Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Y, sin previo aviso, un rayo de fuego rojo como la sangre brotó del dedo con un estruendo que le ensordeció momentáneamente. Sólo por un momento, la cara de Coran quedó petrificada en una máscara de asombro e incredulidad. Después, su cuerpo carbonizado y roto se torció a un lado y cayó sobre las losas con un ruido sordo.
El muchacho de negros cabellos se echó violentamente atrás, como si le hubiese golpeado una mano monstruosa e invisible, y aunque quiso gritar, ningún sonido brotó de su garganta. Por un momento, al detenerse bruscamente la procesión, se hizo un silencio total; después estalló la ira. Manos rudas le agarraron, le zarandearon, dándole golpes y patadas, en una creciente oleada de horror y de cólera. Chillaron las mujeres, gritaron los hombres y, por fin, la confusión se resolvió en palabras que golpearon como ondas sus oídos maldiciéndole, condenándole, llamándole impío y blasfemo, indigno de seguir viviendo. En unos momentos, la máscara de civilización se disolvió, dejando al descubierto la cara del miedo, en su primitiva desnudez, y entre aquel tumulto, el muchacho se cubrió la cabeza con las manos, demasiado impresionado y aturdido para comprender lo que le estaba sucediendo, lo que había hecho. Como en una pesadilla, sintió que le ataban las manos y que las cuerdas se hundían en su carne, y que le empujaban hacia el centro de un círculo de caras hostiles, vociferantes. ¡Lapidadle!, decían; ¡Ahorcadle!, gritaban, y él sólo podía mirarles, sin comprender.
El Margrave provincial, pálido y tembloroso, avanzó con pasos vacilantes. En alguna parte, detrás de él, una mujer chillaba histéricamente: la madre de Coran, que se resistía a que la apartasen del cadáver de su hijo. El Margrave se iba acercando al muchacho, con evidente miedo de aproximarse demasiado, mientras los ancianos de la ciudad prorrumpían en un nuevo clamor. Herejía y blasfemia, una fuerza demoníaca en acción; el hijo bastardo de Estenya estaba poseído por el diablo, no merecía vivir… Y el Margrave, espoleado por sus consejeros, señaló con dedo acusador al niño de cabellos negros que había traído tanto horror a la fiesta.
—Debe morir —dijo una voz temblorosa—. Ahora mismo… ¡antes de que pueda hacer cosas peores!
Como anticipándose a los otros, alguien lanzó una piedra que por poco no dio en la cabeza del muchacho. Este empezó a recobrar un poco de razón después de la primera impresión, y pensó que iba a vomitar al recordar la cara de Coran antes de que cayera al suelo.
¿Qué había hecho? ¿Cómo había sucedido? ¡El no era un brujo!
¡Lapidadle! —chilló una voz, y empezó de nuevo el griterío.
El trató de protestar, de decirles que no había querido hacer daño a Coran, que estaban jugando, que no tenía poder para matar a nadie. Pero sus palabras no significaban nada para aquella multitud. Habían visto lo que habían visto y, llevados de su miedo, estaban dispuestos a castigarle sin piedad. Y él, sin comprender lo que había ocurrido, iba a morir…
Aunque siempre había sido un niño solitario, ahora se sintió más solo que nunca en su vida. Ni siquiera Estenya podía ayudarle; había visto que unos hombres se llevaban de allí a una mujer que se había desmayado, y había reconocido el color del chal de su madre. Por un instante, su mirada se cruzó con la de los ojos muertos, de madera, de la estatua de Aeoris; después, cerró con fuerza los suyos y rezó en desesperado silencio al dios, el único que debía conocer la naturaleza de la espantosa fuerza venida de ninguna parte y que había matado a su primo, para que acudiese en su ayuda.
Los hombres que le sujetaban se habían echado atrás, y el muchacho vio que la gente cogía piedras de los escombros de alrededor del muelle. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron tensos… y, de pronto, una voz gritó horrorizada entre la multitud:
—¡Que Aeoris nos ampare!
