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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido

 

En la iglesia de una aldea apartada del occidente montañoso de Asturias se descubren los restos de dos hombres que desaparecieron sesenta años atrás. El hijo de uno de ellos contrata a un investigador privado para averiguar la identidad del asesino. El detective, al que los avatares de su propia existencia han convertido en un escéptico, va adentrándose en una trampa apasionante, rescatando de un tiempo escondido las vivencias de unos personajes inolvidables que enlazan la última batalla de la guerra de Cuba con el final del siglo XX. Un misterio, una investigación y un viaje que le llevará por derroteros insospechados a encontrar su propio destino.

El tiempo escondido es una novela que conjuga la calidad literaria con el rigor histórico. El lector, atrapado desde el principio por una narración que va creciendo en intensidad y dramatismo hasta llegar a un final sorprendente, disfrutará de este relato que se sirve de los recursos del thriller para construir un hermoso y emocionante canto al Amor que trasciende las barreras del tiempo.

Joaquín M. Barrero

El tiempo escondido

ePUB v1.0

Crubiera
09.09.12

Título original:
El tiempo escondido

Joaquín M. Barrero, 2005.

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.0

A Rosa, aquella inolvidable Xana…

Agradecimientos

A aquellos jóvenes sindicalistas que hablaban con desbordada pasión de sus experiencias y recuerdos nutriendo los ensueños de mi edad temprana. Ya no están, pero dejaron un bagaje de actos y ejemplos que forman la mayor parte de este libro. Ellos, como tantos en la historia, intentaron hacer un mundo mejor.

Y a mi hija Marisa, que tuvo la paciencia y el agrado de pasar a limpio los textos y corregir las notas que impetuosamente buscaban la luz.

E
L
A
UTOR

Llanes, junio 2001 – Madrid, agosto2004

There is an old belief

that on some distant shore,

far from despair and grief,

olds friends shall meet once more.

A
NÓNIMO

(Según una vieja creencia

en alguna playa distante,

lejos de la desesperación y el dolor,

los viejos amigos se encontrarán de nuevo).

6 de marzo de 1998

En la duermevela soñé un ruido. Abrí los ojos, alerta los sentidos. El ruido no estaba en el sueño. Sonaban golpes en la ventana, como si alguien llamara. Pero no era posible, porque estaba en la cuarta planta exterior de un edificio sin terrazas. Me levanté y a oscuras fui a la ventana, iluminada por la luz de las farolas. Miré. Había un viento intenso y una rama deshojada era lo que golpeaba impacientemente el cristal. El árbol estaba alejado de la línea vertical de la ventana por lo que la rama tenía que esforzarse por llegar. Estuve mirando cómo ese dedo vegetal llamaba una y otra vez, combándose y estirándose como si fuera alguien queriendo transmitirme un mensaje de urgencia. Miré la hora. Las cuatro de la madrugada. La calle estaba desierta, la casa en total silencio. Sólo ese golpear constante y misterioso. Poco a poco, el viento fue encalmándose hasta transformarse en un soplo de fuerza variable. La rama se encogió y se recogió junto a las otras. Y todo volvió a quedar en silencio.

Miré la fachada de la iglesia del Santísimo Cristo de la Fe y su pequeño campanario. Volví a la cama y me senté en el borde. Soy difícilmente impresionable, pero en la soledad sin ruidos tuve la intuición de que algo metafísico se había manifestado. ¿Qué o quién? Estuve sin moverme, rememorando vivencias pasadas y haciendo balance de mi vida, hasta que la luz del día quitó las sombras del dormitorio. ¿Por qué dormía tan mal desde hacía meses? Me acerqué de nuevo a la ventana. La actividad ciudadana ya estaba en marcha. El ramaje se agitaba fuertemente a intervalos, pero la rama se mantenía a distancia y tenía la apariencia inofensiva de su propia condición. Toda sensación esotérica había desaparecido. Fui a la cocina, consciente de estar en baja forma. Al mal sabor de boca por la duermevela se unía un ligero sentimiento de amargura, nunca superado del todo, como cuando aún estaba ella pero segregaba ya efluvios de inevitables ausencias. Busqué las naranjas para el zumo. Se habían acabado. También la leche. Emilia descuidaba sus deberes. Antes de entrar en la ducha, me obligué a dejarle una nota. Tomé el plátano, por lo del potasio, y salí a la calle.

