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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (16 page)

BOOK: El secreto de la logia
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María Emilia sintió cierto alivio cuando Joaquín le explicó que su preocupación se debía a la falta de resultados en su investigación del asesinato del jesuita. Su tranquilidad no procedía, desde luego, de minusvalorar la gravedad de su situación, sino de saber que su apatía no se debía al aburrimiento de ella, como al principio había temido.

Sin detenerse en muchos detalles, Trévelez le resumió todo lo que había sucedido desde el día del crimen, las conversaciones con el secretario de Castro, con Rávago y con su protector el marqués de la Ensenada, y terminó deteniéndose en la visita al hospital de San Lorenzo, donde había presenciado parte de la autopsia.

—He esperado a que terminásemos de comer para adentrarme en este escabroso punto, pues te aseguro que en aquel lugar circula de forma permanente un repugnante hedor que resulta difícil de olvidar. Ese olor a muerte, de tinte acre, desanima a permanecer mucho tiempo en sus cercanías. —Habían pasado a un salón para relajarse con una copa de licor.

Ella se acercó a él y le besó con suavidad en la mejilla, para que su perfume compensara aquel desagradable recuerdo.

—Déjame que te sirva de consuelo. —María Emilia le acariciaba el rostro y se mostraba obsequiosa en cariños.

—No deberíamos… —Sus labios recorrían su cuello—. Nos pueden ver… —Se dejaba hacer, pero evitaba corresponderle—. He de volver a mi trabajo cuanto antes y…

Si cualquier otro día hubiese estado delante de semejante ocasión, no habría detenido aquella deliciosa actividad, más aún considerando las escasas oportunidades que había tenido para disfrutar con ella. Pero Trévelez era consciente de que sus deberes le reclamaban de inmediato y por tanto, aquella tarde no debía abandonarse.

Se levantó para evitar sus reflexiones y volvió a la conversación que, por su crudeza, debía de detener aquellos deslices afectivos.

—Estando encapuchado, fue sumergido varias veces en el río. Como si fuera poco martirio, la fuerza con la que estaba anudado el cordaje que rodeaba su cuello debió aumentar aún más la sensación de ahogo que sufría en cada inmersión.

—¿Cómo puede haber alguien que provoque tanto sufrimiento a un semejante? —El solo hecho de imaginar aquella espeluznante escena le había enfriado de sus anteriores impulsos y lo exteriorizó con un escalofrío.

—Disculpa mi falta de sensibilidad. —A la vista de su reacción, Joaquín pensó que había entrado en demasiados y escabrosos detalles y se levantó, con intención de irse para continuar con su trabajo—. No debería haberte contado nada de esto.

—¡Ni hablar! —Se levantó con gesto decidido, forzándole a sentarse de nuevo a su lado—. Si me lo permites, desearía ayudarte en tus conjeturas. Piensa que cuatro ojos ven más que dos.

Por unos minutos Trévelez la miró dubitativo, sin saber qué camino tomar. Al final, pudo más la solícita mirada de María Emilia que su idea de evitarle tan desagradable relato. Se sumergió entonces en la descripción de la secuencia más tenebrosa de aquel crimen, en una reconstrucción que se alimentaba de los datos obtenidos de la autopsia.

—Después de los intentos de ahogamiento, su asesino debió tumbarle en el suelo boca arriba y, todavía vivo, le diseccionó la piel del pecho dibujando un triángulo a la altura del corazón. Con algún instrumento contundente le rompió las costillas, y si por entonces la muerte no le había llegado todavía, el pobre religioso debió sentir cómo una mano rodeaba su corazón y se lo arrancaba con brutal saña.

María Emilia se tapaba la boca con ambas manos, manifestando el horror que le recorría por dentro, pero le rogó que continuase de todos modos.

—Después, fue arrojado a la orilla del río, ya muerto y definitivamente abandonado, hasta que fue visto a la mañana siguiente por dos mujeres que bajaban a lavar la ropa.

María Emilia rompió su silencio e hizo expresión de sus primeras sensaciones.

—Desde luego no parece obra de un simple malhechor; más bien de alguien que pretende que su crimen no pase inadvertido y desea mandar un mensaje.

Su comentario produjo en Joaquín una enorme curiosidad.

—¿Quién, o quiénes, crees que pueden ser entonces los destinatarios de esa siniestra misiva?

—Tratándose de quien era y de lo que representaba, las más altas autoridades religiosas y políticas de este país —contestó sin dudarlo.

—¡Interesante deducción, María Emilia! —Se rascó la barbilla, inquieto y sorprendido de su teoría—. ¿Qué explicación le darías entonces a la mutilación?

—No estoy segura, pero ahí puede residir la clave del asesinato. Haberle dibujado un triángulo para acceder a su corazón, suena a todo menos a un acto fortuito. ¿Tú qué piensas?

—Ese detalle constituye el punto de arranque de mi investigación. Pero volvamos al mensaje que en tu opinión pretenden enviarnos. ¿No crees, que la extracción del corazón del superior de la Compañía de Jesús podría comportar un significado más concreto?

