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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (61 page)

Durante los peores momentos de la inundación turbulenta, Ayla despertó sobresaltada, en medio de la noche, a causa de un crujido apagado, como un trueno, debajo de ella. Se quedó petrificada; no supo cuál había sido la causa hasta que el nivel de las aguas descendió. El choque de un bloque enorme de roca contra la muralla había producido oleadas a través de la piedra de la caverna. Un trozo de la barrera rocosa se había roto bajo el impacto, y una voluminosa sección de la muralla yacía en medio del río.

Obligado a buscar un nuevo camino para rodear el obstáculo, el río cambió su curso. La rotura de la pared constituyó un desvío conveniente, pero la playa quedó más angosta. Una parte importante de la acumulación de huesos, madera flotante y guijarros de la playa, había sido barrida. El propio bloque, que parecía de la misma clase de roca que el cañón, se había alojado en las inmediaciones de la muralla.

Sin embargo, a pesar de la redistribución de las rocas y el desarraigo de árboles y arbustos, sólo los más débiles habían sucumbido. La mayor parte de la maleza perenne verdeó, apoyada en sus raíces bien asentadas, y nuevas plantas llenaron cada una de las grietas vacantes. La vegetación cubrió rápidamente las recientes cicatrices de roca y suelo, dándoles la ilusión de permanencia. Pronto pareció como si el paisaje cambiado hubiera sido siempre el mismo.

Ayla se adaptó a los cambios. Encontró sustituto para cada bloque de piedra o trozo de madera empleados para fines determinados. Pero el acontecimiento dejó su marca en ella; su caverna y el valle dejaron de parecerle seguros. Cada primavera pasaba por un período de indecisión; porque si iba a dejar el valle y dedicarse a la búsqueda de los Otros, tendría que ser en primavera. Necesitaba disponer del tiempo necesario para el viaje, y para encontrar otro lugar donde poder establecerse para el invierno si no encontraba a nadie.

Aquella primavera la decisión resultaba más difícil que nunca. Después de su enfermedad, tenía miedo de verse atrapada a mediados de otoño o a principios de invierno, pero su caverna no le parecía ya tan segura como antes. Su enfermedad no sólo había afinado sus percepciones en cuanto al peligro de vivir sola, sino que le había hecho parar mientes en su falta de compañía humana. Incluso después de que sus amigos animales hubiesen vuelto, no habían llenado el vacío de la misma forma. Eran cálidos y sensibles, pero no podía comunicarse con ellos en términos simples. No podía compartir ideas ni relatar una experiencia; no podía narrar un cuento ni expresar asombro ante un nuevo descubrimiento ni recibir como respuesta una mirada de reconocimiento. No tenía a quien confiar sus temores ni quien la consolara de sus penas, pero ¿cuánto de su independencia y libertad estaría dispuesta a perder a cambio de seguridad y compañía?

No se había percatado del todo de lo encerrada que había vivido hasta que probó la libertad. Le gustaba tomar sus propias decisiones, y no sabía nada de la gente de quien había nacido, nada de su existencia anterior a la época en que el Clan la había adoptado. No sabía cuánto exigirían los Otros; sólo sabía que a ciertas cosas no estaba dispuesta a renunciar. Whinney era una de ellas. No iba a renunciar de nuevo a la yegua; tampoco sabía si estaría dispuesta a renunciar a la caza, pero ¿y si no la dejaban reír?

Había una pregunta más importante: aunque trataba de no reconocerlo, hacía que todas las demás fueran insignificantes. ¿Y si encontraba a algunos de los Otros y no la aceptaban? Cabía en lo posible que un clan de Otros no quisiera admitir a una mujer que insistía en tener una yegua por compañera, o que se empeñaba en cazar o reír, pero ¿y si la rechazaban aunque estuviera dispuesta a ceder en todo? Mientras no los encontrase podía conservar las esperanzas. Pero ¿y si tuviera que pasarse la vida entera sin nadie más?

Estos pensamientos acosaban su mente desde el instante en que las nieves comenzaron a fundirse, y se sintió aliviada al ver que las circunstancias aplazaban el tener que tomar una decisión. No se llevaría a Whinney del valle familiar antes del parto. Sabía que las yeguas solían parir en primavera. La curandera que había en ella, la que había ayudado en suficientes alumbramientos humanos para saber que podría producirse en cualquier momento, vigilaba atentamente a la yegua. No intentó salir de caza, pero a menudo cabalgaba a modo de ejercicio.

–Thonolan, creo que hemos perdido el camino del Campamento Mamutoi. Me parece que estamos demasiado al este –dijo Jondalar. Iban siguiendo la pista de una manada de ciervos gigantes para reponer las provisiones, que se estaban acabando.

–Yo no... ¡Mira! –de repente se habían encontrado con un macho de astas palmeadas, que medía tres metros y medio. Thonolan señaló al inquieto animal, preguntándose si sentiría el peligro. Jondalar esperaba oír un bramido de alarma cuando, antes de que el macho pudiera avisar, una cierva se apartó y echó a correr directamente hacia ellos. Thonolan arrojó la lanza con punta de pedernal a la manera que habían aprendido de los Mamutoi, de modo que la hoja ancha y plana se deslizaba entre las costillas; su puntería fue buena, la cierva se desplomó casi a sus pies.

