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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (41 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—¿De qué sabes todo eso? —le preguntó su mujer, tan asombrada como el resto.

—Nunca te lo mencioné, pero en mis frecuentes viajes a París y a través de ciertos contactos, conseguí conocer al gran maestre de Francia. Sin pretenderlo, se estableció entre nosotros una estrecha amistad que me abrió la posibilidad de conocer algunos aspectos de su sociedad que desconocía por completo. En numerosas ocasiones me invitó a sus reuniones o tenidas, tal y como las llaman ellos, que celebran en la logia del Gran Oriente de Francia, aunque nunca acepté. Pero sí hablamos de sus creencias, y sobre todo de este símbolo, debido a la trascendencia que posee para ellos.

—Si os entiendo, esto significa que estamos asistiendo a un preciso ceremonial, cuya liturgia comprende una serie de asesinatos inspirados en los más altos dogmas masónicos y encadenados a esos cinco grandes valores. ¿Estoy en lo cierto? —El marqués de la Ensenada no esperó la respuesta a su pregunta, por aliviar la siguiente cuestión que flotaba por su mente—. Pero de ser así, sólo han asesinado a cuatro, no a cinco…

—Falta uno más —apuntó Trévelez—. Con la muerte del superior de los jesuitas, representaron la destrucción de la caridad, arrancándole el corazón. Con el del duque de Llanes la fuerza; en su caso económica, como representante de la alta nobleza, y en el alguacil la sabiduría, al reventarle el cráneo como centro y eje del pensamiento y conocimiento humano. —Dio un sorbo de vino para aclararse la garganta, seca por la emoción, y continuó—. Dedujimos que su siguiente escenario discurriría por el mundo religioso de clausura, como depósito de la virtud, pero no conseguimos evitar que la pobre sor Fernanda se convirtiera en su cuarta víctima.

—De seguir con vuestro argumento, nos faltaría la belleza —dedujo Somodevilla.

—¡Correcto! Y si pretendemos adivinar sus siguientes movimientos, hemos de entender qué pudo vincular a todas las víctimas. —Les miró con aire de triunfo—. Y hay una que me parece bastante sólida: el proceso de prohibición de la masonería que vos mismo ejecutasteis hace unos años. —Trévelez intuía que la declaración de Ensenada sería crucial en esta fase—. Vos conocéis mejor que nadie cómo se fraguó aquel decreto y quiénes intervinieron de un modo más decisivo. Ya han actuado contra los jesuitas, la nobleza, la Inquisición y la orden franciscana. ¿Existe alguna otra persona o sociedad que no haya estado representada todavía?

—Para atender vuestra propuesta hemos de considerar que esa causa tuvo dos fases —contestó Somodevilla—: una de deliberación y la otra de ejecución. Viéndolo desde este ángulo, la Inquisición quedaría del lado ejecutor, y los franciscanos y jesuitas, con Rávago como principal impulsor, los que la gestaron aunque no en exclusiva, pues también se implicaron algunos miembros de la nobleza. Por tanto, si tuviera que pensar qué otros actores intervinieron en ese proceso, los buscaría entre aquellos que también lo inspiraron y que aún faltan por salir. De ellos, sólo se me ocurre la monarquía, dado que la participación del rey Fernando y de su hermanastro Carlos fue evidente. Y después pensaría en mí, ya que fui su principal valedor dentro del gobierno y responsable de su impulso final.

En silencio, barrió a todos con su mirada y siguió con su argumento.

—Considero poco probable que los masones supieran los nombres de todos los responsables de su decreto de prohibición; por tanto sólo hemos de tener en cuenta los que han sido de dominio público. No busquemos más lejos; creo que atacarán a la monarquía o a mi persona.

Un aire de preocupación nubló a todos los presentes debido a la gravedad de sus deducciones.

—De ser así, ¿quién podría acreditar un concepto tan poco específico como el de la belleza?

El conde de Benavente lanzó aquella pregunta al aire, adelantándose a lo que todos pensaban.

—¡Desde luego yo no! —bromeó el marqués de la Ensenada, con el ánimo de rebajar la tensión en los presentes—, y la prueba está en mi soltería. Más bien me encaminaría a buscarlo dentro de la monarquía. Pensaría primero en la Reina, o dentro de su Corte en alguna de las mujeres de su confianza.

—O mejor todavía, alguien que pueda compartir ambos entornos; que esté cercana a la monarquía y también a vos.

Todas las miradas se clavaron en Trévelez, curiosas por entender a quién se refería.

—¿Pensáis en alguien en particular? —le inquirió Faustina.

—En vos, mi señora.

Su marido protestó, ofendido por la impertinente ocurrencia.

—Creedme que comprendo vuestro malestar y en general el de todos, como también lamento hacerlo público de este modo. Pero si existe una mujer en la Corte del rey Fernando VI que destaque sobre todas las demás en belleza, no me negaréis que ésa es Faustina. En ella, además, coincide una sólida amistad que todo Madrid conoce; la propia con vos, don Zenón. Meditadlo bien; no creo estar descaminado. —Trévelez, ahora se dirigió a la condesa—: He organizado una excepcional protección en torno a vos con los mejores hombres de que dispongo.

