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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (41 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Hizo acopio de recuerdos en silencio, para continuar.

—No había más peleas que en las casas de los barrios. No era un gueto, ¿se dice así? Uno podía pasar por el poblado, para ver a alguien. Nadie se metía con nadie. Había, cómo no, un jefe de poblado, ayudado por otros hombres. Ellos rendían informes a las autoridades, cuando algún asunto trascendía. Los niños que podían iban al colegio, las mujeres cuidaban las casuchas… Como en cualquier barrio normal. Al principio, algunas familias tuvieron gallinas y cerdos, que fueron desapareciendo a medida que el poblado se…, cómo le diría, se urbanizaba.

Tomó otro bombón y continuó, con los ojos muy abiertos.

—Las primeras chabolas se hicieron sobre el 44, en plena época de hambre. No se puede ni imaginar lo que es el hambre, si no la ha experimentado. Las tripas duelen, viene el cansancio, se ceban las chinches y los piojos, surgen las enfermedades e infecciones… A muchos chicos les salían enormes granos llamados forúnculos y muchos acababan en el hospital. Era el tiempo en que los padres nos íbamos a la fría cama sin cenar por habérselo dado a los hijos. En el 39 se había instituido la cartilla de racionamiento, que duró hasta bien pasado el 52. Según me decía mi Salvador, ésa ha sido la peor época de los tiempos modernos para los españoles. Por lo que yo puedo asegurar, nunca en mi vida las había pasado tan mal. El gobierno hacía la vista gorda al estraperlo y todos buscábamos ganarnos la vida según su habilidad. Fueron años muy duros, esos primeros. No era fácil encontrar trabajo. Ninguna mujer trabajaba fuera de casa, si acaso algunas en lo del estraperlo. Luego, con el paso de los años, todo fue cambiando. El matadero, la lonja de verduras y frutas, Boyer y Euskalduna no fueron los únicos sitios donde pedir trabajo. Surgió Standard Eléctrica, Manufacturas Metálicas Madrileñas, Papelería Española, Linoleum, Alcoholera, Central Lechera, Empresa Nacional Calvo Sotelo… Qué pena. Sólo me acuerdo de las más importantes que había en el barrio.

—Me deja totalmente pasmado con su memoria.

—Yo era muy joven entonces. En esos años se graban las cosas para siempre, como en la niñez. Le decía… sí. Todas esas empresas empleaban a mucha gente. Entonces, todo se hacía con mano de obra, no como ahora, que las máquinas hacen casi todo. Para esas fechas, los niños habían dejado de serlo y los cientos de chicos y chicas se emplearon en esas empresas. Durante muchos años hubo trabajo para todos. Ya el hambre fue quedando arrinconada. Y, con relación al poblado, nunca dejó de asombrarme ver a esos jóvenes salir de las chabolas totalmente acicalados, ellos con traje y corbata y ellas con falda y trajes de chaqueta, porque a las oficinas, bancos y comercios no se podía ir vestido de otra manera. En aquella época ninguna mujer llevaba pantalones. Así que puede imaginar el equilibrio que teníamos que hacer para que los jóvenes vistieran de esa forma con los sueldos tan bajos que había. Al final, como trabajaban el padre y los hijos, y entonces las familias tenían muchos hijos, el bote común, controlado por la madre, hizo que las familias fueran mejorando. Ya había más alegría. A las salidas de las empresas, las calles se llenaban de gente, los bares estaban a rebosar, las zapaterías, las camiserías, las casas de bolsos, los cines… Nadie quería volver pronto a casa, que eran lugares inhóspitos y desalentadores. Imagínese, volver de las oficinas, con todas esas comodidades como tenían, y encontrarse con la miseria aún no aventada. Eso en general, pero en el caso de las chabolas, se puede imaginar. Y luego la promiscuidad y la tremenda falta de intimidad, sobre todo para las chicas. En las casas teníamos cagaderos, que era una cosa bendita. ¿Sabe cómo resolvían ellos ese asunto?

