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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (20 page)

—Me avengo, Tanis —murmuró el coronel y se relajaron sus facciones, una nota de tibieza enriqueció el acento fríamente correcto que antes presidiera su diálogo—. Iré a Palanthas contigo, movilizaré a los Caballeros de Solamnia y reforzaremos la Torre del Sumo Sacerdote para prevenirnos contra posibles incursiones. Como antes he indicado, nuestros espías anuncian que algo desacostumbrado bulle en Sanction. En cualquier caso, aunque se trate de una falsa alarma, a mis seguidores no les vendrá mal ejercitarse después de tan larga tregua. Todos se beneficiarán de un período de prácticas al aire libre.

Tomada su decisión, Gunthar procedió a organizar un pequeño caos doméstico. Llamó a gritos a Wills, su sirviente personal, y ordenó en una batahola arrolladora que le bruñesen la armadura y afilaran su espada, mientras, en el patio, los caballerizos preparaban el grifo. Pronto corrieron de un lado a otro los afanosos criados y el ama que siempre había residido en la mansión entró, resignada, en la sala, para insistir en que se arropase en su capa forrada de piel, pese a la vecindad de las Fiestas de Primavera, dada la inestabilidad climatológica.

Aturdido en medio de la confusión, Tanis volvió junto a la chimenea, recogió su jarra de cerveza y tomó asiento para saborearla mejor. Pero, después de todo, no la degustó, apenas se mojó los labios. Al contemplar las llamas, vislumbró, una vez más, una sonrisa embrujadora, ambigua, enmarcada en unos tirabuzones de oscuro cabello, no menos irresistibles.

Capítulo 6

El maestro

Crysania no tenía idea de cuánto tiempo llevaban Raistlin y ella recorriendo las tierras distorsionadas, bañadas en matizaciones rojizas que configuraban el Abismo. El transcurso de las horas se había convertido en un concepto trivial, intranscendente, ya que en ocasiones le asaltaba la impresión de haber permanecido en aquellos parajes unos breves segundos y poco después quedaba convencida de que su odisea a través del monótono y, a la vez, mudable territorio se había prolongado años enteros, sin que esta circunstancia alterase nada. Se había curado de los efectos del veneno, pero se sentía débil, exhausta, y los arañazos que tenía en los brazos no le cicatrizaban. Cada mañana, si así podía llamarse a la ligera intensificación de la claridad, renovaba las vendas, para hallarlas al anochecer saturadas de sangre.

Estaba hambrienta. Pero su apetito no era tanto la necesidad de alimentos sólidos para conservar la vida como un ansia de saborear una fresa, o un bocado de pan recién horneado o, también, una rama de menta. No la acuciaba la sed, pero soñaba a menudo en un manantial de agua nítida, en una copa de vino espumeante y en el aroma, tan difícil de percibir en el mundo onírico, del té aderezado con canela. En este país el líquido presentaba colores pardos y olía a putrefacción.

Avanzaban, o eso afirmaba Raistlin. El nigromante recobraba las fuerzas a medida que la sacerdotisa las perdía. Ahora, pues, era él quien ayudaba a su compañera a caminar en los tramos difíciles, quien encabezaba la marcha sin descanso, atravesando una ciudad tras otra y acercándose, según aseguraba a la languideciente mujer, a la Morada de los Dioses. Los pueblos, imágenes distorsionadas de la realidad, que surcaban la región se mezclaban confusos en la mente de Crysania, que no acertaba a distinguir los refugios que-shu de Xak Tsaroth. Cruzaron el Mar Nuevo del Abismo, una singladura espeluznante en la que la dama, al asomarse a la superficie de las aguas, se enfrentó a los semblantes despavoridos de todos cuantos habían muerto en el Cataclismo.

Desembarcaron en un punto que Raistlin identificó como Sanction. La sacerdotisa notó que flaqueaban sus energías más que en ningún otro episodio de su itinerario y así se lo comunicó al mago, quien le explicó que era del todo normal puesto que se trataba del centro de culto por antonomasia de la Reina de la Oscuridad. Los seguidores de la diosa peregrinaban hasta la urbe desde recónditos confines para adorarla en los templos, construidos en los subterráneos de las montañas llamadas Señores de la Muerte. Durante la guerra, según el relato del hechicero, se realizaron en tales vericuetos los ritos que metamorfosearon a los incubados hijos de los Dragones del Bien en viles y aviesos draconianos.

Nada digno de mención ocurrió durante largo rato, o acaso habría que decir en unos instantes. Nadie se volvió a fin de examinar a Raistlin por segunda vez, nadie reparó en Crysania ni siquiera una, como si fuera invisible. Jalonaron la ciudad de Sanction sin novedad, el archimago más firme y confiado a cada paso. Ya en las afueras, anunció a su acompañante que su objetivo estaba próximo, que la Morada de los Dioses se encontraba en una hondonada de las Montañas Khalkist, hacia el norte.