Faustina palideció, aterrorizada de saberse posible objetivo de aquellos desalmados. Pensó de inmediato en su nueva hija y de forma instintiva descargó su miedo con un nervioso llanto.

—Joaquín, lo que acabas de hacer me parece de lo más cruel —le espetó María Emilia.

Se levantó de su silla para consolar a su amiga. El conde hizo lo mismo.

—Pido a todos que no confundamos los sentimientos con la realidad. Trévelez puede tener razón —afirmó Ensenada con seriedad—. No digo que ésta haya sido la mejor manera de exponerlo, pero nos enfrentamos a unas circunstancias demasiado peligrosas como para que nos andemos con tantos pudores. Desde luego, en referencia a sus medidas, ya puede contar con mi más firme aprobación. Además de proteger esta casa, pondré sobreaviso a mis más íntimos colaboradores para que extremen su propia vigilancia. He de reconocer que son numerosos y que, entre ellos, también los hay con bellas esposas.

—Os lo agradezco. He de decir que tengo puestas todas mis esperanzas en poder capturarlos antes de que intenten nada. Por ello confío que toda esa vigilancia se quede en una simple y pasajera molestia.

María Emilia advirtió un detalle que todavía ninguno había establecido y se animó a hablar.

—Antes de que sigas por esa línea y la aceptemos todos como buena, me gustaría preguntarte una cosa. —Todas las miradas se dirigieron a ella, extrañadas. La de Joaquín, que conocía su buen juicio, demostró un mayor interés—: ¿No tenemos ya en el atentado del palacio de la Moncloa, un ejemplo suficiente de ataque a la Corona y al marqués de la Ensenada? —Hizo una breve pausa con intención de seguir hablando—. ¿Por qué nadie lo ha mencionado todavía, cuando resulta evidente? —Sus ojos se nublaron por las lágrimas—. ¿Es necesario que sigamos pensando en nuevas víctimas, si durante esa terrible noche hubo más de doce, entre ellas mi pobre hijo?

—Tiene toda la razón —le apoyó Faustina.

—Yo también lo creo —se sumó el conde de Benavente.

—Estoy de acuerdo en que el argumento expuesto por María Emilia es bastante consistente —intervino Ensenada—, pero de todos modos, lo prudente es que sigamos considerando los potenciales objetivos que nos ha sugerido Trévelez. —Con un gesto, Joaquín le manifestó su conformidad—. Ahora, lo que importa es localizar cuanto antes a esos ingleses. ¿Queréis que os ayude con la embajada inglesa? —Se dirigió a Joaquín—. Tratándose de súbditos de ese país, se supone que deberían colaborar…

Trévelez temió que pudieran leer en su expresión lo mucho que tenía que ocultar sobre sus peculiares gestiones en aquella legación. Con una muestra de hábil cambio de juego, transformó aquella pregunta en beneficio de sus intereses.

—¿Acaso creéis que vamos a encontrar en ellos la mínima ayuda?

—Tenéis razón. De los ingleses poco puedo esperar. No digo que los franceses sean mucho mejores pero, al menos, se mantiene vivo el pacto de familia entre las dos monarquías, y con Francia no tenemos el mismo desequilibrio de fuerzas que hoy existe con Inglaterra. Ese intrigante embajador, Keene, sólo busca mi desprestigio. Desconfío de él, como del gobierno al que representa. Sirva como ejemplo, la información que he obtenido hace escasos días sobre una creciente presencia naval inglesa que parece estar tomando posiciones en las proximidades de nuestros puertos de La Habana y Cartagena de Indias. He dado orden expresa a nuestra Marina para que se mantenga en máxima alerta, refuerce sus defensas, y les ataquen sin ningún miramiento si detectan una mayor aproximación a nuestras costas, o ante el menor altercado que se produzca. Si no los paramos ahora, conociéndolos, irán ganando terreno hasta desplazarnos de nuestros dominios.

—Eso podría desencadenar una guerra. ¿Está de acuerdo el rey Fernando, conocida su firme voluntad de mantener a España neutral y en paz? —El conde se temió la respuesta incluso antes de plantear su duda.

—Todavía no lo sabe y prefiero que así sea de momento —le aclaró Ensenada—, pues tengo como único objetivo conseguir un efecto disuasorio con los ingleses. Entiendo que el rey Jorge no se arriesgará a iniciar un conflicto con España simultáneo al que tiene con Francia. De hacerlo, sabe que romperíamos nuestra neutralidad y nos pondríamos del lado francés.

—Pero con esas delicadas órdenes que habéis dado a los hombres allí destacados, ¿no creéis que podría adelantarse el hipotético conflicto, si alguien dejase de administrarlas con la prudencia necesaria?

—La confianza que tengo en mis mandos es plena; ellos sabrán cómo actuar mi querido conde.