—Debería pensarlo con más tiempo; no consigo seguir tu razonamiento. —María Emilia era una mujer orgullosa y segura de sí misma, lo cual le había empujado desde siempre a querer romper con la esperable condición femenina, típica en aquella sociedad hecha por y para los hombres.

Por eso le reducía verse retrasada en aquellas disquisiciones con Joaquín.

—Lo voy a abordar de otro modo, pues creo que llegarás a idéntica conclusión. ¿Recuerdas cuál es el símbolo que más venera la orden de San Ignacio de Loyola? —María cayó de inmediato en su argumento.

—El sagrado corazón de Jesús… ¡Ahora te entiendo! —Su cerebro volvió a ganar la velocidad que le era común—. A través de esa tétrica mutilación, el asesino está rubricando un mensaje dirigido a la Compañía de Jesús; su odio hacia una orden que, es sabido, idolatra ese símbolo.

—¿Alguien que persiga extirpar su influencia de nuestra sociedad?

Joaquín se iba deslizando por el campo de las posibles conclusiones.

—Podría ser… —María Emilia asumía un relativo retraso en sus deducciones, aunque estaba empezando a recuperar terreno.

De pronto, meditó sobre otro aspecto de la escena del crimen que podía colocarla muy por delante de él.

—Ahora, dime qué puede significar que estuviera encapuchado.

—¿Cómo? —Trévelez se vio sorprendido y reconoció no haber sacado ninguna conclusión sobre aquel hecho, más que verlo como el acto reflejo de un verdugo, en aras de evitar el efecto intimidatorio que le producía la mirada de su víctima.

María Emilia se detuvo en analizar las diferentes facetas de un acto como ése dentro de una mentalidad criminal, sin rechazar la que Joaquín había querido ver en un primer momento, y que consistía en tratar de protegerse de la impresión de mirar un rostro invadido por terribles expresiones de sufrimiento. Aunque primero admitió que había podido deberse a una reacción tan simple como ésa, a continuación pensó que todo dependía de cuándo se habría tomado la decisión de encapucharle. Si su asesino lo había hecho antes de su mutilación, sería sólo para procurarle la asfixia, y con ella la muerte, al añadirse a los efectos de las inmersiones en el río una intencionada falta de aire. Pero si, por lo contrario, se hubiera producido después de extraerle el corazón, se le ocurrían varias explicaciones.

—Producir un efecto macabro para poner su particular sello, diferente al de otros criminales. O quizá pretendiera cortarle la cabeza después de muerto, pues una vez en la bolsa resultaría más fácil de transportar. —Por su gesto, quedaba claro que, a la vez que exponía esa última teoría, la rechazaba por parecerle un tanto absurda y la más improbable de todas, aunque recordase algún caso parecido que Trévelez le había relatado en otra ocasión—. Por último, y me inclino a pensar que ésta es la cierta, que el capuchón tenga el mismo simbolismo de mutilación: ocultar al mundo el rostro como negación de la propia orden jesuita, representada por su máximo dirigente. En otras palabras, destruirla.

—¡Me parece un extraordinario razonamiento, María Emilia! —Trévelez estaba impresionado con su habilidad deductiva—. ¡Nunca me dejará de sorprender tu capacidad! —Ella le sonreía, gustosa de escuchar tanto elogio—. Hay que descartar la asfixia premeditada, pues el capuchón era de un lino de trama muy abierta y demasiado permeable. Estoy por ello, más de acuerdo en su posible significado antijesuitico, lejos de creer que se trata de una brutal representación de un individuo más o menos trastornado. —Se levantó desasosegado por el tiempo que llevaba en el palacio sin dar nuevas instrucciones a su equipo—. Ahora he de partir, pero créeme que has conseguido que me vaya de tu casa con los posibles móviles mucho más claros y, además, con ciertas sospechas sobre su autoría.

—Me alegra mucho saber que he podido contribuir en algo. Ya sabes que si me necesitas estaré más que dichosa por ayudarte.

El alcalde Trévelez abandonó el palacio a caballo, para dirigirse a la Sala de Alcaldes de Casa en la calle de Atocha, con bastante mejor talante del que tenía antes de estar con aquella fantástica mujer. Sin abandonar su estado de preocupación, se volvía satisfecho por haber mantenido aquella conversación con María Emilia.

Era indudable que le había ayudado más de lo que nunca hubiese imaginado.

—Entonces, ¿dónde deberías estar ahora? —Los dedos de Beatriz Rosillón jugueteaban con sus cabellos—. Porque no creo que tu madre imagine que estás conmigo y menos dentro de un mausoleo, en este cementerio.

—Se supone que ahora estoy en clase de esgrima, pero mi profesor resulta bastante fácil de convencer cuando hay algo de dinero que ganar. De todos modos, es un hombre de palabra y sé que guardará silencio.

—Reconozco que tu nota me causó alegría, hasta que vi el lugar que habías elegido para vernos. Cierto es que resulta de lo más discreto, pero admitirás que la compañía no es la ideal en un romántico encuentro.

Habían conseguido entrar en un panteón que por su estado parecía abandonado.

