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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (36 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—Sigue entonces, Joaquín. Háblame de la belleza. Trata de ponerte en la mente de esos asesinos y piensa qué te sugiere esa palabra, y sobre quién fijarías tu atención. —María Emilia se reconocía bastante falta de ideas.

—Belleza es sinónimo de hermosura. Es una palabra que me arrastra a pensar en vosotras, las mujeres; sus máximos exponentes. Hasta ahora no han actuado sobre ninguna, pero podría ser… —Miró pensativo hacia un punto aleatorio de la habitación—. Por otro lado, también puede expresar otros conceptos como el de grandeza, esplendor, perfección…

Miró a su prometida buscando su ayuda. A María Emilia le resultaba igual de complicado casar ese atributo con alguien en concreto, y más si tenía que buscarle alguna relación con la batalla emprendida en contra de la masonería.

Callaron.

—Belleza, bello, bella… ¡Qué difícil!

Joaquín se puso a caminar por la habitación meditando. Miró a través de un ventanal hacia la calle, como si la respuesta estuviera escondida en algún lugar de ella. Le despistó el vuelo de una paloma, y rompió su silencio exponiendo en voz alta sus pensamientos.

—Si fuera uno de ellos y quisiera llevarme conmigo una muestra de la belleza, elegiría una mujer, la más perfecta de todas. Luego desollaría su rostro para robarle su don, y perdóname por la brutal conclusión a la que llego.

—No te preocupes, desde luego ellos tampoco se cuidan en sutilezas —le disculpó María Emilia—. Lo malo es que mujeres bellas en Madrid hay muchas.

—Lo sé; me encuentro delante de un notable ejemplo y de los mejores, por cierto —le sonrió.

—¡Dios me libre de ser su candidata!

—Sería lo último que permitiría… Descuida que no te faltará protección por si acaso. No tengas miedo. ¿Quiénes podrían tener más sentido, dentro de sus planes?

—¿La Reina? —se le ocurrió a ella.

—¿Bromeas?

—¿No te parece guapa? —preguntó María Emilia con toda malicia.

—Sabes que ése no es uno de sus mejores atributos.

—Ya, pero cumple con el resto de tus definiciones; esplendor, grandeza… Puede parecer descabellado, pero no lo descartaría de principio, Joaquín. Han demostrado que se atreven con todo, por arriesgado que nos parezca.

Trévelez se dio cuenta del excesivo tiempo que había ocupado su conversación, y le dio a entender la necesidad de darla por terminada.

—Avisaré a la guardia de corps para que estrechen aún más su vigilancia. Ahora se me hace tarde. Debo resolver otros asuntos. En cuanto hable con Rávago, pondré en marcha un plan de protección para todos aquellos que lo requieran. Te ruego que sigas meditando sobre lo que hoy hemos hablado.

Trévelez se levantó del sillón decidido a despedirse ya de ella. La besó con más pasión que nunca.

—Salgo contigo. He quedado con Faustina.

—Gracias de corazón, hoy has sido mi lazarillo. Además de sentirme enamorado, estoy orgulloso de ti.

Aquella era la primera vez que el capellán Parejas acudía al palacio del duque de Llanes.

Como responsable espiritual de la noble casa de los condes de Benavente, conocía bien las circunstancias que habían llevado a que Beatriz Rosillón formara parte de esa familia. Él había sido responsable de la delación de su padre a la Inquisición, cuando supo que formaba parte de aquella perversa asociación que llamaban francmasonería.

Beatriz no lo sabía, y él confiaba en que nunca lo supiera, pues no beneficiaría en nada su acción pastoral.

Desde el primer día que había hablado con ella, años atrás, las dificultades por penetrar en su interior se le hicieron insalvables; en realidad nunca la había llegado a conocer bien. Su alma no era transparente, y su voluntad esquiva a sus indicaciones y consejos. El celo de su ministerio a duras penas había logrado escalar el alto muro que Beatriz había decidido interponer siempre entre ellos.

El padre Parejas era un hombre santo, justo y benevolente, paciente hasta el límite. Jamás le había importado la espera, aunque los frutos no llegasen. Él se aferraba a su fe, aun en sus más hondas tribulaciones, porque sabía que la mano de Dios actuaba a su manera, sin contar con la lógica humana; nunca le había defraudado.

No hacía demasiado tiempo, la condesa de Benavente le había encomendado que siguiera atendiendo a su hija Beatriz. Dijo estar preocupada por su comportamiento desde la muerte de Braulio, y más aún con la del duque de Llanes. Le pidió que no diera por cumplida su misión espiritual con ella por haber dejado el domicilio paterno y que retomara el hábito de confesarla y confortarla con su acción pastoral y su valía e influjo espiritual.

—La señora vendrá en breve. —Amalia le acomodó en la biblioteca del palacio.

Observó con disgusto la presencia de algunos títulos prohibidos entre aquellas estanterías, y le pareció reprobable la falta de cuidado que muchos nobles ponían al respetar las listas que publicaba la Santa Inquisición.

—Padre Parejas…

—Mi querida Beatriz… —Ella besó su mano.

—Sentaos padre, os lo ruego.