Trévelez pensó que aquella información podría ser interesante para el embajador Keene, y hasta suficiente para intercambiarla por los nombres de los dos masones, a los que deseaba un inmediato juicio y una segura sentencia de muerte.

Al hacerlo traicionaría a Ensenada, lo cual no dejaba de ser un acto detestable. Pero obtuvo un relativo consuelo al pensar que podía no serle del todo perjudicial, tal vez todo lo contrario. Como Trévelez compartía con él la misma animadversión hacia Inglaterra, si su espionaje desencadenaba una mayor tensión con los británicos, la monarquía se vería forzada a tomar posiciones más próximas a Francia, que al final era lo que anhelaba Ensenada. No podía negar lo infame de su acto, por supuesto. Pero justificarlo en sus consecuencias positivas sí, y eso terminó por aliviar su conciencia.

El rostro de Beatriz ya no parecía el de una jovencita de dieciséis años; en sólo dos días había envejecido de un modo llamativo.

Amalia se convirtió en su único contacto con el mundo, pues había determinado no ver a nadie más que a ella. Salvo alguna visita de su madre Faustina, a nadie se le permitía entrar a sus habitaciones, de las cuales no había salido desde el grave suceso acaecido a las puertas de su palacio.

La gitana le despertaba cada mañana, vestía y ayudaba; preparaba su comida, atendía a su aseo y hasta le velaba el sueño cada anochecer.

Beatriz apenas hablaba. Para traspasar su lánguida mirada, Amalia tenía antes que deshacer barreras que a veces le resultaban tan nuevas como desconocidas, y sin embargo, la gitana entendía en aquellos silencios los significados que habitaban su interior.

Esa tarde, Beatriz le había pedido que montase aquel misterioso cuadro que guardaba con tanto celo en su caballete.

Elaboró cuatro gamas de blancos, y se enfrascó con un pincel en perfilar unas nubes que consiguieron romper el homogéneo cielo azul en beneficio de un mayor realismo.

Esta vez, y con su permiso, Amalia pudo escrutarlo de un modo más detenido. Admiró la finura de sus trazos, la expresividad del rostro de la mujer en su martirio, la enorme sensibilidad de su mirada, que parecía salirse del mismo.

—Admiro vuestra destreza, pero ¿por qué no habéis puesto cara a los tres varones?

Beatriz no respondió. Recogió una pizca de óleo de color crema y lo difuminó sobre una de las nubes.

—¡Habladme, os lo ruego! Vuestro silencio hiere mi alma.

—No puedo dibujarlos todavía, Amalia. Más adelante lo haré, cuando los conozca.

—No os entiendo…

—Lo harás si me ayudas.

—¿Ayudaros a qué?

—San Cipriano murió al lado de santa Justina. En este retrato sólo aparece ella, pero la realidad de su martirio fue muy diferente. Antes de convertirse al cristianismo, Cipriano era un mago de reconocido prestigio en Antioquia. Todos veían en su poder la fuerza e influencia de un ser maléfico; del demonio. Deshacía las nubes para evitar la lluvia; a las mujeres embarazadas les impedía parir y dispersaba los peces para que no pudieran ser pescados. Ostentaba un evidente control sobre los espíritus del mal, que atendían sus órdenes ante la sorpresa de todos. Sus hechizos y magias maravillaban a cualquiera, sin saber que su obra procedía del pacto que había sellado con el ángel caído.

Amalia no entendía la relación con su pregunta, pero estaba contenta de volver a escuchar su voz, ya casi olvidada desde aquel fatal enfrentamiento con su padre.

—Cipriano intentó con encantamientos y hechizos doblegar a santa Justina para ganar su amor hacia un joven que la pretendía. Éste había contratado sus servicios para conseguir con engaños lo que ella le había negado. Pero santa Justina estaba protegida por la cruz y nada logró; ningún sortilegio hizo efecto sobre la mujer. Luego, el maligno habló con Cipriano, y le explicó que sus remedios no funcionaban en ella por la protección que Dios le daba a través de la cruz. Y Cipriano abandonó al demonio para abrazar aquel otro poder, superior a todo. Y se convirtió al cristianismo de la mano de aquella santa mujer.

—No comprendo qué tiene que ver todo eso con vos…

—Mi madre se llamaba Justina.

Beatriz estaba decidida a explicarle sus más íntimos significados. Había llegado el momento de que Amalia conociese toda la verdad.

—Murió en idéntico martirio que la santa, y yo lo presencié, como san Cipriano lo hizo también en su momento. Un día, el mal entró también dentro de mí, de igual modo que lo hizo con Cipriano. Por eso, este cuadro me ha indicado el camino para encontrar mi propia redención. Y tú me ayudarás…

—Haré lo que vos deseéis, aunque no llegue nunca a comprenderlo.

—¿Puedo tener entonces tu más absoluta entrega y fidelidad, sin discutir nada de lo que te pida?

—Sí —respondió sin ambigüedad.

—¿Quieres ayudarme a que el mal se desprenda de nuestras vidas para siempre?

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