La brisa había menguado de repente dejando una noche transparente, por el paseo marítimo pasó un grupillo que cantaba
Cielito lindo
, por la mañana habíamos visto una película mexicana a concurso, no tenía posibilidades de ganar, el director y los actores lo sabían, era una película sencilla y muy auténtica, de esas que en los festivales importantes no reciben premios, si acaso habla de ella algún crítico fino. Lo han entendido y se prestan al juego, dije yo. Yo también me prestaba al juego en cierta forma entonces, dijo él, porque se presta uno al juego incluso cuando éste está trucado esperando que un día salga la carta ganadora, es ésa la perversidad del círculo vicioso, es como Aquiles y la tortuga, sobre el papel la tortuga gana la carrera, la lógica es convincente, pero la verdad es que Aquiles es Aquiles, y tú eres la tortuga, discúlpeme por estas divagaciones zoológicas, del perro he saltado a la tortuga, es que en los procesos partíamos a la par, y la tortuga podía llegar en teoría antes que Aquiles, y la meta consistía en la absolución de los imputados, pero esa meta para la tortuga no llegaba nunca, mi carrera consistía en arrancar penosamente detrás del de los pies ligeros de manera que no cruzase la meta demasiados metros por delante de mí, total, la carrera era suya, digamos que yo me contentaba con centímetros, trabajaba centímetro a centímetro, no sé si me explico, le hago una ecuación: un centímetro, un año de trabajos forzados menos, dos centímetros, dos años menos, y así en adelante, a veces nos veíamos obligados a contentamos incluso con milímetros, intentaba roer algunos milímetros, dos o tres meses menos de cárcel son muchos en la vida de un hombre, por ejemplo: señorías, mi defendido no pretendía atentar contra la seguridad del Estado en absoluto, es verdad que los libros hallados en su piso han sido publicados en Francia, pero me permito hacer notar a este respetable tribunal que se trata de libros sobre la Revolución Francesa, que como todos sabemos puso fin a la monarquía absoluta: cosas de ese estilo, y jamás vi que el ministerio fiscal planteara una sola objeción, un interrogatorio, una pregunta, total, la carrera ya la tenían ganada de entrada, la sentencia estaba ya escrita, a los jueces les bastaban unos cuantos minutos de falsa reunión en la sala de deliberaciones para leer después una hoja que tenían ya en el bolsillo, pero con cuánta compunción escuchaban mi alegato, esos razonamientos míos que apelaban a la clemencia o reivindicaban el derecho a pensar, según los milímetros que debía roer en cada circunstancia.
Hizo un gesto con la mano como diciendo basta, cogió los cigarrillos y el mechero de la mesa, dejó un billete en el platito de la cuenta. No quisiera seguir aburriéndole, dijo en voz baja, estará usted cansado, y ésta es una historia que ya ha caducado. Y entonces, con un gesto de intimidad no muy adecuado para lo poco que nos conocíamos, le detuve sujetándolo de un brazo. No podemos permitir que esa historia se la engulla la noche, dije, por favor. Me estaba perdiendo en demasiados detalles, dijo él, discúlpeme, procuraré ser sintético, por lo demás esta vieja historia en el fondo es muy simple, o por lo menos vista desde aquí ahora me parece simple y los detalles la empobrecen, es que cierto día, un día fatídico, no tenía absolutamente ningún milímetro que roer, era el cero absoluto, iba a quedarme en la línea de salida, hubiera podido sostener que mi defendido no estaba en pleno uso de sus capacidades mentales, pero ni siquiera podía alegar algo así, no era un atenuante adecuado para un periodista de talento conocido por no haber disentido jamás del régimen, pero cómo, ¿un hombre así no era responsable de sus propias acciones?, se hubieran desternillado en mi propia cara. El caso era éste: mi defendido había filtrado a un semanario alemán ciertos documentos sobre la represión del régimen, tenía un topo en el Ministerio del Interior y había preparado las cosas con cuidado, había solicitado el pasaporte para viajar a Frankfurt y realizar un reportaje sobre la decadencia de Alemania Occidental, imagínese