Pero antes de que pudiera ir en busca de su presa, descubrieron el porqué de la inquietud del macho y la causa de que la cierva se hubiera poco menos que precipitado hacia la lanza: puestos en guardia, observaron a una leona cavernaria que se aproximaba a ellos a grandes saltos. La depredadora pareció confusa al ver caída a la cierva, pero fue sólo un instante; no estaba acostumbrada a que sus presas cayeran muertas antes del ataque; pero no vaciló: olfateando para asegurarse de que la cierva estaba bien muerta, la leona aferró sólidamente el pescuezo entre los dientes y, arrastrando la cierva entre sus patas delanteras, bajo su cuerpo, se la llevó.

Thonolan estaba indignado.

–Esa leona nos ha robado nuestra presa.

–Esa leona estaba acechando a los ciervos, y si cree que es su presa, no voy a discutir con ella.

–Pues yo sí.

–No seas ridículo –rezongó Jondalar–. No vas a arrebatarle una cierva a una leona cavernaria.

–No se la voy a dejar sin haberlo intentado.

–Déjasela, Thonolan. Podemos encontrar más ciervos –dijo Jondalar siguiendo a su hermano, que había echado a correr detrás de la leona.

–Sólo quiero ver adónde se la lleva. No creo que sea una leona de familia..., las demás estarían ya a estas horas dando buena cuenta de la cierva. Creo que es nómada y que se la lleva para esconderla de los otros leones. Podemos ver adónde se la lleva. La soltará en cualquier momento, y entonces podremos conseguir algo de carne fresca.

–No quiero carne fresca de la presa de un león cavernario.

–No es su presa, es la mía. Esa cierva tiene todavía mi lanza en su cuerpo.

De nada servía discutir. Siguieron a la leona hasta un cañón ciego, cubierto de piedras caídas de las murallas. Esperaron, observando, y como Thonolan lo había previsto, la leona se fue poco después. Él echó a andar hacia el cañón.

–¡Thonolan, no te metas ahí! No sabes cuándo regresará esa leona.

–Sólo quiero recuperar mi lanza, y coger quizá un poco de carne –Thonolan echó a andar por el borde y bajó entre piedras sueltas hasta el cañón. Jondalar le siguió de mala gana.

Ayla se había familiarizado tanto con el territorio al este del valle, que llegó a aburrirse, sobre todo desde que no cazaba. Los días habían sido grises y lluviosos, de modo que cuando un cálido sol expulsó las nubes matutinas y ella estaba preparada para cabalgar, no pudo soportar la idea de volver a recorrer el mismo terreno.

Después de sujetar las canastas de viaje y los palos de la angarilla, condujo a la yegua por el empinado sendero y rodearon la muralla más corta. Decidió seguir valle abajo en vez de pasar a la estepa. Al final, allí donde el río tomaba la dirección sur, divisó la pendiente empinada y pedregosa que había escalado anteriormente para mirar hacia el oeste, pero pensó que las patas de la yegua no pisaban con seguridad. Eso la incitó, sin embargo, a cabalgar más allá para ver si encontraba una salida más asequible hacia el oeste. Mientras seguía el camino hacia el sur, buscaba con curiosidad anhelante: se encontraba en un nuevo territorio y se preguntaba por qué no lo habría visitado hasta entonces. La alta muralla descendía en una pendiente más suave. Al ver un cruce más fácil, hizo girar a Whinney y se metió por allí.

El paisaje era del mismo estilo de pradera abierta. Sólo los detalles resultaban diferentes, pero eso lo hacía más interesante. Cabalgó hasta encontrarse en una zona algo más quebrada, con cañones abruptos y mesetas recortadas. Había llegado más lejos de lo que pensaba, y al acercarse a un cañón, pensó en dar media vuelta. Entonces oyó algo que le heló la sangre en las venas e hizo que su corazón palpitara con fuerza: el rugido atronador de un león cavernario... y un alarido humano.

Ayla se detuvo, oyendo cómo le golpeaba la sangre en los oídos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba un sonido humano, pero sabía que era humano y algo más. Sabía que quien acababa de lanzarlo era alguien de su misma especie. Se quedó tan estupefacta que no podía pensar. El alarido la atraía..., era una llamada, una petición de ayuda. Pero no podía enfrentarse a un león cavernario... ni exponer a Whinney.

La yegua sintió su angustia y se volvió hacia el cañón aunque la señal que había hecho Ayla con su cuerpo había sido mínima. Ayla se acercó lentamente al cañón, desmontó y miró. Era ciego, sólo había una muralla pedregosa al fondo. Oyó el gruñido del león cavernario y vio su melena rojiza. Entonces comprendió la causa por la que Whinney no se había mostrado nerviosa.

–¡Es Bebé! ¡Whinney, es Bebé!

