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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (8 page)

Renate le sonreía cansinamente. Se volvía a mirarla en el sendero del jardín mientras ella le hacía un gesto con la mano desde el ventanal de la terraza. El borde de la terraza ocultaba las ruedas de la silla. Era como si Renate estuviera sentada en un sillón, parecía una persona normal, seguía siendo guapa, tenía todavía el rostro liso y el pelo rubio, a pesar de la edad. Renate, Renate mía, cuánto te he amado, ¿sabes?, no puedes ni imaginarte cuánto, más que a mi propia vida, y te sigo amando, de verdad, aunque debería decirte una cosa, pero ahora ¿qué sentido tendría decírtelo?, tengo que encargarme de ti, lavarte, cuidarte como si fueras una niña, pobre Renate, el destino ha sido cruel contigo, seguías siendo guapa, y en el fondo no eres tan mayor, en el fondo no somos tan mayores, podríamos disfrutar aún de la vida, qué sé yo, viajar, Renate, y en cambio mira en lo que te has convertido, qué lástima todo, Renate. Doblaba por el sendero de casa y entraba bajo los árboles de la gran avenida. La vida está desfasada, pensaba, nada llega a su hora. Y se dirigía hacia el supermercado, dispuesto a pasarse allí una mañana estupenda, era una buena manera de pasar el tiempo, pero ahora, desde que Renate ya no estaba, era difícil pasar el tiempo.

Miró a su alrededor. Al otro lado de la calle se detuvo otro tranvía. De él bajaron una señora madura con la bolsa de la compra, un chico y una chica que iban cogidos de la mano, un señor anciano vestido de azul. Le parecieron Objetivos ridículos. Qué se le va a hacer, no seas chiquillo, ¿es que te has olvidado de tu oficio?, hace falta paciencia, ¿o es que ya no te acuerdas?, mucha paciencia, días de paciencia, meses de paciencia, con atención, con discreción, horas y horas sentado en un café, en el coche, detrás de un periódico, siempre leyendo el mismo periódico, días enteros.

¿Por qué no esperar un buen Objetivo leyendo el periódico?, eso es, para saber cómo va el mundo. En el quiosco de al lado compró
Die Zeit
, que siempre había sido su semanario, en los días de Objetivos verdaderos. Después se sentó en la terraza del quiosco de las salchichas, bajo los tilos. Todavía no era la hora de comer, pero una buena salchicha con patatas claro que podía tomársela. ¿La prefiere normal o con curry?, preguntó el hombrecillo del delantal blanco. Optó por el curry, una novedad absoluta, e hizo que añadieran ketchup, realmente posmoderno, que era una palabra que se oía por todas partes. Se lo dejó prácticamente entero en la bandejita de papel, un auténtico asco, quién sabe por qué estarían tan de moda.

Miró a su alrededor. La gente le pareció fea. Gorda. Incluso los delgados le parecieron gordos, gordos por dentro, como si les viera por dentro. Eran untuosos, eso era, untuosos, como si se hubieran rociado con aceite solar. Le pareció incluso como si relucieran. Abrió
Die Zeit
, veamos cómo va el mundo, este vasto mundo que baila tan alegre. Bueno, no tanto. El escudo espacial con armas nucleares, eso pretendía el Americano. ¿Contra quién?, sonrió, ¿contra quién?, ¿contra nosotros, que estamos todos muertos? Había una fotografía del Americano encima de un podio, junto a una bandera. Debía de tener un cerebro no mayor que un dedal, como decía la cancioncita francesa. Recordó la canción que tanto le gustaba, ese Brassens sí que era un tipo curioso, odiaba a la burguesía. Años lejanos. París había sido la misión más bonita de su vida.
Une jolie fleur dans une peau de vache, une jolie vache déguisée en fleur
. Su francés seguía siendo perfecto, sin acento, sin inflexiones, neutro como esas voces que resuenan en los altavoces de los aeropuertos, así era como lo había aprendido en la escuela especial, en aquellos tiempos se estudiaba de verdad, nada de tonterías, de cien se seleccionaba a cinco, y esos cinco debían ser perfectos. Como lo había sido él.