El invierno daba claras señales de rendición, aunque todavía presentaba frentes de porfía, como el de aquella mañana. Un viento racheado encabritaba una lluvia fría, cuando crucé velozmente hacia el bar de Pepe. Pedí el zumo y lo demás, y hojeé el periódico. Un rato después entraba en el metro por Antón Martín, tras superar la frenética zarabanda diaria de coches y autobuses de la calle de Atocha. Cuando salí en Plaza de España, la lluvia había concedido un armisticio, pero no el viento helado. En la Torre de Madrid, disputé como cada día los espacios en pasillos y ascensores con la muchedumbre de siempre.

Al abrir la puerta de mi oficina en la planta catorce, en cuyo frontal un cartel anunciaba: «CORAZÓN RODRÍGUEZ – Diplomado en Investigación y Criminología», vi al hombre sentado bajo el reloj mural. Eran las nueve cuarenta y cinco. Como siempre, la calefacción estaba en mínimos, pero la cálida sonrisa de Sara eliminaba la sensación de frío.

—El señor Vega —señaló con un gesto.

El hombre se levantó con esfuerzo y la habitación se achicó. Debía de medir dos metros y probablemente pesaría cien kilos, lo que dejaba en evidencia mi metro noventa. Rostro carnudo, mentón voluntarioso, grandes orejas pegadas al cráneo y nariz sobredimensionada. Me ofreció una mano del tamaño algo menor que un guante de béisbol y permitió que de su boca sin labios brotara una voz cavernosa.

—Estoy aquí, como acordamos ayer.

Realmente había olvidado la cita, en parte por lo conciso de su llamada y, sobre todo, por el ineludible problema de Diana.

Desvié la mirada hacia Sara, eficaz y atractiva secretaria que a sus cincuenta años mantenía conectadas todas sus ilusiones.

—¿Novedades?

—Pueden esperar. —Su sonrisa tenía un efecto calmante.

—¿David?

—Está con lo del matrimonio Castiñeira.

Abrí la puerta de mi despacho y la luz se desparramó por el ambiente.

—Pase, señor Vega, y siéntese —invité.

Vestía un terno azulado. Un lazo también azul sobresalía de un cuello de camisa impecable. Su aspecto era de suma elegancia y contrastaba fuertemente con mi cazadora de cuero y mi pantalón chino. Caminó pesadamente, llevando la gabardina en un brazo y apoyándose en un paraguas a su medida, como si fuera un bastón. Di la vuelta a la mesa y nos sentamos, uno a cada lado. Sacó una tarjeta y me la ofreció. Leí: «José Vega Palacios. Rentista».

—Curioso.

—¿Qué es curioso?

—La profesión que indica. No es usual leerla en una tarjeta.

—Hay muchos. Creen que, si no lo ponen, Hacienda no los investigará.

—¿Qué desea realmente, señor Vega? —pregunté sin entusiasmo.

El hombre sacó de un bolsillo la hoja de un periódico, la desplegó y la puso sobre la mesa.
La Nueva España
, de Oviedo, del 8 de octubre de 1997.

—Lea esto. —Señaló una noticia poniendo un dedo sobre el papel. El titular decía:

APARECEN DOS CADÁVERES EN LA IGLESIA DE PRADOS

Aparté la vista y la fijé en el hombre que no me quitaba los ojos de encima, con esa persistencia en el mirar que tienen muchos mayores. Seguí leyendo:

Al hacer unas obras de consolidación en los cimientos de la iglesia de Prados, en el concejo de Cangas del Narcea, los obreros descubrieron huesos humanos enterrados bajo el suelo del sótano. Dejando todo como estaba, dieron aviso a la Guardia Civil, que se presentó en el lugar. Personado el juzgado después, se procedió al desenterramiento total. Los despojos fueron levantados y enviados a Oviedo para su estudio e identificación.

Parece que se trata de los restos mortales de dos cuerpos. Su estado indica que llevan muchos años enterrados, quizá de cuando la guerra, aunque los más viejos creen recordar que después de la contienda desaparecieron algunos vecinos sin que se volviera a saber nada de ellos.

