Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
—Bueno, no fue para tanto. Aparte…
—Está. Déjeme seguir. Después de la amnistía me mandé una cagada parecida. Bueno. Ahora me doy cuenta de que fue una cagada. Entonces me pareció que no. Que no era nada.
Báez estiró las piernas y cruzó los pies, como disponiéndose a escuchar. Se lo expliqué lo más escuetamente posible. Ya me resultaba bochornoso haber quedado como un infradotado delante de él la primera vez, hacía ocho años. Ahora me tocaba hacer el papel de infradotado reincidente. Le conté que después de la amnistía se me ocurrió hacerle un favor postrero a Ricardo Morales: averiguarle el paradero de Gómez, por si alguna vez juntaba el valor de ir a cagarlo de un tiro. Y que la diligencia la había hecho naturalmente de palabra, nomás, sin dejar nada escrito, con un policía conocido. Báez me preguntó el apellido.
—Zambrano, de Robos y Hurtos —le respondí. Y de inmediato inquirí—: ¿Es un pelotudo o es un hijo de puta?
—No… —Báez vaciló—: hijo de puta no es.
—Entonces es un pelotudo.
—Eh… olvídese de Zambrano —Báez no quería hacerme quedar como un idiota—. No tiene caso. ¿Y en qué terminó la cosa?
—Pasaron como dos meses, pero al final Zambrano me consiguió una dirección de Villa Lugano. Ahora la verdad que no me la acuerdo. Vio cómo son esas direcciones. Manzana no sé qué, edifìcio no sé cuánto, pasillo vaya a saber cuál, y todo eso.
—Bueno. Es posible que se la haya averiguado bien.
—No lo sé. Nunca lo verifiqué.
Se hizo un silencio mientras Báez ajustaba en el rompecabezas que tenía en su mente la información que yo acababa de arrimarle.
—Ahora termino de entender —concluyó—. Romano se habrá enterado. Sobre todo si este Zambrano prescindió de las sutilezas del caso. Pero como no pasó más nada se quedó tranquilo. Lo habrá interpretado como parte de su calentura, de su humillación, Chaparro, por haberse quedado sin detenido.
Volvimos a quedarnos callados. Cada uno estaba, supongo, dando para sus adentros el siguiente paso lógico en el encadenamiento de los sucesos. Báez por fin habló:
—Usted le habrá pasado el dato a Morales, me imagino.
—En realidad, no. Mire qué ironía. Tuve miedo de que lo tomara a mal… no sé. Al final no le dije nada.
Llegó un tren desde el Centro. Se repitió el aluvión de gente bajando y desperdigándose.
—De todos modos, el viudo debe haber averiguado la dirección por su cuenta. Ese muchacho nunca fue tonto —dijo Báez, después de otra pausa.
—¿Usted cree que fue Morales el que fue a reventarlo a Gómez a Villa Lugano?
—¿Le cabe alguna duda? —Báez se había vuelto hacia mí. Hasta entonces habíamos charlado mirando ambos al andén de enfrente.
—Y… a esta altura ya no sé qué pensar ni qué decir —confesé.
—Sí. Fue Morales. Le diría que lo tengo confirmado. Bueno. Todo lo confirmado que uno puede tener estas cosas. Antes de ayer me anduve por Lugano. Pregunté un poco. Unos cuantos vecinos me tiraron algún dato. Es más, hasta dijeron que ya habían estado «unos muchachos» preguntando por lo mismo.
—¿La gente de Romano?
—Ajá. En un par de boliches de por ahí me dijeron que una pareja de viejitos había visto todo. Así que me arrimé a verlos. Se imagina cómo es eso. Las ganas de hablar en el almacén son inversamente proporcionales a las ganas de hablar con un policía. Tuve que amenazarlos, haciéndome el compungido, con llevarlos a declarar a la seccional. Habría estado bueno: no sé dónde carajo los hubiese llevado. Por fin cedieron. Terminamos como chanchos. Habían visto todo. Usted sabe cómo son los viejos. ¿O debería decir cómo somos? Se levantan de madrugada, aunque no tengan un cuerno que hacer. Como a esa hora no hay tele, escuchan la radio vichando por la ventana. Es así como ven a un muchacho al que conocen de ver entrar cada madrugada al edificio de enfrente. Lo raro de esta noche en particular es que de repente sale un tipo desde atrás de un cantero lleno de arbustos y le pega un soberano fierrazo en la cabeza que al pibe lo deja desparramado en el piso. Y que el agresor (un tipo alto, rubión parece, aunque muy bien no lo vieron) saca una llave de un bolsillo y abre el baúl de un auto blanco estacionado contra el cordón, ahí al lado. Los viejos no saben mucho de marcas de autos. Dijeron que era grande para Fitito y chico para Ford Falcon.
Hice memoria.
—Morales tiene, o tenía, no sé, un Fiat 1500 blanco.
—Ahí está. Mire: ese dato me faltaba. Después el tipo alto cerró con cuidado el baúl, se subió adelante y salió andando.
Estuvimos un rato callados. Báez interrumpió al final ese silencio.