Había una fila ante la taquilla de la Staatsoper, debía de haber un concierto importante, esa noche. ¿Y si fuera? ¿Por qué no?, casi, casi sí. Un señor estaba bajando por la escalinata de la biblioteca, calvo, elegante, con una carpeta debajo del brazo. Ahí estaba, ése era el Objetivo ideal. Fingió estar inmerso en la lectura del periódico. El hombre pasó por delante de él sin hacerle caso. Un infeliz, era realmente un infeliz. Dejó que recorriera un centenar de metros y después se levantó. Cruzó la calle. Siempre era mejor estar en la otra acera, era la vieja regla, jamás descuidar las viejas reglas. El hombre se encaminó hacia Scheunenviertel. Qué Objetivo más simpático, iba justo en su misma dirección, no se puede ser más amable. El hombre parecía dirigirse hacia el Pergamon. Y en efecto allí fue donde entró. Qué listillo, como si él no lo hubiera comprendido. Sonrió para sí: disculpa, mi querido infeliz, si estás aquí en una misión con la apariencia de un profesor universitario, lo lógico es que entres en el Pergamon, ¿o es que pensabas tal vez que uno con mi experiencia se dejaría engañar por este truquillo de tres al cuarto?

Se sentó en el pedestal de una estatua y lo esperó con calma. Se encendió un cigarrillo. El médico ya no le toleraba más que cuatro cigarrillos al día, dos después de comer y dos después de cenar. Pero el Objetivo se merecía un cigarrillo. Mientras esperaba, echó una ojeada al periódico, a la página de espectáculos. Había una película americana que estaba suscitando el entusiasmo del público, la de mayor éxito de taquilla. Era una película de espionaje ambientada en el Berlín de los años sesenta. Sintió una fuerte conmoción. Le entraron ganas de marcharse a donde había decidido ir y de no perder más tiempo con ese estúpido profesorucho con el que se estaba entreteniendo. Era demasiado trivial, demasiado previsible. En efecto, lo vio salir con una bolsa de plástico transparente repleta de catálogos que debían de pesar una tonelada.

Tiró la colilla al canal y se metió las manos en los bolsillos, como si estuviera zanganeando. Eso sí que le gustaba: fingir que perdía el tiempo. Pero no estaba perdiendo el tiempo, tenía que hacer una visita, se lo había prometido la noche anterior, una noche algo agitada, sustancialmente insomne. Tenía varias cosas que decirle a ese tipo. Lo primero que le diría es que se las había apañado bien. A diferencia de muchos otros colegas suyos, incluso de los de su nivel, que habían acabado de taxistas, sin más, despedidos de un día para otro, él no, él se las había apañado a la perfección, había sido previsor, siempre es necesario ser previsor, y él lo había sido, había acumulado unos buenos ahorrillos, ¿cómo?, eso era asunto suyo, pero había conseguido acumular unos buenos ahorrillos, y en dólares, y en Suiza, además, y cuando todo se había ido al garete, él se había hecho con un precioso chalet independiente en la Karl-Liebknecht-Strasse, que era un nombre que tenía sentido, a dos pasos de la Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Pero ¿lo había tenido? Claro que lo había tenido.

La Chausseestrasse le pareció desolada. Apenas pasaba algún coche de vez en cuando. Era domingo, un precioso domingo de finales de junio. Los berlineses estaban en el Wannsee, tumbados bajo ese sol tempranero en los balnearios de Martin Wagner, tomándose un aperitivo mientras esperaban una buena comidita. Constató que tenía hambre. Sí, si lo pensaba tenía hambre, por la mañana se había tomado un capuchino a la italiana, quizá porque la noche precedente había exagerado un poco. Se había comido un plato de ostras en el Paris Bar, iba al Paris Bar ya casi todas las noches, cuando no variaba con otros restaurantes chics. ¿Me has entendido, cabezota?, murmuró, tú te comportaste como un franciscano durante toda la vida, yo en cambio me divierto en restaurantes chics, me tomo ostras todas las noches, y ¿sabes por qué?, porque no somos eternos, querido mío, así que más vale comer ostras. Le gustaba el patio. Era sobrio, áspero, se parecía al cabezota arisco, como él lo había sido, con unas mesitas bajo los árboles, donde una pareja de turistas extranjeros se estaban bebiendo una cerveza. El hombre tendría unos cincuenta años, con gafitas de intelectual como su querido cabezota, redondas, metálicas, con entradas y una calva en la coronilla. Ella, morena, guapa, con un rostro decidido y franco, grandes ojos oscuros, más joven que él. Hablaban en italiano, con algunas frases en una lengua desconocida. Aguzó los oídos. ¿Español? Le pareció español, pero estaban demasiado distantes. Pasó por delante de ellos con un pretexto y dijo: buenos días, bienvenidos a Berlín. Gracias, contestó el hombre. ¿Italianos?, preguntó él. La mujer le sonrió: portuguesa, contestó. El hombre abrió los brazos con aire divertido: cambiábamos de país más que de zapatos, un poco portugués soy yo también, dijo en italiano, y él cogió al vuelo la cita. Pero mira qué listo mi intelectualillo, se ve que has leído al cabezota, enhorabuena.