Había dos fotografías acompañando al texto. Una mostraba la iglesia, con dos agentes de la Guardia Civil delante mirando dos bultos. La otra era una ampliación de la anterior donde se veían los dos bultos cubiertos con mantas.

Dejé el papel. El hombre seguía mirándome.

—Quiero que averigüe quién es el asesino —dijo.

9 de enero de 1943

El trueno se escuchó distante y prolongado, sin constancia de relámpago. Hacía días que los embalses del cielo se habían abierto. Una lluvia monótona y sorda caía sin descanso, lavando el paisaje. Los del pueblo se afanaban en la recogida del ganado, yendo a buscarlo a los prados. Luego, el día huyó velozmente y todo el lugar fue invadido por las sombras vestidas de agua.

César había reunido las vacas y, cojeando, las llevaba al establo cuando se lo encontró, recién llegado de Cangas. El criado le dijo que la pinzona no estaba y que al intentar traer el ganado se había caído, golpeándose fuertemente en una rodilla. Se la mostró, con su habitual ausencia de emociones. Había sangre en la carne que se veía a través del pantalón roto y embarrado. José Vega maldijo la mala suerte. Ahora tendría que salir él en busca de la jodida vaca. El criado era un tipo sufrido y eficiente, pero juzgó conveniente no exponerle a un nuevo percance con la rodilla en ese estado. Le dijo que atendiera al caballo, tan mojado como él. Se puso las madreñas, se ajustó el tabardo y la boina, y cogió el farol de aceite que había utilizado César. Le dijo que informara a su mujer y que se curase la rodilla. Luego salió a la lluvia.

Probaría primero en el prado nuevo, monte abajo, ya que en los últimos tiempos el animal tenía tendencia a escaparse a ese lugar. Si no estaba allí ni en los prados de arriba, entonces se habría colado en terreno ajeno, lo que no le gustaba, porque no quería tener más problemas con ningún vecino, y menos con los de Muniellos o los otros, con quienes no guardaba ningún trato después de todo lo que ocurrió. Caminaba con cuidado sobre las madreñas por la hierba y el barro, con el bamboleante farol en una mano. Estaba cansado y bastante cabreado. Si al menos estuviera su padre. Pero quiso estar en Madrid, donde caían las bombas, durante la guerra. Y aunque no era soldado, ni de izquierdas, una le cayó encima. Una bomba de los de su bando. Joder. Claro que si no hubiera estado le habrían quitado el piso de la calle de Trafalgar, con todos los muebles, como hicieron con la finca de la calle de Alonso Cano. Maldita horda. Sí, recuperaron la casa después de la victoria, pero dejaron los pisos hechos un asco. Cinco años hacía que le enterraron y parecía haber sido ayer. Él fue más listo. Había buscado un cargo administrativo en el concejo y no fue al frente. Todos los que se las daban de valientes estaban muertos, menos esos dos cabrones. A la mierda con ellos. Ya recibieron su merecido. Pero él se salvó, al igual que en la guerra de África. Claro que aquello le costó a su padre un buen dinero. Los padres, siempre trabajando para los hijos. Es ley de vida. Su hijo José debería estar aquí, ayudándole, pero estaba en la capital, estudiando. Sólo venía los veranos a echar una mano. El resto del año él estaba solo para los tratos y para la hacienda. Su mujer e hija le ayudaban mucho, porque allí las mujeres trabajan como un hombre. Pero si no hubiera sido por César, no habría podido cumplir con todo. Y encima trabajos imprevistos como el de ahora. Maldita vaca, rezongó en voz alta. Quería acostarse pronto. Tendría que ir a Madrid a ver las cuentas del administrador de las casas. Mañana o pasado. Realmente era allí donde debería estar. ¿Qué hacía rebozándose en el lodazal? Juró, esta vez en voz baja. El peso de la herencia, coño. Eso es lo que le hacía permanecer en el pueblo. Bueno, bueno. Para qué engañarse. En Asturias estaban sus amigos y sus zonas de trapicheo. En Madrid no era nadie. Aquí, de los más importantes del concejo. Pringarse de estiércol de vez en cuando no era un precio demasiado alto para las satisfacciones que obtenía.

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