—Ese pibe Morales siempre fue muy ordenado, me parece. Usted me describió alguna vez la paciencia con la que vigilaba las terminales de trenes. Tampoco iba a andar reventándolo a tiros ahí nomás para después salir arando como un prófugo. De seguro ya tenía elegido un descampado para enterrarlo después de sacarlo del auto y bajarlo de cuatro tiros.
Recordé mi última conversación con Morales, en el bar de la calle Tucumán, y me atreví a discrepar levemente con el policía, pensando que era mi turno de tomar la posta con la hipótesis.
—No. Debe haberlo atado para esperar a que recuperase el conocimiento. Los tiros se los habrá pegado después. De lo contrario la venganza hubiese quedado como un gesto desabrido —de repente me asaltó una duda—: ¿No apareció ningún herido, herido grave, en algún hospital de la zona?
—No. Lo revisé a fondo.
—Entonces no se tuvo fe para dejarlo lisiado.
Le expliqué esa parte de mi última charla con el viudo.
—Y… no es tan fácil —concluyó Báez—. Una cosa es planear las cosas en la cama, en las noches de desvelo, con los ojos clavados en el techo. Ejecutar el plan con el que soñamos es otra cosa bien distinta. Siendo un muchacho prudente, centrado, habrá pensado, con Gómez una vez adentro del baúl, claro, eso de que es mejor pájaro en mano que cien volando. Tal vez sí hizo eso de esperar a verlo despierto.
—Vaya uno a saber en qué descampado lo habrá tirado —aventuré.
Llegó un tren al andén en el que estábamos nosotros, pero subió y bajó muy poca gente. Avanzaba la tarde, y los trenes hacia la Capital iban cada vez más vacíos.
—No creo que lo haya tirado —ahora era Báez el que me corregía con delicadeza—. Lo debe haber enterrado con toda prolijidad, para que no lo encuentren ni por equivocación de acá a doscientos años.
Me cruzó como una exhalación el recuerdo de Morales sentado a la mesa del café, acomodando las fotografías por riguroso orden de número en pilas temáticas.
—Es cierto. Debía tener elegidos el sitio y el modo desde hace meses —concluí.
Demoré un rato en romper el nuevo silencio que sobrevino.
—¿Le parece que hizo bien en matarlo?
Se acercó un perro vagabundo, flaco y sucio, que se puso a olisquear los zapatos del policía. Báez no lo echó, pero cuando movió las piernas el perro se asustó y se alejó corriendo.
—¿Y usted qué cree? —me devolvió.
—Que me está esquivando el bulto a la pregunta.
Báez sonrió.
—No sé. Habría que estar en el lugar del muchacho.
Pareció que había terminado. Pero después de un buen rato agregó:
—Creo que yo habría hecho lo mismo.
No hablé enseguida. Finalmente coincidí:
—Creo que yo también.
En el taxi, unas horas después, con Sandoval apenas cruzamos palabra, como si los dos lamentásemos demasiado lo que estaba por ocurrir y ya no tuviésemos deseos de fingir, él que estuviera contento y yo que estuviese convencido.
—Cruce por debajo de la General Paz y déjenos ahí nomás, en la vereda en la que paran los micros de larga distancia —Sandoval le indicó al chofer.
Bajamos las valijas del baúl y amagué con despedirme. Eran doce menos diez. Sandoval me atajó.
—No, yo espero a que te subas.
—Dejate de hinchar. Andate ahora, que mañana se trabaja. ¿Qué te vas a tomar desde acá hasta tu casa? Aprovechá el taxi.
—Ah, sí, seguro. Y te dejo de seña acá, en Ciudadela. No jodás —me dio la espalda, se encaró con el taxista y pagó el viaje.
Arrimamos las valijas al exiguo grupo de gente que, según averiguamos, esperaba el mismo micro.
—Viene del lado sur, de Avellaneda, por ahí —me aclaró Sandoval—. Llegas mañana a la noche.
—Flor de viaje —me lamenté.
Pese a todo, cuando llegó el ómnibus, enorme y brillante, y se arrimó al cordón delante de nosotros, no pude evitar un arrebato de emoción infantil ante la perspectiva de viajar lejos, como me ocurría cuando mis viejos me llevaban de vacaciones. Por eso me alegré cuando Sandoval me dio el pasaje y vi que llevaba el número tres: a la derecha, primer asiento. Vigilamos mientras uno de los choferes de camisa celeste y corbata azul revoleaba mis valijas al fondo del depósito, después de cerciorarse de que iba a San Salvador. Un poco más a mano ubicaron las de los pasajeros que iban a Tucumán y a Salta. Era cierto aquello de que me estaba rajando al último rincón de la Argentina. Recién nos alejamos cuando, con un chasquido, el chofer cerró la portezuela y accionó la traba.
Nos dimos un abrazo a un costado de la puerta del micro. Me di vuelta y empecé a subir los escalones, pero de repente me volví para hablarle.
—Quiero que hagas algo —no sabía cómo empezar—. O mejor dicho, que no lo hagas.
—Tranquilo, Benjamín —Sandoval parecía estar esperando ese diálogo—. ¿Cómo me voy a andar poniendo en pedo si no tengo a nadie que me pague las copas y me lleve en taxi a casa?
