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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (49 page)

—Es como si tuvieran miedo de mirarlo —comentó Clem.

—Es que me consideran Dios —explicó el anciano, encogiéndose de hombros—. Y eso hace que la relación sea complicada. —Avanzó un poco con la silla de ruedas por el pasillo, se detuvo y les indicó con un movimiento de la cabeza una pared de cristal—. Miren.

En una habitación tenuemente iluminada se encontraban varios hombres de traje oscuro sentados ante unos monitores con pantallas verdes que brillaban en la semipenumbra; manipulaban conmutadores, diales y potenciómetros en un panel de control de aluminio. De la pared que se encontraba junto a ellos colgaba un mapa de los bosques que circundaban la villa, entrecruzado con distintos hilos de fibra óptica.

—¿Qué son esas luces azules? —preguntó Clem.

—Caminos que atraviesan el parque —explicó Gomelez.

—¿Y la roja? —quiso saber Dunphy.

—Ésa es la que marca el perímetro de los terrenos de la finca. Se monitoriza constantemente por medio de cámaras.

—¿Incluso de noche? —inquirió Clem.

Gomelez asintió.

—Están dotadas de intensificadores de imágenes sincronizados con sensores térmicos —explicó—. De manera que disponen de lo mejor de ambos mundos: la luz que viene de arriba y la que viene de dentro.

Clem frunció el ceño.

—La luz de las estrellas y el calor corporal —le aclaró Dunphy entre dientes.

—-Bueno, sí, es otra manera de expresarlo —convino Gomelez.

—¿Cómo sabe usted tanto de estas cosas? —inquirió Dunphy.

—He tenido mucho tiempo para aprender —dijo el anciano—. En realidad, he dispuesto de toda la vida.

Gomelez avanzó un poco más por el pasillo y les hizo una seña por encima del hombro para que lo siguieran. Tras recorrer unos siete metros se detuvo a la puerta de una estancia que permanecía a oscuras y cuya pared, por el lado que daba al pasillo, era en su mayor parte de vidrio. La pared de cristal le recordó a Clem la incubadora de los hospitales; al mirar a través de ella vio a un hombre solo sentado ante un ordenador, leyendo un libro. En el monitor, un personaje de dibujos animados caminaba en círculos con una sonrisa beatífica en el rostro.

—¿Quién se supone que es? —preguntó Dunphy—. ¿El señor Natural?

—No —respondió Gomelez—. Ése soy yo.

Dio unos golpecitos en la ventana y el hombre de la silla levantó la vista. Gomelez lo saludó con la mano y sonrió. El hombre inclinó respetuosamente la cabeza y luego volvió a la lectura.

—No lo entiendo —dijo Dunphy—. ¿Qué es todo esto? ¿Qué hacen aquí estos hombres?

Gomelez bajó la mano y se subió la pernera derecha del pantalón. Una correa negra rodeaba el tobillo del anciano; sujeta a la correa se hallaba una cajita de plástico.

Clem la miró con curiosidad.

—¿Qué es?

Dunphy sacudió la cabeza, atónito.

—Es un brazalete de monitorización —apuntó.

—¡Muy bien! —señaló Gomelez.

—Emite una débil señal de radio —le explicó Dunphy a la muchacha—. Esa señal la recoge un transmisor situado en algún punto de los terrenos de la finca. El transmisor la transmite a su vez a la estación receptora. ¿Estoy en lo cierto?

Gomelez asintió, obviamente impresionado.

—Así es, en efecto.

—Mientras él permanezca en el radio de alcance del transmisor, que es lo que ese tipo monitoriza, ningún problema. Pero si sale de ese radio de alcance… —Se volvió hacia Gomelez—. ¿Cuánto puede alejarse usted?

—Hasta unos cien metros de la casa… y alrededor del estanque, si me apetece.

—Pero… ¿por qué no se lo quita? —quiso saber Clem.