Una mano señaló hacia el norte, mucho más allá de la ciudad, y todos se volvieron a mirar. A lo lejos, el cielo estaba cambiando. Franjas de débiles colores cruzaban lentamente la bóveda vacía de los cielos, y el muchacho, fascinado, contó el verde, el escarlata, el naranja, el gris y un extraño negro-azul, antes de recobrar el sentido común y darse cuenta de lo que estaba presenciando.
—Un Warp…
Y había puro miedo en la voz del Margrave.
El muchacho sintió un débil temblor en la tierra, transmitido a través de las frías losas del muelle. Percibió una tensión eléctrica en el aire, y sus nervios empezaron a crisparse por algo que le aterrorizaba mucho más que su fatal destino; algo que evocaba las peores pesadillas que podía experimentar un ser humano. Un Warp… ¡y la ciudad estaba directamente en su camino!
Los temporales Warp, misteriosos y horripilantes asolaban la tierra a imprevisibles intervalos. Eran el fenómeno más espantoso conocido por el hombre. Algunos decían que los Warps eran una manifestación del propio Tiempo; que su poder desencadenado podía cambiar la estructura misma del mundo. Cuando estallaba un Warp, las personas prudentes se encerraban en sus hogares y se cubrían la cabeza hasta que pasaba el temporal y se agotaban las fuerzas de los elementos. Nadie sabía con certeza las consecuencias de verse atrapado en aquel torbellino, pues nadie había vuelto para contarlo. El muchacho se acordaba de un vecino que había desafiado la furia del temporal y había desaparecido. Habían estado buscando algún rastro de él durante siete días, pero no lo habían encontrado. El hombre había dejado simplemente de existir…
La misteriosa aurora que avanzaba hacia ellos desde el norte se estaba acercando rápidamente; ahora casi había eclipsado el Sol y una refracción estaba deformando el globo solar, de manera que parecía una fruta madura aplastada, pálida y vieja. Colores extraños barrían los edificios y las caras de la muchedumbre; la gente parecía curiosamente inhumana y bidimensional, y la febril imaginación del muchacho creyó ver que la estatua de Aeoris cobraba un terrible aire de vida.
Ahora vibró en el cielo una nota muy fuerte que sofocó los gritos de terror. Era como el lamento atormentado de algún ser inhumano que galopase en las alturas sobre el viento. El chico recordó historias de almas condenadas a volar eternamente con los Warps y, por un instante, pensó: Una muerte cruenta en manos de los jueces humanos, ¡es mejor que esto!
Pero la muerte que le habían prometido no había de producirse todavía. La multitud se estaba ya desperdigando, corriendo en busca de refugio, mientras aquella misteriosa especie de aullido que sonaba en el cielo se iba acercando inexorablemente. Alguien agarró el brazo atado del muchacho, haciéndole perder casi el equilibrio y el chico se vio arrastrado hasta el centro de un grupo de Consejeros que se encaminaban al Palacio de Justicia, a poca distancia de allí. Este edificio que, además de tribunal, servía de contaduría y de centro comercial para los mercaderes de provincias, era la estructura más sólida de la ciudad, con sus puertas macizas y sus ventanas reforzadas. El muchacho se dio cuenta, mientras le empujaban hacia la escalinata, por debajo del alto portal, de que la mitad de los vecinos lo habían elegido como refugio.
—Cerrad las puertas… ¡de prisa! ¡Está casi encima de nosotros!
El Margrave había perdido toda su dignidad y estaba al borde del pánico. Seguía entrando más gente, y algunos se habían hincado de rodillas en el vasto salón de recepción y rezaban fervientemente a Aeoris por sus almas. El muchacho, temblando ahora violentamente por la impresión, se preguntó por qué estarían rezando, si seguramente había sido el propio Aeoris quien había enviado el Warp.