—No tenemos mucho tiempo, Braulio. He ordenado a mi paje que me espere en la carroza con la excusa de visitar la tumba de mi madre, y si me demoro un poco, nos arriesgamos a que se le ocurra entrar a buscarme y nos encuentre juntos.

Braulio empezó a besarla en las mejillas y labios, advertido del escaso lapso de que disponía.

—Desde hace tres días, no hago más que darle vueltas a la absurda prohibición de no vernos hasta tu boda. Odio tu compromiso con ese hombre, por lo visto más digno que yo a ojos de tu familia. ¿Por qué ahora, si ya se ha descubierto el secreto que protegía nuestro amor? ¿Qué puede impedir que yo sea tu marido?

—¡Porque eres gitano! —Beatriz le miró con ternura, pues sabía el dolor que le producirían sus palabras—. Y aunque hemos vivido creyendo lo contrario, el otro día mi madre me hizo entender que en esta sociedad eso resulta imperdonable. De cara a todos, siempre llevarás marcado tu origen, por excelente que sea la educación que te estén procurando. —Besó con especial ternura sus labios, con el dolor de saber que estaba hiriéndole en lo más profundo de su ser.

—Aborrezco la sangre gitana que corre por mis venas. ¿De qué me ha servido? Sólo para acarrearme las más terribles desgracias, primero a mi familia y, ahora, para perderte a ti.

—Han decidido que tu sangre gitana no se mezcle con la mía, pero te aseguro que nada, ni nadie, nos separará jamás. Aunque tenga que cohabitar y ceder mi cuerpo a ese duque, mi corazón viajará contigo para siempre.

—¡Te suplico que no hables de ello! Ningún otro pensamiento me puede martirizar más que imaginarte entre sus brazos. ¡No lo puedo soportar! —La ira lanzaba hacia delante su barbilla, en un gesto de incontenible furia.

—Mi madre me ha recomendado que esperemos un tiempo a que esté bien casada para, luego, seguir nuestra relación de un modo discreto. Increíble, ¿verdad?

Braulio la miró lleno de dolor, obligado a explicar algo que jamás podría aceptar.

—Eso no podrá ser… —Agachó la cabeza—. Los gitanos respetamos un código moral no escrito muy distinto de algunas costumbres más o menos extendidas en vuestra sociedad.

Ella le cortó, sin importarle el sentido de su comentario, y le recordó el firme compromiso que tenían los gitanos de respetar a los ancianos y a la palabra dada, pues en alguna ocasión lo habían hablado.

—Sí, vale. Eso es cierto —respondió Braulio—, pero también lo es que nuestra ley nos exige evitar cualquier cosa que pueda romper un matrimonio. El respeto a una mujer casada es tan sagrado como el culto a los muertos. Entiendes lo que esto supone, ¿verdad?

—¡No me habías hablado nunca de eso! —Se revolvió horrorizada—. Y además, ¿no acabas de decir que aborreces tu sangre romaní? ¿Me puedes decir entonces con qué te quedas? —Beatriz no estaba preparada para enfrentarse a aquel inesperado cambio.

—Ya lo sé, y desde luego no te falta razón. Pero no puedo renunciar a lo poco que me ata a mi pasado. Si lo hiciera, estaría traicionando la memoria de mis padres y a mi propia sangre. Tiene razón tu madre, todos tienen razón. ¡No soy más que un gitano! —Su rostro expresaba una extraña serenidad—. Por duro que te parezca, sé que lo entiendes, pues los dos hemos vivido experiencias paralelas que han marcado nuestro destino.

—Pero ¿eso quiere decir que no te entregarás a mí una vez que esté casada? —Mientras caían, sus lágrimas brillaban con el reflejo de la escasa luz que entraba a través de un pequeño ventanuco—. ¡Dime por favor que nada de lo que está pasando es real!

—Quise decir que te guardaré el respeto debido, como lo haría con cualquier otra mujer casada. —La sensación de sequedad de su garganta no se aliviaba, por más saliva que intentaba tragar—. Pero no dejaré de quererte ni un solo segundo de mi vida.

—¡No lo entiendo!

En su interior, Beatriz libraba una difícil batalla al no aceptar que se había agarrado a una esperanza irreal para sobrellevar aquel odioso matrimonio.

—¡Me acabas de romper el corazón! —Rechazó las caricias de sus manos—. ¡Necesito irme de aquí!

Braulio la sujetó tratando de retenerla.

—¿Para qué quieres que sigamos aquí, si acabas de enterrar todas mis ilusiones?

—Sé que te resultará difícil, pero espero que algún día me entiendas, Beatriz.

—Eso no es verdad, ni tampoco que necesite más tiempo para comprenderlo. Acabo de saber que te importa mucho más tu conciencia que lo que soy para ti. Ahora veo, con absoluta claridad, que por seguir un arcaico código moral lo que pretendes es rechazar mi amor. —Dolida hasta el extremo, no medía ninguna de sus palabras, ni el efecto que en él producían—. ¡No me engañes más! —Sólo deseaba irse de aquel mausoleo—. ¡Te ruego que me sueltes de una vez y dejes que me vaya!

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