—Porque para eso tendría que cortarlo y entonces el circuito se interrumpiría. Sin circuito no hay señal, y si no hay señal, tenemos un grave problema. —De pronto sonrió—. Vamos, quiero enseñarles otra cosa.

Condujo la silla de ruedas pasillo adelante y luego se detuvo. Abrió la puerta de otra sala y encendió las luces. Dunphy y Clem se asomaron al interior.

Se trataba de un quirófano de vanguardia repleto de aparatos de rayos X y otros medios de diagnóstico, más una zona de reanimación dotada de máquinas de soporte vital. Gomelez apagó las luces y se estremeció.

—Quería que lo vieran —dijo.

Aquella noche cenaron en la sala de armas y vieron una reposición de un capítulo de «Seinfeld» bajo la atenta mirada de los dos perros ridgebacks del anciano, Emina y Zubeida. Los animales, dos hembras, seguían a Gomelez allí donde iba y caminaban sin hacer ruido detrás de él cuando entraba y salía de la casa. De vez en cuando el anciano extendía una mano desde la silla de ruedas y una de las perras se acercaba y ladeaba la oreja para que se la acariciase.

Cuando terminó el programa de televisión, Gomelez los condujo a un pequeño estudio que daba al lago. El fuego crepitaba en la chimenea, encima de la cual había un cuadro que les cortó la respiración. Clementine leyó la placa que se hallaba sujeta al marco de oro.

«De Molay en la hoguera» Tiziano(¿1576?)

—No conozco este cuadro —comentó la muchacha—. Y es raro, porque saqué sobresaliente en historia del arte.

Gomelez se encogió de hombros y sirvió una copa de Calvados para cada uno.

—Es que se trata de un cuadro desconocido —explicó—. Nunca lo han fotografiado ni se ha prestado a nadie.

—Quiere decir…

—Quiero decir que siempre ha estado aquí.

Permanecieron en silencio durante un momento y luego Dunphy comentó:

—No como usted.

Gomelez lo miró sin comprender.

—Hemos visitado el museo de la rué de Mogador —aclaró la muchacha.

Gomelez cerró los ojos y asintió con aire pensativo.

—¿Qué pasó? —preguntó Dunphy.

—¿Que qué pasó? —repitió el anciano.

—Sí. ¿Qué le sucedió a usted? Cuando llegaron los alemanes…

Gomelez, lleno de tristeza, negó con la cabeza.

—Todo sucedió antes de que llegaran los alemanes.

Clem se instaló en el asiento que se hallaba junto al anciano.

—¿A qué se refiere? —le preguntó.

El viejo miró fijamente al fuego y comenzó a hablar.

—Cuando yo era niño, en París, mi padre me llevó a una reunión con ciertos hombres que, según me dijeron, eran muy influyentes en el mundo de los negocios, en el de la política y en el de las artes. En aquella reunión se me explicó que mi familia era «diferente», que yo era distinto, y que teníamos responsabilidades especiales. Me dijeron que algún día sabría más cosas sobre eso, pero que ellos estaban allí para jurar fidelidad a mi causa. —Gomelez bebió un sorbo de Calvados—. ¿A mi causa? Pueden ustedes imaginarse mi reacción. ¡Era un niño de diez años! —exclamó—. Le pregunté a mi padre qué «causa» era ésa. Y él me explicó que la causa era yo. Quise saber por qué. La respuesta fue que mientras que por sus venas corría sangre, por las mías corría la salvación. Me aseguraron que yo era un príncipe que tenía que convertirse en rey… y si no yo, mi hijo, o el hijo de éste. —Gomelez sacudió la cabeza—. Pueden imaginarse lo que sentí. Yo no era más que un niño. Así que, naturalmente, lo que ellos me dijeron no me sorprendió demasiado. Como cualquier niño, yo siempre había sabido, o por lo menos sospechado, que en cierto sentido era un ser mágico. Y a decir verdad, me parecía natural y justo que fuera el centro de un universo secreto, un sol oscuro alrededor del cual giraban enjambres de fieles adeptos. Sin embargo, a medida que fui creciendo comprendí que tenía que pagar un precio por ello, y que se trataba de un precio demasiado alto: mi vida no era mía, no podía vivirla a mi antojo. Lo único que podía hacer era aguardar los acontecimientos. —Gomelez rascó a Zubeida detrás de la oreja y se sirvió un poco más de Calvados. Dunphy cogió un atizador y removió el fuego—. Así que me marché… en el año 36. Salí por la puerta a comprar un paquete de cigarrillos y no volví, me fui en busca de aventuras, de buenos amigos, de una guerra justa. Entonces me creía un hombre «político», todo el mundo era así en los años treinta. De modo que no tardé mucho en dar con el cuartel general de la comuna francobelga de París. Dos días después me encontraba en un tren camino de Albacete y de la guerra civil española. Y unasemana más tarde yacía en la cama de un hospital de campaña con una herida de metralla en el vientre.