Cómo podía orientarse en aquellos desfigurados paisajes escapaba al entendimiento de la sacerdotisa, incapaz de discernir la dirección en que avanzaban sin la guía del sol, las lunas ni las estrellas. Nunca era del todo de noche ni tampoco de día, reinaba una luminosidad intermedia semejante, en su flamígera aureola, por igual al alba y al crepúsculo, con la única salvedad de los fugaces tránsitos a los que antes se ha aludido. Pensaba la mujer en tan fantasmales portentos, arrastrando los pies junto al mago y olvidada toda atención al trayecto dada la ausencia de hitos, cuando aquél se detuvo de forma repentina. Al oírle inhalar aire en un ronco suspiro, al tantear su brazo más cercano y hallarlo rígido, Crysania alzó la vista, alarmada.

Un hombre de mediana edad, ataviado con las albas vestiduras de un maestro, caminaba por la vereda hacia la pareja.

—Recitad las palabras después de mí, recordando que es importante darles la inflexión adecuada.

Despacio, pronunció las frases. También despacio, en fiel imitación de su ritmo, la clase las repitió. Todos excepto uno.

—¡Raistlin!

Se hizo el silencio entre los alumnos.

—¿Maestro?

Fueron tres sílabas, pero el aludido no se molestó en disfrazar el tono de mofa que las ribeteaba.

—No he observado el movimiento de tus labios.

—Quizá se deba a que no los he despegado —replicó el discípulo.

Si algún otro hubiera proferido tan desvergonzado comentario, los jóvenes estudiantes de hechicería habrían intercambiado risas de complicidad, pero todos sabían que Raistlin les profesaba idéntico desdén que al profesor y, en consecuencia, le espiaron iracundos y se agitaron incómodos en sus pupitres.

—Conoces ya la fórmula del encantamiento, ¿verdad, aprendiz?

—Por supuesto que sí —le espetó el muchacho—, desde que tenía seis años. ¿Acaso a ti te la enseñaron anoche?

El maestro bramó, echando chispas por los ojos y con la faz purpúrea a causa de la rabia:

—¡Esta vez has ido demasiado lejos! No puedo consentir que adquieras el hábito de insultarme. El aula se desvaneció del campo de visión del joven, se disolvió en el vacío. Sólo el maestro se mantuvo inmutable, mientras, bajo su escrutinio, los blancos ropajes que le cubrían se transformaban en una túnica de nigromante. Aquellos rasgos fláccidos, anodinos, de persona insípida se transformaron hasta investirse de la sutil malevolencia de la perversidad, al mismo tiempo que aparecía en derredor del cuello un talismán, un enorme rubí a guisa de colgante.

—Fistandantilus —lo reconoció Raistlin, demasiado asombrado para gritar.

—Volvemos a encontrarnos, aprendiz, aunque en una situación muy diferente. ¿Qué ha sido de tu magia?

El arcano personaje prorrumpió en carcajadas y acarició, con dedos marchitos, la alhaja que pendía sobre el terciopelo.

Un espasmo de pánico estremeció al alumno, restituido a su condición de humano adulto. ¿Preguntaba el archimago por su magia? Se había evaporado. Consciente del peligro, trémulas sus manos, hizo un esfuerzo para invocar un sortilegio defensivo, pero los versículos giraban en un torbellino en su cerebro y se deslizaban hacia simas inexpugnables antes de que los atrapara en su zarpa. Una bola de fuego brotó de las llamas de su adversario, y ensayó un angustiado alarido.

«¡El Bastón de Mago!», se dijo de pronto. Sin duda los poderes del cayado no resultaron afectados al internarse en el abismo, así que lo alzó en el aire y, sosteniéndolo en alto, le exhortó a protegerle. De nada sirvió. El bastón empezó a ondularse y enroscarse sobre sí mismo.

—¡Obedece mi mandato! —le imprecó, con la premura que le dictaban a la par la furia y el terror.

Mientras formaba resbaladizos tirabuzones, el que fuera un objeto inanimado descendió por su brazo. No era ya un bastón sino una descomunal serpiente, que clavaba los colmillos en su carne.

Entre aullidos lastimeros, Raistlin cayó de rodillas y se debatió a la desesperada para eludir la emponzoñada mordedura del ofidio. Pero, en su lucha contra un enemigo, había olvidado al otro. Resonaron en sus tímpanos los intrincados cánticos de un hechizo y, al levantar la vista, constató que Fistandantilus se había esfumado y ocupaba su lugar un espectro, un elfo oscuro. Era aquélla la criatura que hubo de derrotar en la fase definitiva de la Prueba.

No había reaccionado a la presencia del muerto viviente cuando éste, a su vez, fue reemplazado por Dalamar. Sin concederle una tregua, el acólito le lanzó un relámpago ígneo. El proyectil dio paso a una espada, que se incrustó en su vientre hecha daga, esgrimida por un enano barbilampiño.

Un incendio abrasador socarró su piel, el acero ensartó sus órganos, los colmillos perforaron sus sudorosos poros. Tuvo la sensación de zambullirse en la negrura, condenado sin remedio, pero en el último instante le deslumbró un haz de luz blanca, le envolvieron unos pliegues de igual color y le arropó un pecho blando, cálido.