Procuré no descomponer el gesto.

—Al principio hacían sus necesidades en el propio campo, como si estuvieran en el pueblo. Cuando éste desapareció, y ya hasta el final, usaban orinales y cubos, que luego vaciaban en las bocas de las alcantarillas, porque había, y hay todavía aunque no se ve, una red muy buena de alcantarillado. Las bocas estaban elevadas unos cincuenta centímetros sobre el ras del suelo. Eran de granito, cuadradas, con la tapa circular situada en el centro, también de granito. En el buen tiempo, la gente se sentaba en ellas, como si fueran bancos, a charlar y descansar. Naturalmente, no en las que echaban la mierda, que estaban sin tapa, como si fueran chimeneas. Por la noche, llegaban los de las mangas de riego y ponían un poco de orden en ese enlodado. Echaban el agua a presión por el brocal hasta arrastrar la porquería. Ahora, ¿usted se imagina a esas gentes, limpias durante el día en sus oficinas, yendo en la noche, con lluvia o no, con el orinal en la mano a vaciarlo en la letrina? Porque aunque habría reparto de trabajos y se supone que serían las madres y niños quienes hicieran esas funciones, en algunas ocasiones les tocaría a ellos.

—Y un día aquel poblado desapareció —dije, mirando subrepticiamente a uno de los impertérritos relojes.

—Sí, pero no de golpe. Empezaron a verse claros poco a poco. Los guardias tiraban las chabolas vacías y dejaban los escombros en el lugar. No ponían vigilancia. Ya nadie quería chabolas, al menos aquí. El tiempo de construcción había pasado y el terreno ya no era municipal. Al final de la década de los cincuenta casi todo el espacio estaba vacío. Abría una la ventana y ahí estaba el amplio espacio recuperado, con algunas pocas chabolas resistiéndose a lo lejos. Pero ya no era el campo hermoso y lleno de vida natural que había cuando llegamos. Ahora era un terreno baldío lleno de escombros, como si lo hubieran bombardeado. Era un paisaje desolador que desapareció como llevado por el viento, como le pasó al anterior. Y al poco empezó la tortura del ladrillo.

Acarició la caja de bombones, sin coger ninguno.

—Ese hombre vino una tarde, anocheciendo. ¿Cómo olvidarlo? Oímos sonar la puerta. No teníamos timbre. Abrimos y allí estaba. La verdad es que nos asustó. Preguntó si vivíamos mi marido y yo. Dijo nuestros nombres. Nos quitó parte de la preocupación inicial al decirnos que no venía para informarnos de nada malo, sino todo lo contrario. Nos pidió educadamente si podía pasar. Era muy agradable y durante todo el tiempo que permaneció con nosotros se esforzó en mantener una atmósfera de tranquilidad, para que fuéramos eliminando nuestras suspicacias y temores. Estaban presentes dos de nuestros hijos, Salvador, de diecinueve años, y Juanita, de dieciocho. Nos dijo que debía mostrarnos algo, pero a nosotros solos, sin testigos. Así que nuestros hijos salieron. Pidió a mi marido su cédula de identidad. La cotejó. Y cuando sacó el dinero, contante y sonante, casi nos da el patatús. Setenta mil pesetas en billetes de diversos valores. Dijo que era un regalo de alguien que quería mantener el secreto. Nos aseguró que era un dinero honrado, entregado sin contraprestación. Era nuestro y podíamos gastarlo como quisiéramos. Sólo había una condición: no decir nunca nada a nadie de ello. Nos hizo firmar un recibo y un documento de confidencialidad. No nos dejó ningún papel, sólo ese dinero deslumbrante. Él fue quien nos sugirió lo de la lotería, si en algún momento necesitásemos justificar esa pequeña fortuna. Pero como usted bien dijo antes, entonces no había control y uno podía tener lo que fuera que, salvo denuncia expresa, nadie metía las narices.