Corrió cañón adentro, olvidándose de que pudiera haber otros leones cavernarios y sin considerar que Bebé había dejado de ser su joven compañero para convertirse en un león adulto. Era Bebé... y sólo eso importaba. No temía a su león cavernario. Trepó por unas rocas dentadas para acercarse a él. Bebé se volvió enseñándole los dientes y gruñendo.

–¡Ya, Bebé! –le ordenó con señal y sonido. Él se detuvo sólo un instante, pero para entonces ya estaba ella a su lado empujándole para poder ver su presa. La mujer era demasiado familiar y su actitud demasiado segura para que él se resistiera. Se apartó como lo había hecho siempre que se acercaba a él y su presa, porque quería quedarse con la piel o con un trozo de carne para comer ella. Y Bebé no tenía hambre. Se había alimentado con el ciervo gigante que le proporcionó su leona. Sólo había atacado en defensa de su territorio... y después vaciló. Los humanos no eran presa suya; el olor que despedían se parecía demasiado al de la mujer que le había criado, un olor que era a la vez de madre y de compañera de caza.

Ayla vio que eran dos. Se arrodilló para examinarlos. Su preocupación principal era de curandera, pero sentía asombro y curiosidad al mismo tiempo. Sabía que eran hombres, aunque eran los primeros hombres que veía de los Otros. No había podido imaginar un hombre, pero tan pronto como vio a aquellos dos, comprendió por qué Oda había dicho que los hombres de los Otros se parecían a ella.

Supo inmediatamente que no había nada que hacer con el hombre de cabello negro. Estaba tendido en posición antinatural, con el cuello roto; las señales de dientes en su garganta lo explicaban. Aunque jamás le había visto antes, su muerte la entristeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas de pesar; sentía haber perdido algo valioso antes de haber tenido la oportunidad de apreciarlo. Estaba desolada porque la primera vez que veía a uno de los suyos estaba muerto.

Habría querido reconocer su condición humana, honrarla con una sepultura, pero al ver de cerca al otro hombre, comprendió que sería imposible. El hombre de cabello amarillo seguía respirando, pero la vida se le escapaba a borbotones por un corte que tenía en la pierna. Su única esperanza residía en llevárselo a la caverna cuanto antes para poder curarle. No había tiempo para un entierro.

Bebé olfateó al hombre de cabello oscuro, mientras ella se esforzaba por cortar la hemorragia de la pierna del otro hombre con un torniquete improvisado con su honda y una piedra para hacer presión. Apartó al león del cadáver. «Sé que está muerto, Bebé, pero no es para ti», pensó. El león cavernario saltó desde el saliente y fue a asegurarse de que su ciervo seguía en la hendidura de la roca donde lo había dejado. Unos gruñidos familiares indicaron a Ayla que se disponía a comer.

Cuando la hemorragia se convirtió en un goteo, Ayla silbó para que se acercara Whinney y se puso a preparar la angarilla. Ahora Whinney estaba más nerviosa y Ayla recordó que Bebé tenía compañera. Acarició y abrazó a la yegua para tranquilizarla. Examinó la estera sólida entre los dos palos y decidió que sostendría al hombre de cabello amarillo, pero no sabía qué hacer con el otro. No quería dejárselo a los leones.

Cuando volvió a trepar, vio que la piedra suelta del cañón ciego parecía inestable; muchas piedras habían caído amontonándose tras un bloque que tampoco parecía muy estable. De repente recordó el entierro de Iza. La vieja curandera había sido tendida en una depresión poco profunda del suelo de la caverna; acto seguido se depositaron encima de ella montones de piedras y bloques enteros; eso le dio una idea. Arrastró el cadáver hasta la parte de atrás del cañón ciego, cerca de donde estaban los deslizamientos de piedras sueltas.

Bebé regresó para ver lo que estaba haciendo, con el hocico ensangrentado por la carne de ciervo. La siguió hasta el otro hombre y le olfateó mientras Ayla le arrastraba; allá abajo esperaba la yegua, inquieta con la angarilla.

–Ahora quítate del camino, Bebé.

Al tratar de llevarse al hombre hasta la angarilla, los ojos de éste parpadearon, y se quejó; después cerró de nuevo los ojos; Ayla prefería que estuviera inconsciente porque era pesado, y los esfuerzos para llevárselo tendrían que resultarle dolorosos. Cuando por fin lo tuvo envuelto y bien sujeto en la angarilla, volvió al saliente de piedra con una larga y fuerte lanza, y pasó por detrás. Miró al muerto y lamentó su muerte. Entonces apoyó la lanza contra la roca, y con los movimientos silenciosos y formales del Clan, se dirigió al mundo de los espíritus.

Había observado a Creb, el viejo Mog-ur, cuando enviaba el espíritu de Iza al otro mundo, con sus elocuentes movimientos fluidos. Había repetido esos mismos movimientos al encontrar el cadáver de Creb en la caverna después del terremoto, si bien nunca había sabido con exactitud todo el significado de los ademanes sagrados. Eso no importaba..., sabía cuál era la intención. Los recuerdos acudieron en tropel a su mente y los ojos se le llenaron de lágrimas durante el bello y silencioso ritual por el extraño desconocido, y lo encaminó hacia el mundo de los espíritus.

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