Dunphy parpadeó.

—¿Cuándo fue eso?

—El 4 de noviembre de 1936.

—Así que se refería a eso —señaló Dunphy.

—¿Quién?

—Alien Dulles. En una carta que le dirigió a Jung le comunicaba que había tenido lugar una catástrofe. Supongo que se refería a eso.

—Catástrofe es la palabra apropiada —asintió Gomelez—. Los amigos de mi padre me encontraron y me llevaron de vuelta a París. Pero el daño ya estaba hecho. A causa de las heridas recibidas, nunca pude engendrar un hijo… por lo menos, no directamente. Y lo peor de eso era que, como yo era el último de mi li­naje, me hice aún más preciado para aquellos que consideraban que yo era su causa. El resultado fue… que quedé enterrado en vida. —Dunphy y Clem no sabían qué decir—. Además, los amigos de mi padre vieron en esta herida el cumplimiento de una profecía.

—«Su reino viene y va, y volverá de nuevo…» —comenzó a recitar Dunphy.

No recordaba el resto, pero Gomelez se lo sabía entero de memoria.

—«Y volverá de nuevo cuando, herido en lo más íntimo, él sea el último, aunque no sea el último, el único con una marca. Todas estas tierras serán entonces una sola, y él su rey, hasta que, ya desaparecido, engendre hijos a través de los tiempos, aunque célibe y quieto en el sepulcro.» ¿Conoce usted el Apocryphon?

—Lo he visto —asintió Dunphy—. Pero me parece que el libro se equivoca en el último fragmento.

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero a la parte final, que habla de tener hijos y de ser célibe. ¿Cómo se supone que va usted a tener hijos?

Gomelez frunció el ceño.

—Ésa es la parte fácil —aseguró.

—¿Pero cómo?

—Di una muestra de esperma al Eugenics Institute de Küs-nacht hace sesenta años. Desde entonces se conserva criogénicamente.

—¿Está usted seguro?

—Confíe en mí —sonrió Gomelez—. Nunca tiran nada.

—Pero… entonces… ¿para qué lo necesita a usted la Sociedad Magdalena? ¿Por qué no se limitan simplemente…?

—La profecía es muy explícita: el reino sólo se puede restaurar en un descendiente por línea directa que se encuentre herido y tenga una marca.

—¿Una marca? —preguntó Clem.

Gomelez se removió en la silla.

—Tengo una marca de nacimiento en el pecho —les explicó—. Pero eso no es todo. La restauración debe tener lugar en vida del que sea el último…

—«Aunque no sea el último» —añadió Dunphy.

—Exacto —convino Gomelez—, por lo que podrán ustedes imaginar el enorme entusiasmo que sienten por mi candidatura. Lo que me preocupa es que viviré eternamente. —Dunphy sonrió a su pesar—. ¡No se ría! Ya han visto el hospital: está completamente equipado. Pueden mantenerme con vida hasta el fin de los tiempos. Y ésa es su intención. —Gomelez hizo una pausa y levantó la vista—. Lo que nos lleva al misterio de su llegada a la villa. ¿Por qué han venido ustedes aquí?