Decidió comer en el interior. Había que bajar al sótano, o quizá en sus orígenes fuera realmente un sótano. Pero sí, claro, era el sótano, ahora se acordaba, a menudo el cabezota recibía allí a una actriz fracasada, una cabrona más vieja que Helene que después había revelado todo en un libro publicado en Francia que se titulaba…, ya no se acordaba de cómo se titulaba, y mira que había seguido él todo el asunto, en sus años parisienses, ah, sí, se titulaba
Ce qui convient
y aparentemente hablaba de teatro, pero a su manera era una filosofía de vida: el chismorreo. Pero ¿qué año era? Ya no se acordaba. El cabezota había instalado en aquel sótano un sofá y un
abat-jour
, y todo ante los ojos de Helene, que durante su vida había engullido más malos tragos que bocanadas de aire.

El restaurante era bastante oscuro, aunque con cierto aire de cabaret, del tipo Maria Farrar y esas cosas expresionistas a las que el cabezota se había dedicado en su juventud. Las mesas eran de madera sin desbastar, los adornos graciosos, las paredes estaban llenas de fotografías. Se entretuvo en mirarlas. Las conocía casi todas, habían pasado muchas veces ante sus ojos en los dosieres de su oficina. Y alguna hasta había ordenado que la sacaran sus ayudantes. Putañero, dijo para sí, era un auténtico putañero, un moralista sin moral. Estudió la carta: la señora no había sabido imponerse sobre las amantes, pero al menos en la comida lo había conseguido, durante toda su vida había impuesto la cocina austriaca, y el restaurante respetaba sus gustos. De entrantes mejor nada. Sección sopas. Se puso a reflexionar. Había una de patatas que le gustaba incluso más que la alemana. Por lo demás nunca había sido un admirador de la cocina alemana, demasiada grasienta, los austriacos son más finos, pero tal vez no fuera buena idea la sopa de patatas, hacía calor. ¿Corzo? ¿Y por qué no corzo?, los austriacos son insuperables preparando el corzo. Muy pesado, el médico no estaría de acuerdo. Se decidió por un simple
wiener schnitzel
. Es que el
wiener scbnitzel
hecho a la austriaca puede ser algo sublime y además con ese pastel de patatas crujientes que hacen ellos, venga, que sea un
wiener schnitzel
. Bebió vino blanco austriaco, por más que los vinos aromatizados no le gustaran, y mentalmente hizo un brindis a la memoria de Helene. Por tu piel dura, dijo, mi querida
primadonna
. Para acabar, un descafeinado, para evitar las extrasístoles nocturnas.