—El asunto seguirá en secreto —prometí—. ¿Cómo era ese hombre?

—Alto, con ojos verdes, sonriente. Bien vestido, pero sin lujo. Unos veintitantos años. No volvimos a verle, pero jamás se me borró su imagen. Nadie nunca nos habló más de ese dinero.

—¿No tiene idea de quién pudo hacerles ese regalo?

—Una vez que se fue, estuvimos dando vueltas al tema. No teníamos familiares ni nadie conocido que pudiera hacer una cosa así. Tras largas consideraciones llegamos a pensar en Rosa.

—¿Por qué pensaron en Rosa?

—No sé. Pues como usted, ¿por qué lo pensó usted? Ese hombre tenía acento argentino. En Argentina sólo estaban los Guillen, de los conocidos. Pero Gracia no era una chica muy dadivosa, además de que habían pasado casi veinte años desde que se fue y nunca recibimos ninguna carta de ella. Quedó descartada. Pero era amiga de Rosa. Quizá se hubieran reunido en Buenos Aires. Pensamos en ello. Finalmente también lo descartamos.

—¿Por qué lo descartaron?

—Por dos razones. Porque habían pasado muchos años, y eso crea una distancia en la gente, y porque si hubiera sido ella, ¿por qué iba a ocultarlo? Era mujer directa y clara. Así que el misterio subsistió hasta que el tiempo lo relegó. Llegamos a creernos, a fuerza de repetirlo, que realmente nos había tocado la lotería. ¿Qué opina?

—Tiene sentido lo que dice. Pero creo que apostaré por la teoría de Rosa.

—Me dirá por qué considera esa posibilidad, a pesar de mis razones. Pero antes, dígame. ¿Cómo sospechó que fue una donación y no la lotería?

—Recuerde que estuve con Agapito.

—¿Qué sabe él de este dinero?

—Supongo que nada, pero a él también le tocó la lotería en las mismas fechas. Demasiada coincidencia. Era posible, pero no probable. Por eso sospeché.

Me miró poniendo en sus ojos una desmedida sorpresa.

—¿Quiere decir que él también recibió una donación?

—Estoy seguro de que sí.

—¿Él se lo dijo?

—No. Mi reflexión ha sido esta mañana. Podría ir a preguntarle, pero no es necesario. Ahora dígame: ¿quién podría haberles hecho ese regalo?, ¿quién que les relacione y haya sentido gratitud hacia ustedes?

Movió la cabeza.

—Rosa… —dijo.

Más tarde, en la calle de Guillermo de Osma, entré en una floristería. Ordené un gran ramo de rosas multicolores: rojas, amarillas, rosas y blancas. Di la dirección de la señora María. En la tarjeta escribí: «La llamaré para llevarla a ver a Agapito. Gracias por todo. Su admirador. Corazón». Bajé a Legazpi y salí a la M–30 dirección norte. Había un tapón de mil demonios. Eran las dos de la tarde. Entré en la oficina a las 14.50.

—¿Preparada?

—Sí —dijo Sara, sonriéndome.

—Andando entonces.

El ascensor se fue llenando mientras bajaba, parando en todas las plantas. Sara es separada y tiene hijo e hija de veinticinco y veintitrés años respectivamente, que viven con ella. El marido es director de hotel y tiene su vida amorosa cumplida con otra mujer, separada también y con un hijo.

Buscamos un restaurante y lo encontramos en El Mesón de Logroño, donde habíamos estado en varias ocasiones. A pesar de que estaba lleno, el dueño nos buscó una mesa en el piso de arriba. Mientras caminábamos, aprecié cómo los hombres miraban a Sara. No es para menos. Aparenta quince años menos por su figura esbelta y, sobre todo, por su tez lisa y su gesto siempre sonriente. Podría muy bien haber ganado un concurso de belleza en su juventud. Después de ordenar nuestros platos, ella me ofreció su sonrisa.

