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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (50 page)

Dunphy y Clem observaban cómo el anciano sintonizaba el espectro. De vez en cuando, el osciloscopio describía una curva y Dunphy pensaba: «¡Ya está!» Pero no.

—Hay una emisora pirata en Zuoz —indicó Gomelez—, y los guardas forestales también tienen radios. En la zona hay un par de radioaficionados y algunas fuentes militares… ¡Ahí está! ¡Ya lo tengo! —Sacó un cuadernito del cajón superior del escritorio y cotejó la frecuencia que tenía anotada en él con la que se leía ahora en el indicador de la máquina—. Es la misma que la semana pasada —señaló.

Luego metió la mano en el cajón inferior del escritorio y sacó una caja de puros. Dentro de la misma había un objeto envuelto en papel de seda. Gomelez retiró el papel.

—¿Qué es eso? —preguntó Clem.

—Un transmisor —le dijo Dunphy—. Creo que intentará duplicar la señal del sistema de monitorización. Después la cambiará por la que lleva… y así parecerá que sigue aquí cuando nos hayamos marchado.

—Excelente, sólo que ya he hecho el trabajo. La parte difícil no ha sido identificar el portador, sino desmodularlo. Lleva una señal codificada en su interior…

—Y por eso necesita usted el convertidor —lo interrumpió Dunphy.

—Exacto.

—Así que todo esto del telescopio…

—No era más que una excusa para comprar un analizador de espectro —aclaró Gomelez. Después sujetó un par de pilas al pequeño transmisor que tenía sobre el escritorio—. Duran unas seis o siete horas. Y para entonces ya habré bajado al infierno y habré vuelto a subir. —Dunphy y Clem lo miraron, y el viejo aseguró—: Es una broma.

Y empezó a conectar el transmisor a las pilas.

Luego cogió unas tijeras del cajón superior de la mesa e, inclinándose, cortó el brazalete por la mitad y lo dejó caer al suelo.

Gomelez les mostró un pasadizo subterráneo al que se llegaba a través de una puerta falsa situada en la torrecilla del ala oeste de la casa. El pasadizo los condujo al subsótano, donde una vagoneta con capacidad para cuatro personas aguardaba sobre unos raíles. De acuerdo con las instrucciones del anciano, hicieron caso omiso del vagón y siguieron la vía hasta el interior de un túnel débilmente iluminado.

—¿Sabe usted algo de arquitectura militar subterránea? -—preguntó Gomelez dirigiéndose a Dunphy.

Éste negó con la cabeza.

—¿Es otra de sus aficiones?

—A los suizos los vuelve locos —explicó el anciano aminorando la velocidad de la silla de ruedas—. Todo el país es como un gran panal; está repleto de instalaciones secretas. Han excavado montañas enteras para albergar tanques, misiles y aviones de combate. Este túnel en concreto lo construyeron las Fuerzas Aéreas. Si alguna vez se produce una invasión, «Villa Munsal-vaesche» será el cuartel general de la plana mayor suiza.

—¿Y adonde conduce? —quiso saber Dunphy.

Gomelez se encogió de hombros.

—Hay un chalet en II Fuorn, o por lo menos parece un chalet. El túnel desemboca allí.

Dunphy puso mala cara.

—Pues estarán esperándonos —señaló—. Nunca dejarían un lugar así sin vigilancia.

—Claro que no, pero no vamos allí, así que eso no importa.

Siguieron avanzando durante otros veinte minutos hasta que Gomelez puso el freno de la silla de ruedas.

—Ahí —les indicó, al tiempo que señalaba hacia una escalera de hierro que subía por las paredes lisas de hormigón hasta un pozo de ventilación—. Si hace usted el favor de subirme, podremos salir por ahí. No vigilan los pozos de ventilación… hay demasiados.

Abandonaron la silla de ruedas, Dunphy se echó a Gomelez a la espalda y empezó a subir por la escalera, travesano a travesano. A su espalda oía a Clem, refunfuñando en voz baja.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Que no se me dan muy bien las alturas —contestó la muchacha, jadeante.

Verdaderamente el pozo era mucho más hondo de lo que Dunphy esperaba.

—¿A qué distancia dice usted que se encuentra la salida del túnel? —le preguntó a Gomelez.

—A treinta pasos. Luego añadió en voz más baja—: ¿O tal vez fueran metros… ?

Finalmente resultaron ser metros.

Cuando llegaron arriba, Dunphy temblaba a causa de la fatiga muscular y del temor que sentía al imaginar que no podría mover la rejilla que cerraba el pozo. Sin embargo, como pronto descubrió, ésta había sido fabricada con la habitual eficacia suiza. Tres cerraduras de compresión la sujetaban en su sitio, y se abrieron fácilmente con sólo presionar con los pulgares. Dunphy empujó a un lado la rejilla y salió exhausto junto con Gomelez del agujero. Clem los siguió un minuto después, muy pálida.

