedades, en todo caso no lo suficiente para probarlas con el hombre.

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