usted, iba a cruzar la frontera el diez de enero y el doce de enero, un sábado, el semanario publicaría las fotocopias de los documentos con un reportaje firmado por un seudónimo que, claro, era él. No sé lo que ocurrió, el semanario tenía las fotocopias desde hacía tiempo y tal vez temiera que se le pasara el punto, a la prensa de ustedes siempre le da miedo que la noticia envejezca, lo inesperado no sucede nunca, lo imprevisto siempre, como ha escrito alguien, y lo imprevisto fue eso, un trivial problema de anticipación, ésa era la situación de la tortuga, ya no se trataba únicamente de roer milímetros, quizá pudiera obtener para él el manicomio criminal, algo mejor que los trabajos forzados, porque los intelectuales que acababan allí no tenían que afanarse tanto y eran tratados con más respeto, pero desde un punto de vista moral era aún peor, cuando me levanté para pronunciar mi alegato no me sentía ni perro ni tortuga, me sentía exactamente un gusano, para seguir descendiendo en la escala biológica, pero, como le decía antes, lo inevitable no sucede nunca, lo imprevisto siempre. Y lo inesperado fue que la puerta de la sala se abrió, entró un ujier precediendo a un señor hasta el estrado de la corte, era un hombre alto, con algunos hilillos grises en sus cabellos, pensé que sería un oficial de justicia, llevaba una hoja en la mano que les enseñó a los jueces, los magistrados lo fueron leyendo por turnos y se pusieron a confabular entre ellos, el presidente del tribunal hizo un gesto al ujier, éste se acercó a la puerta de la sala y dejó entrar a un joven que llevaba una cámara cinematográfica y un micrófono, el joven colocó el micrófono en medio de la sala, abrió después el caballete y situó en él la cámara de modo que filmase la corte de cara y a mí y al imputado de espaldas, el presidente del tribunal me hizo un gesto para que me levantara, me tocaba a mí, la toga sobre los hombros nunca me pareció tan pesada y sentí de repente un calor exagerado en aquella sala donde uno se congelaba, estaba defendiendo un caso realmente difícil pero pronuncié mi alegato con convicción por más que supiera que no serviría de nada, como ya le he dicho, apenas permanecían unos pocos minutos en la sala de deliberaciones, los jueces de esa democracia tenían prisa por regresar a casa, sobre todo en invierno, cuando las calles de Varsovia están llenas de nieve helada y es mejor volver antes de que se haga de noche. Y, por el contrario, tardaban en volver, y los minutos pasaban. Reinaba el silencio, en aquella sala, no puede usted imaginárselo, decir un silencio de tumba es un lugar común pero es que no encuentro otras palabras, mire, mejor, para rendir un homenaje a un escritor del país en el que nos hallamos, le diré que era un silencio de ultratumba. Por fin regresó el tribunal, pero antes de leer el veredicto el presidente se tomó la molestia de decir que errar es humano, es perseverar lo que resulta diabólico, y el tribunal estaba seguro de que el imputado no perseveraría, era una persona demasiado estimada por el gobierno y por el pueblo para perseverar en su error y que, ése era el veredicto, la enmienda que se esperaba de él era un reconocimiento público de sus propios errores, eventualmente en el diario del partido, que le ofrecía toda su generosa hospitalidad. Por más que hubieran hallado una solución pérfida, porque como en los procesos estalinistas pretendían que él mismo se reconociera culpable, con todo no lo habían condenado, no habían tenido valor para condenarlo, y eso era realmente insólito en aquellos tiempos, en mi país. Felicité a mi defendido, que tenía en su rostro una expresión incrédula, yo tenía prisa por salir de la sala para ir a conocer a aquel señor elegante, al ilusionista que había hechizado a las fieras cambiando ante los ojos de los espectadores el número del circo. Él no había notado nada extraño, a veces los artistas son así, a aquel cineasta yo no lo había visto nunca en persona, sólo lo conocía de nombre; el porqué de aquella irrupción, eso era lo que quería saber, menuda pregunta, no era una irrupción en absoluto, él