Dunphy le echó una mirada fugaz a Clem y se encogió de hombros.

—No sabíamos adonde ir. Yo venía de Langley. Habíamos estado en Zug, y tenía el presentimiento de que nos seguirían adondequiera que fuésemos. Así que se me ocurrió venir directamente al origen de todo este asunto.

Gomelez asintió.

—¿Y se le pasó por la cabeza que tal vez tuviera usted que matarme?

Dunphy se removió incómodo en su asiento mientras Clem protestaba.

—Se me pasó por la cabeza, sí —reconoció Dunphy.

Gomelez sonrió.

—Bueno, pues en ese caso debo hacerle a usted una proposición.

Una vez más, Dunphy y Clem se miraron.

—Verá usted, Bernard… yo no soy el doctor Kevorkian —señaló Dunphy—. Y, de todas formas, no tiene usted tan mal aspecto.

Gomelez se echó a reír.

—No me refiero a eso—aclaró—. Pero… si les dijera que estoy bastante harto, ¿entenderían por qué lo digo?

—Significa que está cansado de vivir —dijo Clem.

Gomelez asintió.

—Aunque, en realidad, nunca he vivido de otra manera. —Hizo una pausa y se quedó pensando—. De todos modos, me gustaría dejar que la naturaleza siguiera su curso. Así que les sugiero lo siguiente: si yo les mostrara una salida, ¿me llevarían con ustedes?

—Desde luego —aceptó Clem.

—Pero ¿de qué servirá? —preguntó Dunphy—. Acabarían por encontrarnos, ¿y entonces qué?

Gomelez negó con la cabeza.

—Ustedes estarán a salvo cuando yo muera —les aseguró—. Cuando yo ya no viva, todo esto se habrá acabado.

—¿Esto? —preguntó Dunphy.

—La Sociedad Magdalena —aclaró Gomelez—. Yo soy su única raison d'étre.

Dunphy pensó en ello.

—Comprendo lo que quiere decir, pero… bueno, no me malinterprete… no quiero parecer insensible, pero… podría pasar bastante tiempo hasta que eso sucediera.

—¡Jack! —exclamó Clementine.

Gomelez se echó a reír.

—No, una vez hayamos salido de aquí, no me quedará mucho tiempo —les aseguró—. Creo que ya están ustedes al corriente de que padezco anemia. Sin las inyecciones de vitamina Bi2…

—¿Y hasta que llegue la hora? ¿Adonde iremos? —quiso saber Dunphy—. Nos buscarán hasta en el último país del planeta…

—Oh, sí, claro que lo harán —convino Gomelez—. Pero ahí es precisamente donde no nos encontrarán.

—¿Qué?

—He dicho que no podrán encontrarnos en ningún país.

Eran las dos de la madrugada cuando el anciano entró en el dormitorio que ocupaban Dunphy y Clem seguido por los perros.

—Es hora de irse —les dijo en voz baja.

Bajaron por la escalera que conducía a la biblioteca. Una vez allí, torcieron a la izquierda y entraron en el cuarto donde Gomelez monitorizaba señales procedentes del espacio exterior. Encendió una luz, se acercó en la silla de ruedas al escritorio y apagó la impresora. Luego accionó un par de conmutadores e hizo girar despacio una serie de potenciómetros y diales en el analizador de espectro. La luz verde de un osciloscopio empezó a parpadear ante él.

—¿Qué busca? —quiso saber Dunphy.

—La frecuencia y la amplitud del brazalete —explicó el viejo—. Creo que es alrededor de ochocientos cincuenta kilohercios, pero la cambian muy a menudo, y sería… bueno, estaríamos perdidos si me equivocase.

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