—¿Cómo llevas el caso?

Le conté en qué situación estaba, el estudio de los atestados, incluida la declaración de la señora María.

—Un doble crimen y, aparentemente, ningún beneficiado. No tiene sentido —dije.

—El hecho de que estos dos ancianos hubieran recibido en su día sendas donaciones puede significar que Rosa fuera la donante. Y si lo hizo, es que tendría una posición económica alta. ¿Cómo conseguiría esa posición si, como dices, era de una humildad absoluta?

—Era mujer excepcional. Pudo haberse casado con algún rico. Lo que demuestran las donaciones es que era mujer agradecida, no que su dinero tuviera origen oscuro.

—Sin embargo, mencionas mucho a esos Pedrín y Manín. ¿Tan involucrados los ves?

—Fueron enemigos declarados de los asesinados.

—Eso en sí mismo no es una prueba.

—Verdad. Y su vida posterior no da ninguna evidencia de culpabilidad. Sin embargo, no tengo otra pista más sólida.

—Si ellos están en tu punto de mira, también debería estar Rosa, dado que sus mundos estaban en conexión. En realidad, creo que tus tiros van por ahí.

—¿Por qué lo dices?

—Creo que esa mujer, Rosa, te ha magnetizado demasiado y buscas ahondar en su vida a través de las vidas de esos dos enamorados.

—Ves mi mente como si fuera de cristal.

—Son ya algunos años juntos. —Sus ojos me desafiaban. Busqué su mano sobre la mesa. Apretó la mía.

—Encuentra un hombre digno y que te quiera, con el que vivir. Eres muy atractiva y tienes grandes virtudes.

—Sabes que estoy enamorada de ti.

No contesté, pero sostuve su mirada con ternura.

—No te pido nada —siguió ella—. Sé cuál es mi posición. Tú no me amas. Las cosas son como son y las acepto. No veo fácil encontrar a un hombre que te reemplace en mis sueños.

—Soy un egoísta. Me gustas y recibo tus caricias, pero no soy dueño de mis sentimientos.

—Lo sé. Nada te pido a cambio. También me das felicidad con nuestros encuentros. El simple hecho de verte. Y no tienes mujer. Siempre queda una esperanza.

—En el caso que investigo, hay varias historias de amor y desamor. Vidas que permanecieron fieles a sus ideales. Hay tanta grandeza que no veo paralelismo con los casos tenidos hasta ahora. Es vivir los hechos más cruciales en la España de este siglo, a través de las vidas de unos seres extraordinarios. Y por encima de ellos, y dentro, dirigiendo esas vidas, el amor intocable y duradero.

—Es la clase de amor que yo creo te dedico.

—Aprende a buscarle defectos. No a tu amor, sino a mí. Seguro que los encuentras.

Hablamos luego de cosas diversas. Salimos y bajamos por la calle en cuesta, cruzando por delante del palacio de Liria. Sin saber por qué, dije:

—Este palacio fue bombardeado en varias ocasiones por la aviación de Franco. Muchas dependencias quedaron destruidas, así como objetos de arte. Las autoridades republicanas habían sacado la mayoría de los cuadros y piezas artísticas y las habían guardado en almacenes, lo que permitió que se salvaran de la destrucción. Había una Brigada de Protección de Monumentos y otra de Desescombro. Funcionaron impecablemente.

Cruzamos Princesa por Ventura Rodríguez y desembocamos frente al templo de Debod. Subimos a los jardines y nos sentamos en uno de los bancos. Teníamos todavía un tiempo por delante.

—¿Sabes que en 1936 había aquí un hermoso cuartel llamado de la Montaña?

—Sí.

—Era una bella construcción. Fuerte, grande, equilibrada. Un cuartel de corte clásico. Similar al de Conde Duque de tamaño.

—¿Lo destruyeron los republicanos?

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