El mago sonrió, pues las convulsiones que castigaban aquel cuerpo que escudaba al suyo y los plañidos de dolor le revelaban que las armas lastimaban a su dueña, a la sacerdotisa, no a él.

Capítulo 7

El viejo colega

—¡El caballero Gunthar, qué inesperado placer! —saludó Amothus, Señor de Palanthas, poniéndose en pie—. También me alegra mucho verte a ti, Tanis. Presumo que ambos habéis venido para dirigir los preparativos de las celebraciones que se avecinan, la Fiesta de la Paz. Me complace sobremanera que este año podamos iniciarlos con la suficiente antelación. Yo o, mejor dicho, el comité y yo pensamos…

—Te equivocas —le sacó Gunthar de su error, a la vez que recorría la sala de audiencias de la máxima autoridad de la urbe y la examinaba con ojo crítico, calculando ya mentalmente qué medidas se tomarían si se hacía imprescindible fortificarla—. El propósito de nuestra visita es discutir la defensa de tu ciudad.

Amothus observó con un pestañeo de perplejidad al adalid de la Orden solámnica, que se había acercado a la ventana.

—Demasiadas cristaleras —protestó el coronel al cabo de unos segundos, una aseveración que incrementó hasta tal extremo el asombro del mandatario que éste, como si fuera culpable, balbuceó una disculpa y se inmovilizó desconcertado en el centro de la estancia.

—¿Hemos sido atacados? —se aventuró a indagar, transcurridos unos minutos de inspección por parte del recién llegado.

Gunthar dirigió a Tanis una penetrante mirada. Con un suspiro, el semielfo recordó a Amothus en actitud de delicada cortesía la advertencia del elfo oscuro, Dalamar, acerca de los planes que había concebido Kitiara, la Señora del Dragón, de entrar en Palanthas a fin de ayudar a su hermano Raistlin, amo de la Torre de la Alta Hechicería, en su lucha contra la Reina de la Oscuridad.

Concluido tan complicado parlamento, que habría sumido en la confusión a cualquiera que no conociera de antemano sus maquinaciones, el digno oyente declaró:

—¡Ah, sí! Pero no creo que debáis preocuparos por Palanthas. —Y ondeó una mano displicente, cual si ahuyentara una mosca—. La Torre del Sumo Sacerdote, Gunthar…

—He dado orden de reforzar la guarnición —repuso el interpelado, en una brusca interrupción que denotaba su impaciencia—. He doblado el contingente de tropas en ese punto estratégico, ya que es allí donde más cruento será el asalto. No existe otro medio de alcanzar Palanthas salvo el mar, y ostentamos una absoluta supremacía en el elemento acuático. No, el adversario avanzará por tierra si bien, celoso de mi deber, he de tomar precauciones. Quiero estar seguro de que, en el caso improbable de que sufriéramos un revés o nos tendieran una trampa, Palanthas será capaz de salvaguardarse a sí misma.

Ahora que había tomado las riendas de la acción, Gunthar se lanzó a la carga. Saltando imaginariamente sobre el obstáculo que le oponía Amothus cuando insinuó, disgustado, la conveniencia de elaborar las tácticas con sus generales, arreció el galope y no tardó en dejar al mandatario civil asfixiado en la polvareda verbal de sus disquisiciones acerca de la dispersión de los cuerpos de ejército, las requisas de abastos, las reservas secretas de material y otros tecnicismos similares. El Señor de la ciudad se dio por vencido, pero, temeroso de herir susceptibilidades, se sentó y aparentó interés en la arenga mientras, parapetado tras la máscara de los buenos modales, se abandonaba a otras reflexiones. Todo aquello era una insensatez Palanthas nunca había sufrido los efectos de una contienda. Quien pretendiera acceder a ella debería franquear antes el obstáculo de la Torre del Sumo Sacerdote y nadie había logrado romper tal barrera, ni siquiera las fuerzas del Mal en la última guerra.

Tanis, discreto espectador de la escena, adivinó el distanciamiento mental de Amothus y sonrió. Empezaba a preguntarse cómo escaparía, también él, de la matanza por donde ahora discurría la inagotable verborrea del caballero, cuando se oyó el repicar de unos nudillos en una de las egregias, áureas y profusamente talladas puertas. El dignatario se incorporó con la expresión de quien escucha los clarines del rescate, pero antes de que atinara a pronunciar una palabra se abrió la puerta y penetró en la sala un anciano criado.

Charles, procedente de las remotas tribus de Sajonia, estaba al servicio de la casa real de Palanthas desde hacía más de medio siglo. No podían arreglárselas sin él, y era consciente de este hecho. Se hallaba al corriente de todo, del número exacto de barriles de vino que dormitaban en las bodegas, de dónde debía acomodarse a determinado elfo en un ágape protocolario, si al lado de una dama de su raza o mejor de una humana, como era el caso en los festines de confraternización, incluso de la fecha exacta en que se había ventilado la lencería por última vez. Aunque su conducta fue siempre deferente y respetuosa, algo en su manera de torcer el labio implicaba una exigencia de que el día de su muerte, lo mínimo que podía hacer el palacio entero era desmoronarse alrededor de su amo.

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