Cuando salió de nuevo al patio le asaltó la tentación de visitar la casa, ahora era una casa-museo, qué divertido. Aunque, quién sabe, tal vez la hubieran restaurado, pintado, limpiándola de la vida, adaptándola a los turistas inteligentes. La recordaba en una noche del cincuenta y cuatro, mientras aquel cretino estaba entre las bambalinas del Berliner Ensemble y miraba el carro de su madre coraje. Había pasado revista habitación por habitación, cajón por cajón, carta por carta. La conocía como nadie: la había violado. Lo siento, dijo despacio, lo siento de verdad, pero eran órdenes. Salió a la calle y recorrió unos cuantos metros. Al pequeño cementerio que daba a la calle, protegido por una reja, se accedía por un callejón lateral. Estaba desierto. Había muchos árboles, todos descansaban a la sombra. Cementerio pequeño pero
racé
, pensó, y menudos nombres: filósofos, médicos, escritores:
happy few
. ¿Qué hacen las personas importantes en un cementerio? Duermen, duermen ellos también, al igual que los que no cuentan una mierda. Y todos en la misma posición: horizontal. La eternidad es horizontal. Deambulando sin rumbo vio la lápida de Anna Seghers. De joven había admirado mucho sus poemas. Se le vino a la cabeza uno que un actor judío, hacía muchos años, recitaba todas las noches en un teatrillo del Marais, era un poema terrible y desgarrador, y no tuvo valor para repetirlo mentalmente.

Cuando llegó ante la tumba dijo: hola, he venido a verte. De repente ya no tenía ganas de hablarle de la casa y de lo bien que le iban las cosas en su vejez. Vaciló y después dijo solamente: tú no me conoces, me llamo Karl, es mi nombre de bautismo, mira que es mi auténtico nombre. En ese momento llegó una mariposa. Era una mariposilla común de alas blancas, una mariposa de la col vagabunda que vagaba por el cementerio. Él se quedó quieto y cerró los ojos como si expresara un deseo. Pero no tenía deseos que expresar. Abrió de nuevo los ojos y vio que la mariposa se había posado sobre la punta de la nariz del busto de bronce que se erguía delante de la lápida.

Lo siento por ti, dijo, pero no te han puesto el epitafio que habías dictado en vida: aquí yace B. B., limpio, objetivo, malvado. Lo siento, pero no te lo han puesto, no hay que hacer nunca epitafios anticipados, total, los que te sobreviven no te obedecen. La mariposilla sacudió las alas, las levantó en perpendicular como si estuviera a punto de alzar el vuelo, pero no se movió. La verdad es que tenías una buena narizota, dijo, y un pelo híspido como un cepillo, eras un cabezota, siempre fuiste un cabezota, me diste un montón de problemas. La mariposa emprendió un breve vuelo para posarse otra vez en el mismo sitio.

Cretino, dijo, yo era tu amigo, te quería mucho, ¿te sorprende que te quisiera?, pues entonces escucha, aquel agosto del cincuenta y seis, cuando te estallaron las coronarias, yo lloré, la verdad, lloré, no es que haya llorado mucho en mi vida, ¿sabes?, Karl lloró poco cuando estaba a tiempo, y en cambio por ti lloré.

La mariposa alzó el vuelo, dio dos vueltas alrededor de la cabeza de la estatua y se alejó. Necesito decirte una cosa, dijo a toda prisa como si estuviera hablándole a la mariposa, necesito decirte una cosa, es urgente. La mariposa desapareció por detrás de los árboles y él bajó la voz. Yo lo sé todo de ti, lo sé todo de tu vida, día por día, todo: tus mujeres, tus ideas, tus amigos, tus viajes, hasta tus noches y todos tus pequeños secretos, incluso los más minúsculos: todo. Se dio cuenta de que estaba sudando. Tomó aliento. De mí, en cambio, no sabía nada. Creía que lo sabía todo, y de mí no sabía nada. Hizo una pausa y se encendió un cigarrillo. Le hacía falta un cigarrillo. Que Renate me traicionó durante toda la vida no lo descubrí hasta hace dos años, cuando abrieron los archivos. Quién sabe por qué se me ocurrió que yo también podía estar fichado, como todos. Era una ficha completa, detallada, de alguien que había sido espiado cada día. La voz «Familiares» era un dosier entero, con fotografías tomadas con teleobjetivo. Se veía a Renate y al jefe del Departamento de Asuntos Internos desnudos bajo el sol, a orillas de un río, haciendo nudismo. Debajo estaba escrito: Praga, 1952. Yo entonces estaba en París. Después había muchas otras: en el sesenta y dos mientras salen de un hotel de Budapest, en el sesenta y nueve en una playa del Mar Negro, en el setenta y cuatro en Sofía. Hasta el ochenta y dos, cuando él murió, le estallaron las coronarias como a ti, era viejo, tenía veinte años más que Renate, la verdad es concreta.

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