era simplemente uno de los directores de los Estudios Estatales del Documental, un instituto del Estado, y se le había ocurrido la idea de realizar un documental sobre los procesos a los ciudadanos acusados de actividades contra el Estado, de modo que había solicitado el correspondiente permiso al Estado, y el Estado obviamente se lo había concedido, porque una institución estatal no puede negar a uno de sus directores el que ruede los procesos que atañen al Estado. Naturalmente, todo el material filmado pasaba por el filtro de los altos funcionarios del Estado para recibir la aprobación antes de ser montado, estaba seguro de que tal aprobación no la obtendría nunca pero ésa era una cuestión secundaria, porque lo importante era filmar la realidad, y esos funcionarios la realidad tendrían que meterla en los archivos, no podían tirarla a la basura, y yo sabía igual que él que a los funcionarios del Estado, en este caso a los jueces, no les gusta ser juzgados por otros funcionarios del Estado, porque el nuestro era un Estado fundado en la recíproca sospecha, el único elemento de cohesión que lo mantenía en pie: pues eso, ahí estaba la finalidad, rodar para dejar en los archivos nuestro presente, ¿satisfecho? Y, llegados a ese punto, le pregunté si podía darme su dirección, el teléfono era mejor evitarlo, me gustaría mucho hablar con él, yo era un gran aficionado al cine. Sin embargo, no fui a verle enseguida, en realidad el cine me interesaba más bien poco, fui cuando llegó el momento, seré breve, porque si no, acabaría por hacer de esto un guión, estábamos a finales del invierno, me recibió en su piso, un lugar sobrio, no había más que libros y carteles, en aquella época éramos todos pobres. Le dije que tenía otro caso que proponerle para sus documentales, un proceso más difícil incluso que el primero, un asunto digno de quedar en los archivos porque el imputado esta vez no era ni siquiera una persona, era una representación, no sé bien si drama o comedia, podía llamarla como prefiriera, era teatro, una representación prácticamente sin texto, casi no se pronunciaban palabras, se hablaba con el cuerpo, había un director, es cierto, pero en la representación hay actores que la interpretan, el autor de la música, el responsable de las luces, el escenógrafo, era imposible llevar a toda esa gente al banquillo de los imputados, en definitiva, ni una sola palabra contraria a los ideales del Estado, el imputado, si es que así puede llamársele, era la manera de poner en escena aquella representación, que se consideraba subversiva, pero hasta los cargos resultaban muy poco claros, ¿cómo era posible acusar a una manera? Venga a filmar un proceso contra la ficción, le dije, un proceso contra la pura ficción. Él vino, y filmó la lectura del acta de imputación por parte del ministerio fiscal, una lectura que resultó tan grotesca que hasta el fiscal se percató de ello y en determinado momento empezó a vacilar, la corte no tuvo necesidad de retirarse a la sala de deliberaciones, el presidente del tribunal objetó que la acusación carecía de consistencia jurídica y que la pieza podía representarse. Después pasaron los meses, un año tal vez, durante los cuales no tuve necesidad de ir a buscarlo. Hasta un buen día, en que me vi de nuevo obligado a llamar a su puerta. Pero esta vez no se trataba de una representación, se trataba de la realidad, de la vida de un hombre, así fue como se lo dije, porque con la condena que iban a imponerle era como enterrarlo vivo. Le expuse el caso, y él me escuchó con atención. Es una lástima, dijo, hubiera ido con mucho gusto, por desgracia su documental estaba parado por el momento, al Instituto del Cine se le había acabado la película, se había cursado la solicitud a las autoridades competentes desde hacía más de un mes y aún no se había procedido a su reposición, conocía mejor que él las demoras de nuestra burocracia, quizá no recibiera la película hasta después del verano. Por mi parte fue un impulso, creo que ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que estaba diciendo, dije: venga incluso sin película, maestro.