Dunphy miró a su alrededor. Eran las tres de la madrugada y todo estaba oscuro como la boca de un lobo.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Cerca de un sendero —indicó Gomelez—. Podemos seguirlo hasta la carretera y allí quizá alguien nos lleve en coche. Si no, II Fuorn se encuentra a sólo unos kilómetros de aquí. Podrían conseguir un coche allí y volver a buscarme.

Y echaron a andar. Dunphy acarreó a Gomelez a la espalda durante doscientos metros. Cuando por fin llegaron a la carretera, el sol ya se adivinaba detrás de las montañas e iluminaba débilmente la oscuridad, aunque sin llegar a disiparla. Dunphy se situó junto a la cuneta con el dedo pulgar de una mano extendido con la intención de hacer autostop. Tenía frío, estaba cansado y le preocupaba que cualquiera de las personas que trabajaban en «Villa Munsalvaesche» pasara por allí y lo reconociese, en cuyo caso seguro que acabarían a tiros. Después de un rato, Clementine le pidió que fuera a hacerle compañía a Gomelez, que estaba sentado con la espalda apoyada contra un árbol.

—Déjame probar a mí —le sugirió, tras lo cual se puso una mano en la cadera y extendió el pulgar.

Un minuto después oyeron frenar un camión, que se detuvo unos cincuenta metros más adelante del lugar donde se encontraba Clem. El conductor quedó visiblemente decepcionado cuando se percató de que a la muchacha la acompañaban otras dos personas, pero los cien francos que le dio Dunphy sirvieron para limar asperezas.

—Benvenuto al bordo! —exclamó el camionero.

Metió una marcha y el camión empezó a moverse bruscamente en dirección a Italia.

Dunphy tenía dudas acerca de que Gomelez lograra cruzar la frontera. El anciano tenía noventa y dos años y su pasaporte había caducado hacía cincuenta y siete. Sin embargo, todo eso no pareció importarle demasiado al guardia fronterizo de Glorenza cuando Dunphy le entregó un billete de cien francos. Momentos después, iban camino de Bolzano.

Una vez allí fueron a comprar ropa y un par de maletas, y más tarde cogieron un tren hacia Trieste. Sentado en el compartimento de primera clase, un coche cama que compartía con Gomelez y con Clem, Dunphy se preguntó en voz alta qué era lo que «verdaderamente pretendía» la Sociedad Magdalena.

Gomelez contemplaba por la ventanilla lo que parecía un campo infinito de girasoles.

—Ahora han cambiado —explicó—. Hubo una época en la que sus ideales eran más…

—¿Nobles? —sugirió Clem.

—Sí, eso creo —asintió Gomelez—. Se opusieron a la Inquisición. Lucharon contra el terror. Pero después ocurrió algo, y lo que había empezado como una lucha religiosa se convirtió en una lucha por el poder, lo cual no es de extrañar, ya que las propiedades de la Sociedad Magdalena son muy numerosas.

—Lo que no comprendo es cómo esperaban establecer la monarquía —comentó Clem—. Es decir, ¿por qué una monarquía precisamente? Están algo anticuadas, ¿no?

Gomelez se echó a reír y, con cierta tristeza, negó con la cabeza.

—En realidad no sé si están anticuadas o no, ni si lo estarán algún día, pero son una atracción poderosa. Mire lo que sucedió cuando murió Diana de Gales, que Europa entera se conmovió. Así que no creo que resultara difícil… mucho menos difícil, desde luego, que la unificación de Europa. En las pocas ocasiones en que hablé con ellos de este asunto me aseguraron que sería una campaña electoral más. Se lanzarían anuncios publicitarios, se contratarían cabilderos y se comprarían testimonios. Y al final se llevaría a cabo un referéndum en todos los países de la Unión Europea. En su mayor parte es un continente cristiano, por lo que se supone que una monarquía simbólica… una «monarquía constitucional», serviría de punto de encuentro para la Unión Europea.

—¿Y cree usted que lo habrían logrado? —preguntó Clem.

Gomelez se encogió de hombros.

—Tienen muchísimos recursos económicos y los habrían utilizado todos, incluidos los que usaron para hacer que se cumplieran las profecías.

—¿Pero cuál es su programa? —quiso saber Dunphy—. ¿Qué es lo que quieren en realidad?

Gomelez lo miró.

—Suponen que la llegada del nuevo milenio coincidirá con el cumplimiento de las profecías. La mayoría de esas personas no ha pensado ni un solo instante en el día después… al igual que nadie se pregunta qué hará cuando llegue al cielo. Estarán allí, eso es todo. Creo que a la Sociedad Magdalena le gustaría convertir Europa en un estado teocrático, en algo parecido a la tierra de Jomeini, no sé si me explico… Supongo que después se impondrían la tarea de ir extendiendo su autoridad para incluir América en sus dominios, y que luego emprenderían las acciones necesarias para expulsar de los dominios merovingios a los pecadores. En realidad, yo los he oído hablar de eso; lo llaman «Cauterización». No perdonarán a nadie.

El tren llegó a Trieste una hora después. Y fue allí, en un hotel de la costa, donde Dunphy comprendió lo que Gomelez había querido decir al asegurarles que no se ocultarían en ningún país del mundo.