El propio Aeoris…
y el Warp había venido un momento después de que él hubiese elevado al cielo, en silencio, su última y desesperada plegaria
… No era posible, se dijo. El era un asesino; los dioses no tenían motivo alguno para salvarle…
Pero el Warp había venido de ninguna parte, sin previo aviso…
Sabía que, en el fondo, aquello era una locura. Pero era una oportunidad, la última oportunidad antes de que se cumpliese su castigo y sufriese la horrible muerte que le habían prometido. Era mejor… Pensó que, retorciendo sigilosamente las manos detrás de la espalda, podría desatarse; el que le había maniatado lo había hecho descuidadamente, y las cuerdas se estaban aflojando… Los últimos rezagados estaban entrando ahora en el Palacio de Justicia y, en la confusión reinante, nadie le prestaba atención. Un esfuerzo más… y su mano izquierda quedó libre. Las puertas se estaban cerrando; sólo tenía un momento para…
Con una rapidez y una agilidad que pilló a sus capturadores por sorpresa, el muchacho corrió hacia la puerta. Oyó que alguien le gritaba; una mano quiso detenerle, pero la esquivó y, a trompicones llegó a la escalinata. Su propio impulso le hizo caer y, al levantarse, el Warp rugió sobre su cabeza.
Las siluetas de las casas, las embarcaciones y el muelle se confundieron en un caos inverosímil de colores y ruido. Le pareció que el suelo se hundía bajo sus pies, y que el cielo caía sobre él, escupiendo lenguas negras y brillantes. Entonces, con un ruido ensordecedor, el mundo estalló en la imagen de una estrella de siete puntas que resplandeció en su mente antes de…
Nada.
T
arod
…
Oyó la palabra en su cerebro, y se aferró a ella. Era su nombre secreto y, por tenerlo, sabía que aún existía.
Tarod…
Yacía de bruces sobre una superficie dura. Algo, tal vez una piedra, presionaba cruelmente contra su mejilla derecha y, cuando el muchacho respiró, su boca y su nariz se llenaron de polvo. Trató de moverse, y sintió en el hombro derecho un dolor tan fuerte que tuvo que morderse furiosamente la lengua para no gritar.
Poco a poco fue recobrando la conciencia y, con ella, algo parecido a la memoria. Recordó débilmente el último momento antes de que estallase el Warp; la imagen que se había formado en su cerebro antes de que toda la furia de la tormenta se desencadenase sobre él. ¿Estaba muerto? ¿Le había llevado el Warp a otra vida que no podía imaginar? Trató de recordar lo que había sucedido, pero su mente estaba confusa y no podía ordenar sus pensamientos. Además, se sentía vivo, dolorosamente vivo…
De nuevo intentó moverse, y esta vez lo consiguió, venciendo el dolor e incorporándose sobre el brazo indemne, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad. Algo que se le había pegado a los ojos le impedía abrirlos y sólo después de frotarlos repetidas veces pudo al fin abrir los párpados.
Estaba rodeado de una oscuridad tan intensa que era casi sofocante. Y, sin embargo, sus sentidos le decían que estaba al aire libre, pues tenía una sensación de espacio y hacía frío. Una brisa insidiosa acarició sus negros cabellos, apartándolos de su cara y enfriando algo húmedo en sus mejillas. Se enjugó lo que podía ser agua, sangre o sudor; no lo sabía y no le importaba, y empezó a tantear prudentemente con las manos para hacerse alguna idea del lugar donde se hallaba.
Sus dedos tropezaron con piedras; el suelo inclinado estaba lleno de piedras y de angulosos fragmentos de esquisto. Ahora, doblemente asustado, el muchacho probó su voz. Surgió seca y cascada de su garganta, y fue incapaz de formar palabras con ella; sin embargo, al menos era un sonido, físico y real. Pero él no estaba preparado para la respuesta de los innumerables y suaves ecos que llegaron susurrando hasta él y que parecían venir de rocas macizas que se extendían hasta el infinito en todas direcciones.