El hombre esperó a que lo hiciera la joven y buscó una posición próxima a ella. Esa tarde no venía con cortas pretensiones, y pensó que la cercanía le daría una posición ventajosa.

—¿Deseáis tomar alguna cosa, padre?

—No, gracias. —Buscó en su bolsillo un rosario y jugueteó con él para camuflar su nerviosismo. Descubrió a una Beatriz más fría, indiferente.

—Pues vos diréis…

—Bien… —Carraspeó intranquilo—. La verdad es que no sé cómo empezar… —En su gesto, desde luego no encontró ningún apoyo—. Bueno… he venido para ofrecerme. Han pasado varias semanas desde tu última confesión y me gustaría que no abandonásemos esa santa costumbre…

—Ahora no lo necesito —le repuso con sequedad.

—No quiero decir que sea hoy; me refiero…

—¡Esperad, no sigáis hablando!

Beatriz se había preparado para recibir esa u otra propuesta y acudía con la idea de afrontarlas de una sola vez, sin que le quedase ninguna duda.

—No pretendo rechazar vuestra presencia de mi casa y no por eso dejaré de conversar con vos, pero no quiero seguir abriéndoos mi corazón, ni en confesión ni de ninguna otra manera. Me gustaría dejarlo muy claro, padre.

—¿De dónde sale esa severidad hacia mí? No te he conocido nunca así.

—No tiene causa en vos; supongo que surge de mí y que viene de hace tiempo. Lo único que ha cambiado es que ahora lo afronto tal y como debería haberlo hecho en su momento.

—No acabo de entenderte, pero en vista de ello, ahora sí me tomaré un chocolate, por favor. —Parejas entendió que aquello no tomaba el rumbo esperado.

Beatriz llamó a Amalia y le encargó dos tazas y algo dulce para acompañarlas. Miró al capellán y sintió una cierta lástima; era un buen hombre al que no podía culpar de su situación, y además sabía que era un cabezota; eso se lo había demostrado en el pasado, en innumerables ocasiones. Para contrarrestar su obstinada voluntad, no le sería suficiente decir que ya no quería su dirección espiritual.

Mientras el padre Parejas decidía qué argumentos le serían más útiles para conseguir que Beatriz se abriera a él, ella hacía lo contrario; elegía excusas para evitar aquella conversación que estuvieran bien fundamentadas, pues no le sería fácil derrotar sus intentos de ablandar su firmeza.

Amalia apareció con una bandeja y la dejó cerca de Beatriz. Antes de salir, le lanzó una mirada de complicidad pues sabía la incomodidad que le producía a su ama aquella visita.

—Entiendo que tu matrimonio no fue feliz. Más aún sabiendo cómo amabas a Braulio.

Parejas intentó abrir cuanto antes la herida, dejando a un lado su primer argumento sacramental.

—Estáis muy equivocado, padre. ¿Por qué no había de serlo?

—Entiendo que no sentiste ningún amor hacia él.

—Me duele vuestra suposición cuando no recuerdo haber mantenido conversación alguna con vos donde hubiéramos tratado mis sentimientos. ¿Qué mujer no hubiera deseado verse en igual situación que la mía: casada con un noble adinerado y respetada?

—Entiendo que muchas, pero algo me dice que tú no.

—¿Qué es ese algo…? Si yo os contesto de una forma específica, me repele que no hagáis vos lo mismo.

Parejas se percató que la orientación que había querido dar a la charla se le escapaba. En un entorno de pura dialéctica, Beatriz se manejaba con habilidad y soltura.

—Me refiero a la pérdida de Braulio, por ejemplo.

—Las personas entran y salen de tu vida, sin más. Aunque también he perdido a mi marido, he de reconocer que algunas me han dejado mayor huella que otras. —Nada parecía reducir su cerrada actitud.

Beatriz empezó a considerar la posibilidad de terminar aquella conversación sin dar más explicaciones. No entendía qué razones le estaban empujando para preguntar si su matrimonio había sido el ideal, ni por qué escarbaba en sus heridas.

—Beatriz, ábreme tu corazón; te dará paz.

Le agarró de las manos. Ella se soltó con un gesto de rechazo.

—¿Abrir mi corazón…? ¿Para qué? —Su mirada era afilada, destructiva.

—Para ayudarte a entender. Para que penetre la luz de Dios en él. —El religioso mantuvo un largo silencio, mirándola muy despacio, pidiéndole en pensamiento que se dejase hacer—. Tu vida se ha visto acompañada de desgracias, de infortunios, de penas. Soy tu confesor, y como pastor espiritual tuyo, conozco tanto tu necesidad de consuelo divino y humano como tu decidido rechazo a dejarte ayudar.

Beatriz le miraba sin ninguna intención de abrirse a él. El sacerdote siguió hablando.