El Stencil era un queche de madera de cuarenta y cinco pies de eslora cuyas velas rojas no se encontraban precisamente en buenas condiciones y cuyo casco necesitaba con urgencia una buena mano de pintura. Se había construido en Chile a finales de los años setenta, en él había camarotes a proa y a popa y un elegante salón embellecido con maderas de caoba y de teca. Aunque tenía muchos inconvenientes, ofrecía dos ventajas: era de madera y estaba en venta. Compraron la embarcación por sesenta mil libras esterlinas que pagaron en efectivo mientras Clem refunfuñaba alegando que habría sido más práctico comprar una embarcación de fibra de vidrio. Pero Gomelez se negó en redondo; se empeñó en que fuera de madera.

Aquella misma noche se adentraron navegando en el golfo de Venecia y rodearon el extremo de la península de Istria. Tras virar al sureste pusieron rumbo a la costa dálmata, donde había cientos de islas y miles de ensenadas que les servirían de escondite.

A Dunphy no le cabía la menor duda de que la Agencia acabaría por encontrarlos: interrogarían al guardia fronterizo de Glorenza, se correría la voz sobre el anciano al que habían visto en Trieste acompañado de una pareja joven y se sabría que habían comprado el Stencil con dinero en efectivo. Después los buscarían y encargarían a los satélites espías la tarea de vigilar todo el Adriático.

Por eso navegaban principalmente de noche, parando para descansar en puertos deportivos llenos a rebosar y en bahías bien resguardadas. Y con todo esto ocurrió algo extraño: Gomelez encontró la felicidad.

Acaso por primera vez en su vida, el anciano experimentó la alegría, el mismo regocijo que siente un perro cuando puede correr en libertad.

—La última vez que me sentí así fue en el 36… —le comentó a Clem.

Con la muchacha al timón, navegaron en zigzag entre cientos de islas cuyos nombres sonaban bastante raros: Krk, Pag, Vis, Brac… En una aldea de pescadores de la isla de Hvar pintaron el casco de negro, pero Dunphy era consciente de que eso no sería suficiente. La silueta y las jarcias del barco resultaban inconfundibles, al igual que las velas. Sólo era cuestión de tiempo que alguien del Departamento de Marina de Washington descubriese la embarcación en alguna fotografía que les llegara vía satélite. Dunphy podía imaginarlo. Algún memo, algún analista de imagen a quien la Agencia le habría asegurado que buscaban a un terrorista, estaría sentado detrás de la pantalla de un ordenador en algún almacén con las ventanas cegadas, examinando fotografías sin cesar. Y encontraría una foto del puerto deportivo de Split con las aguas casi ocultas por los veleros, y allí, en el ángulo inferior derecho, descubriría un queche con la vela mayor de color rojo que, aunque estuviese arriada, recorría como un capilar la línea de crujía del barco, la línea central. ¡Bingo! Una medalla para el analista y helicópteros negros para capturar a Dunphy y a sus amigos.

Sin embargo, no podían hacer nada para evitarlo; además, probablemente se encontraran más seguros en el mar que en cualquier otra parte. La única alternativa era separarse, y Dunphy no estaba dispuesto a sugerirlo siquiera. Gomelez los necesitaba y Clem no habría querido ni oír hablar del tema.

A esas alturas, la muchacha quería al anciano como a un padre. Gomelez tenía un taimado sentido del humor y, para ser un hombre que se había pasado la vida encerrado, un asombroso repertorio de anécdotas. Noche tras noche, mientras el Stencil se deslizaba sobre las olas, Gomelez los embelesaba con historias sobre su propia vida.

Podrían haber continuado así durante mucho tiempo, incluso parecía que Dunphy acabaría convirtiéndose en un marino aceptable, pero pronto la anemia empezó a debilitar al anciano. Clem insistía en atracar el barco para conseguir las inyecciones de vitamina B12 que tanta falta le hacían. Pero Gomelez siempre desechaba la idea con un movimiento de cabeza.

—Querida, tengo que confesarle que, gracias a usted, he empezado a sentir de nuevo interés por la vida, pero sería una tremenda estupidez por mi parte permitir eso.

Dunphy discutió el tema con el anciano mientras lo ayudaba a bajar al camarote.

—No puede ser usted el último —dijo—. En un linaje así… tiene que haber por ahí docenas de descendientes de los merovingios. Aunque no sea en línea directa, pero…

Gomelez negó con la cabeza.

—Sólo existe una línea sucesoria verdaderamente importante —le confió mientras se quitaba la camisa para acostarse—. Todos los que pertenecen a ella tienen esta marca en el pecho. —Poco a poco, el anciano se dio la vuelta para que Dunphy pudiera verle la marca, una especie de mancha roja del tamaño de una mano y con forma de cruz de Malta—. Es una señal de nacimiento —explicó—. Todos nosotros la hemos tenido, aunque nos remontemos hacia el pasado… indefinidamente. Así que ya ve que no es una mera cuestión de papeleo. Y eso me lleva a otra cosa, Jack. Cuando yo muera, quiero que haga una cosa por mí. Es algo que necesito.

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