Rocas macizas
… Se dio cuenta, impresionado, de que debía de estar entre altas colinas, tal vez incluso montañas. Pero no había montañas en la provincia de Wishet; la cordillera más próxima estaba lejos, hacia el norte y el oeste, ¡a una distancia enorme! Se estremeció violentamente. Si estaba todavía en el mundo, ésta no podía ser parte del que conocía…
Armándose de valor, gritó de nuevo, y de nuevo le respondieron las rocas, imitándole. Y entre sus voces oyó una que no era la suya y que murmuraba el nombre que había sonado en su mente al recobrar el conocimiento.
Tarod…
De pronto, el muchacho sintió un terror que le abrumaba y una necesidad frenética, casi física, de consuelo. Quería gritar pidiendo que alguien viniese en su ayuda, pero ahora surgió otro recuerdo en su mente.
Coran… Coran estaba muerto, ¡y él le había matado!
Nadie podía ayudarle, pues ya había sido condenado.
Aunque había sido sin querer, se sintió repentinamente trastornado y cerró los ojos de nuevo, en su desesperado y fútil intento de borrar aquel recuerdo. Impotente, empezó a vomitar con violencia y, cuando pasaron los espasmos, sintió que le daba vueltas la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas que, abriéndose paso entre las negras pestañas, rodaron por sus mejillas. No comprendía lo que le había sucedido y, por mucho que se esforzase, no podía combatir el miedo y el dolor que sentía. En lo más profundo de su ser, una vocecilla trataba de consolarle, recordándole que al menos había sobrevivido a la terrible experiencia; pero ahora, mientras las lágrimas venían más y más copiosamente, sintió que era tan poca su esperanza que mejor habría sido morir junto a Coran.
Más tarde creyó que debía haber perdido de nuevo el conocimiento, pues, cuando se despertó, había luz. Muy poca, por cierto; pero un débil resplandor carmesí teñía el aire a su alrededor, y por primera vez pudo distinguir su entorno.
Había montañas, enormes masas de granito que se elevaban a tremenda altura y parecían abalanzarse en su dirección, haciendo que sintiese vértigo. Aunque desde el lugar donde se hallaba no podía ver el sol, el cielo había tomado sobre los picachos un color pálido y enfermizo, como de cobre viejo y gastado, y los riscos aparecían manchados con su lúgubre reflejo. Amanecía… Por consiguiente, había yacido aquí toda la noche. Y aquí había un estrecho barranco en cuyo fondo se amontonaban los detritos depositados por innumerables corrimientos de tierra; esquistos sueltos y una enorme piedra de borde mellado desprendida de la pared rocosa. Cuando pudo vencer el dolor y volverse para mirar a su alrededor, vio que el barranco terminaba precisamente debajo de sus pies, en una escarpada pendiente que terminaba en lo que parecía ser un camino. ¿Un paso…? Sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente. Sentía un ardor terrible en el hombro y en el brazo y comprendió que tenía un hueso roto o tal vez más de uno. Tratando de combatir el dolor, buscó un punto de apoyo y, tras un prolongado esfuerzo consiguió ponerse en pie, agarrándose al borde afilado de la roca. Este movimiento hizo que le diese vueltas la cabeza y oyese en ella fuertes zumbidos; su estómago reaccionó y otro espasmo de náuseas hizo que se doblase por la mitad y que, durante un rato, se olvidase de todo salvo de su difícil situación. Después del espasmo, empezó a temblar una vez más consciente de que las defensas de su cuerpo se habían debilitado peligrosamente. Ahora estaba de nuevo de rodillas en el suelo, incapaz de levantarse; si había de sobrevivir, tenía que encontrar ayuda. Pero esto parecía no tener sentido; su control se estaba deteriorando y no podía pensar con bastante claridad para decidir lo que tenía que hacer.