—No te he visto nunca llorar. Resultas tan impermeable a la hora de mostrar tus sentimientos, que a veces he llegado a pensar que no tienen cabida en tu interior. Perdona mi sinceridad, pero creo que te casaste por despecho, mostrando a todos una alegría donde no la había, haciéndonos ver que habías superado la muerte de tu verdadero amor, Braulio, cuando no era cierto. ¡Te engañas! No sólo nos engañas a los demás. Creo que dentro de ti vive un resentimiento permanente, que mantienes oculto pero siempre vivo; un odio que surgió a partir de lo que les ocurrió a tus padres, aumentado después con la muerte de Braulio…

Beatriz no había escuchado nunca impresiones tan agrias sobre ella. Se sintió herida, por un momento, vulnerable.

—En otras palabras; a vuestros ojos sólo soy una mala mujer.

—Hoy he venido en tu ayuda para que cambies. No lo eres, pero debes liberar de ti ese mal que te atormenta, esa zozobra que te domina. Vengo a abrir ese corazón tuyo que se ha cerrado de dolor y no deja que nada entre en él.

Beatriz suspiró dos veces, o tal vez tres. Aquel hombre era obstinado, pero competente en su influencia espiritual. Nada de lo que dijese le serviría, nada, hasta que consiguiese sus propósitos.

Le miró a los ojos, escudriñando en su interior, y por algún motivo inexplicable tomó una decisión.

—¡Quiero confesarme ahora!

—Aquí no podemos… Mejor en una capilla o en un templo. —Aquello le pareció insólito.

—¡No! Os mostraré por una sola vez todo lo que vive en mi interior; lo que nunca antes habíais conseguido. Pero debe ser en este momento. De no ser así, jamás os daré otra oportunidad. Vos decidís, padre.

—Arrodíllate a mi lado y empecemos.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida. —El padre Parejas se santiguó.

—Con esta confesión no busco perdón pues acudo a ella sin arrepentimiento.

—Pero Beatriz, eso no se debe hacer…

—El mal habita en mi corazón. —No le dejó hablar—. Al principio de barruntar su presencia, empeñé toda mi voluntad en alejarlo de mí, en expulsarlo lejos. Fracasé una y otra vez; era imposible. Pasado un tiempo, comprendí que debía convivir con él y, no sólo eso, también entenderle; cuando te ha elegido y ha puesto la vista en ti, de pronto descubres que no puedes luchar contra él.

Aquella declaración hirió en lo más hondo el alma del capellán. Jamás había escuchado algo parecido de nadie. Le impresionó la serenidad que demostraba Beatriz.

—¿A qué llamas el mal?

—Al que acompaña mi vida. A mi más noble amo; el que no me confunde y del que soy su fiel servidora.

—Beatriz, me asusta lo que dices. ¿Acaso estás hablando del diablo?

—No sé ponerle un nombre. Trataré de explicarme de otra manera. En otras personas, el bien acude de una manera o de otra a sus vidas, les acompaña, les dirige, preside su comportamiento, y ven sus frutos su presencia. Ése puede ser también su caso. En la mía, lo estuvo, pero sólo hasta el día de la muerte de mi madre. Después ya no ha vuelto a entrar; ha dejado su hueco y el mal lo ha ocupado. La desgracia, la pena, el dolor o la tristeza son los hijos naturales del mal. Todos ellos han querido protagonizar mi vida. Se dice que el mal es oscuro, frío, pero no es verdad, yo he llegado a sentir su poder de seducción hasta abandonarme a sus encantos, entregándome a él hasta el extremo. Creedme, el mal atrae; y con más fuerza que el bien.

—No digas tantas barbaridades, por Dios bendito. Él te puede ayudar; lo puede todo. Pídeselo con fe.

—Dios ya me ha dado la libertad de elegir, y sabe que lo he hecho. Ahora no he de pedirle nada más.

—Beatriz, hija mía, vives en un mundo interior lleno de confusión. La maldad no existe como tal, sólo aprovecha el espacio que deja la falta de bien. El mal vive de las acciones o de las intenciones, y tú eres sólo una joven que jamás ha cometido daño alguno. Has sufrido, más que nadie, mucho, pero no te abandones a esas ideas que no son reales, créeme, enfermarán tu mente y no te traerán felicidad.

—¿Felicidad? —gritó indignada—. ¿La que proviene de qué? ¿De ver cómo te van arrebatando, sin ningún sentido, todo aquello que amas, una y otra vez? ¿La que uno experimenta cuando tienes entre tus brazos el cuerpo roto de tu ser amado, provocado por no se sabe quién ni para qué, o el de tu propia madre muerta sin sentido?

—Lo sé, aquellas muertes no parecen tener lógica ante nuestros ojos de hombres; pero sí ante la mirada de Dios, aunque resulte imposible de entender. Neutraliza con buenas obras, con bondad, aquellos lugares de tu conciencia donde creas que habita el mal. Si llenas de amor tus actos, bañarás con ellos el odio. Aférrate a la esperanza, a la caridad, si es que te asaltan el ánimo de venganza o de ira en tu vida.

Beatriz se rió en su cara.

—Bellas palabras, padre. Lúcidas y sensatas para cualquiera; en mí se vuelven tenues y sin efecto. Nada conseguirá que me desvíe de mi decisión última. —Su mirada era cáustica, definitiva—. Hace muy poco descubrí mi verdadera misión, y creedme que la cumpliré. ¡Sé que en ello reside otro tipo de felicidad!

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