—¿Es una promesa?
Sandoval sonrió, sin despegar los ojos del asfalto.
—¡Eh! No exageres. Tampoco me pidas tanto.
—Chau, Sandoval.
—Chau, Chaparro.
A veces los varones nos sentimos más seguros detrás de cierta frialdad para tratar a quienes queremos. Lo saludé a través de la ventanilla después de tomar asiento. Alzó una mano, sonrió y se fue a tomar el 117, que a esa hora pasaba cada muerte de obispo.
«Zárate 18». Me provocaba una sensación incómoda, de inferioridad o desvalimiento, pensar que todo mi presente cabía en tres valijas que viajaban en el depósito del ómnibus. No había conseguido rescatar sino un par de mis libros más queridos. Casi nada de ropa, porque una de las malas noticias que me había traído Sandoval a la pensión era que habían tajeado la mayor parte de arriba abajo, sobre todo las camisas y los sacos de vestir.
No me había despedido de mi madre. Ni de la gente del Juzgado.
«Rosario 45». Las luces cortaban la oscuridad e iluminaban, de vez en cuando, carteles verdes con letras blancas como ese. ¿Ya estábamos en Santa Fe? ¿A cuántos kilómetros queda Rosario del límite con Buenos Aires? Si habíamos cruzado esa frontera, yo no me había percatado.
Varias veces había intentado dormir, pero no había conseguido pegar un ojo. Los días de la pensión habían sido un permanente y monótono vacío en el que el tiempo se alargaba, se hacía de chicle. Pero en la última jornada habían sucedido tantas cosas, y me había enterado de tantas otras, que sentía como si ese tiempo hubiera pasado de la quietud al torbellino.
Báez había terminado nuestro encuentro en la estación de Rafael Castillo dándome la dirección del juez Aguirregaray, en Olivos. Le pregunté qué tenía que ver él en todo esto.
—Es lo que le empecé a explicar al principio, y que le dije que tendría que haber dejado para el final.
Entonces recordé:
—¿Jujuy?
—Exacto. Es un tipo derecho, y con los contactos como para gestionar su traslado. Fue idea de él, guarda —se atajó.
—¿Y por qué?
—No sé. O mejor dicho, creo que es mejor que él se lo explique. Lo está esperando.
—¿Pero no hay otra salida que rajar como un prófugo? —no me resignaba a quedarme sin vida de un día para otro.
Báez me miró un rato, tal vez esperando que me diera cuenta solo. No fue el caso, de manera que terminó explicándomelo.
—¿Sabe qué pasa, Benjamín? La única manera de asegurarse de que Romano se deje de joderlo es enterarlo de la verdad. Yo puedo pactar un encuentro, si usted quiere. Pero para eso tengo que decirle a Romano que el que le amasijo a su amiguito no fue usted sino Ricardo Morales. —Hizo una pausa, antes de concluir la idea—. Si usted quiere, lo hacemos.
«Mierda», pensé. No podía hacer eso, la puta madre. No podía.
—Tiene razón —acepté—. Dejemos las cosas como están.
Nos despedimos sin exteriorizaciones demasiado vivas. Me escribió en un papel los números de los colectivos que debía tomar para llegar a Olivos. A esa altura ya no me quedaban remilgos ante la posibilidad de quedar como un estúpido, así que le pregunté hasta de qué color era cada uno.
Demoré más de dos horas en llegar. Esa tarde fría de ese invierno espantoso estaba llegando a su fin. La casa de Aguirregaray era un lindo chalet con jardín delantero. Me dije que si alguna vez volvía a Buenos Aires iba a rumbear para mis pagos de Castelar. Nada de departamentos céntricos.
Me abrió la puerta el juez en persona y me hizo pasar directamente a su estudio. Creí escuchar, de fondo, ruido de cocina y de chicos. Me incomodó la posibilidad de estar importunándolo y se lo dije.
—No se haga problema, Chaparro. Despreocúpese. Pero cuanta menos gente lo vea mejor, me parece.
Estuve de acuerdo. Me dejé conducir hasta dos sillones amplios. Me ofreció café pero decliné la invitación.
—Báez me puso al tanto de todo —empezó, y yo lo celebré porque la sola idea de tener que repetir toda la historia me agotaba de antemano—. Lo que no sé es si le gustará demasiado la solución que encontramos.
Intenté sonar despreocupado:
—Jujuy… —solté.
—Jujuy —confirmó el juez—. Báez me dice que este matón…
—Romano.
—Romano, eso. Que este Romano lo persigue a usted por un asunto personal, una especie de vendetta privada, ¿digo bien?
—Exacto —concedí. Báez no lo había puesto al tanto «de todo». Noté que el policía era un tipo prudente hasta con sus propios amigos. Le agradecí para mis adentros. Era la milésima vez que lo hacía.
—De manera que lo está jodiendo con sus matones propios, como quien dice. Suponemos que no tiene demasiada logística, por encima de su propio grupo.
—Una especie de mafia suburbana —intenté bromear.
—Algo así. No se ría. No es una mala definición.
—¿Y entonces, doctor?