Hizo una pausa. Se encendió un cigarrillo, vacilaba como quien teme no ser creído. Fue así como se filmaron mis procesos sucesivos, continuó, con la cámara vacía, y en todas las ocasiones las sentencias fueron generosamente indulgentes. De aquel breve documental, que no llegaba a la media hora, que había filmado efectivamente y que sigue enterrado en los archivos de un Estado difunto, toda la continuación, un par de horas de rodaje por lo menos, es decir, las imágenes filmadas sin película, son las más emocionantes, pero éstas viven sólo en el archivo de mi memoria y en determinado momento casi me ha parecido verlas proyectadas en la pantalla de esta clara noche de mayo. Calló, dándome a entender que no había nada más que añadir, levantó su vaso en un brindis por algo que sólo sabía él y dijo después: ahora entenderá por qué en mi ficha biográfica no he escrito guionista, pero eso no tiene importancia, lo más divertido de toda esta historia es la frase que le dije para convencerlo de que viniera a rodar sin película, le dije: maestro, aquí se trata de la realidad, no de una película. Dese cuenta de la estupidez que le dije: aquí se trata de la realidad, no de una película. Ahora que él ya no se encuentra entre nosotros y que este festival dedica una retrospectiva a toda su cinematografía, excluida la más importante de sus obras, esa que no quedó grabada en película, me ha entrado un deseo que no sé si es nostalgia o añoranza: quisiera que gracias a algún sortilegio saliera de repente de la noche, aunque no fuera más que por unos instantes, para reírse conmigo de aquella frase mía.
Se había puesto en pie. Hizo un gesto amplio que me pareció sin significado, como si estuviera abrazando la noche. De aquella frase mía, añadió, aunque no sólo de aquella frase mía, de muchas otras cosas podríamos reírnos sólo él y yo, realmente de muchas cosas, ahora que ya no es posible, pero me temo que he abusado de su paciencia y de su cansancio, ya nos veremos mañana en la primera sesión, es una película basada en un bestseller, buenas noches.
Y además en ese sitio se encontraba bien, demasiado incluso. ¿Que exageraba? No, qué iba a exagerar, estoy mejor que en mi casa, decía, la comida lista, la cama hecha, las sábanas cambiadas una vez a la semana, y una habitación sólo para mí, y hasta con un balconcito, es verdad que las vistas no son gran cosa, una explanada de construcciones de cemento, pero en la parte frontal del edificio, desde el balcón común donde están las mesitas y los sillones de mimbre, se disfruta de un magnífico panorama, toda la ciudad, y a la derecha, el mar, no es una residencia, decía, es un hotel. Lo decía casi con rabia, como hablan a veces los viejos, y él no se atrevía a contradecirlo. Papá, murmuraba, no te acalores, yo sé perfectamente que aquí estás bien, ya me doy cuenta. Tú no sabes nada, borbotaba el viejo, qué vas a saber tú, lo dices para contentarme, tú has tenido la suerte de nacer en este país, cuando tu madre y yo conseguimos marcharnos tu madre tenía un tripón así de grande, ¿se te ha ocurrido alguna vez que si no lo hubiéramos conseguido tal vez te habrías convertido en un jovenzuelo fervoroso de ideales con un pañuelo rojo en el cuello, uno de esos boy scouts que escoltaban el cortejo cuando la magnífica pareja pasaba con el coche presidencial bendiciendo a la multitud?, ¿sabes qué hubieras gritado mientras agitabas la banderita?, larga vida al Conducator que conduce a nuestro pueblo hacia un radiante futuro. Y así hubieras crecido, y olvídate de los idiomas que has aprendido aquí y de toda tu cultura y de la lingüística, olvídate de la lingüística, ésos te cosían la lengua si no eras un jovenzuelo obediente a los ideales de la magnífica pareja conducatriz que conducaba al pueblo hacia un radiante futuro.