Read El salón de ámbar Online

Authors: Matilde Asensi

El salón de ámbar (3 page)

Nuestros clientes eran expertos y exigentes, y, mayoritariamente, compraban a través de intermediarios a sueldo. De ahí que una de las mayores preocupaciones de mi padre fuera siempre la exquisita elaboración de nuestros catálogos, tarea que yo había heredado y que, recientemente, había asumido en su totalidad, realizando el diseño y la maquetación con el ordenador. Las fotografías, por supuesto, las encargaba a uno de los principales estudios profesionales de Madrid y la reproducción —en tiradas de quinientos o mil ejemplares— a Martí B. Gráficas, S.A., de Valencia; los mejores, sin duda, en su especialidad.

A mediodía, cuando entré en casa, unos aromas exquisitos a sopa de ajo y chuletón de ternera hicieron rugir mis jugos gástricos. Con el último trabajo había perdido tres kilos de mis ya escasas reservas calóricas. Mi delgadez, al margen de ser una herencia familiar y tan exagerada como poco atractiva, traía de cabeza a Ezequiela, que se empeñaba en prepararme banquetes pantagruélicos, dignos de un luchador de sumo.

—¿Ya está la comida? —pregunté a gritos desde la entrada.

—Falta un poco todavía —me respondió Ezequiela.

Fruncí el ceño, desilusionada, y me encaminé hacia el despacho. Si toda la tecnología moderna que me podía permitir en la tienda era la luz eléctrica y el sistema de alarma, por aquello de que los compradores de antigüedades suelen ser hostiles a cualquier cosa que huela a nuevo, en casa me desquitaba a gusto. Mientras con una mano pulsaba el mando a distancia del equipo de música y ponía en marcha el CD de Jarabe de Palo, con la otra, encendía mi estupendo ordenador y me dejaba caer en el sillón ergonómico lanzando por los aires los zapatos de tacón. Para relajarme, jugaría una partida de cartas contra la máquina antes de sentarme a la mesa. Era fantástico contemplar tantas luces parpadeantes y poder manipular tantos botones.

Todavía estaba desabrochándome la blusa y soltándome la falda cuando la pantalla que tenía delante se puso de un color rojo intenso y los altavoces emitieron un agudo pitido. El aparato estaba programado para conectarse automáticamente a Internet y revisar el buzón de correo electrónico. «Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez —empezó a repetir una voz mecánica—. Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez.»

—¡Oh, no! —exclamé descorazonada, mirando como una tonta el monitor—. ¡No quiero saber nada de nadie todavía!

¡Era muy pronto para que el Grupo se pusiera en contacto conmigo! Por regla general, después de realizar un trabajo —y del breve parte que yo enviaba a Roi anunciándole el resultado del mismo—, las comunicaciones se interrumpían durante algunas semanas y si, además, como era éste el caso, la pieza debía «dormir» unos meses en el calabozo, los contactos entre los miembros del Grupo se suspendían completamente para respetar las «vacaciones». Pero aquella pantalla roja y la voz machacona del ordenador no dejaban lugar a dudas.

El genio informático del Grupo era Läufer, el alemán, que había realizado todos los programas con los que trabajábamos y que mantenía actualizados los sistemas de codificación y cifrado que garantizaban la impermeabilidad de nuestras comunicaciones. Läufer era un antiguo
backer
del famoso grupo Chaos Computer Club. Él fue quien rompió las protecciones del Centro de Investigaciones Espaciales de Los Álamos, California, y también de la agencia espacial europea EuroSpand, del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares de Ginebra, del Instituto Max Planck de física nuclear y del laboratorio de biología nuclear de Heidelberg, entre otros. Pero, sin duda, su proeza más memorable fue la que llevó a cabo en mil novecientos ochenta y cinco, poco después de que un candoroso ejecutivo del Bundespost, el servicio de correos alemán, declarase que las medidas de seguridad informática de dicha entidad eran inexpugnables. Läufer recogió el desafío y, cierto día, un teléfono del Bundespost estuvo llamando automáticamente durante diez horas al Chaos Computer Club y colgando al obtener respuesta. El resultado fue una factura telefónica de ciento treinta y cinco mil marcos.

Läufer tuvo la suficiente inteligencia para abandonar el Chaos antes de ser descubierto y encarcelado por la policía (como sucedió con muchos de sus compañeros) y rehízo completamente su vida adentrándose en el selecto mundo de los objetos de arte, su segunda pasión. Sin abandonar los ordenadores, se entregó con entusiasmo al estudio y a la preparación profesional y, al cabo de unos cuantos años, se ganaba muy bien la vida dedicándose a la tasación y valoración de muebles, cerámicas, porcelanas, vidrio, plata, pintura, escultura, bronces, textiles y joyas, llegando a estar considerado, con el tiempo, como el mejor especialista en autentificación de piezas antiguas.

La combinación de sus dos habilidades, en las que, por su inteligencia y sensibilidad, era un verdadero maestro, le convirtieron en el candidato adecuado para cubrir la vacante dejada por el anterior Läufer y, aunque desconozco qué método utilizó Roi para ficharle, lo cierto es que formaba parte del Grupo de Ajedrez varios años antes que yo.

Entre disgustada y preocupada por la llegada de un mensaje, cargué el lector de correo electrónico y las letras comenzaron a surgir en la pantalla en forma de signos y dibujos totalmente ilegibles. Ni Champollion
[1]
con toda su ciencia hubiera conseguido descifrar aquella piedra de Rosetta.

Al cabo de pocos segundos, sin embargo, el algoritmo descodificador elaborado por Läufer había terminado su trabajo y aquel enjambre sin forma empezó a adquirir sentido ante mis ojos:

«IRC, #Chess, 16.00, pass: Golem. Roi.»

¡Mierda!

—¡Mierda, mierda! —grité levantándome del sillón con un brinco. El ruido alarmó a Ezequiela que entró rápidamente por la puerta secándose las manos con un paño de cocina.

Ezequiela era una anciana bajita, flaca y encorvada, de mirada perspicaz y con una cara surcada de arrugas que terminaba en una curiosa barbilla hundida y rosada. Desde hacía unos cuantos años venía acortándose las faldas para que no se notara que, con la edad, estaba disminuyendo de tamaño.

—¿Qué pasa?

—¡Roi otra vez! —exclamé mirándola desesperada.

Ella enarcó las cejas con un gesto que bien podía significar «¡Qué le vamos a hacer!» o «¡Aguántate por tonta!» y desapareció como había venido sacudiendo la cabeza con resignación, sin volver a ocuparse de mí.

—¡Maldita sea, otro trabajo no, no y no! —exclamé en el desierto de mi despacho.

Comí sin mucho apetito y apenas hice caso de la verborrea de Ezequiela que eligió precisamente ese momento para ponerme al tanto de los cotilleos de la ciudad. Entre bodas, bautizos, sepelios y divorcios acabé con el postre y bebí de un sorbo el café, sintiendo cómo una pereza infinita comenzaba a inyectarse dulcemente en los músculos de mi cuerpo: se acercaba el momento de la siesta pero, en lugar de dormir un par de horas en el sofá antes de volver a la tienda, tenía que mantenerme despierta para conectarme al IRC
[2]
.

¿No podría Roi haberme citado por la tarde o por la noche, cuando mi cerebro estaba en plenitud de facultades…? Pero no tenía otra alternativa: la disciplina y el funcionamiento riguroso eran cruciales para la seguridad, y si Roi me había citado a las cuatro de la tarde, a esa hora yo debía establecer comunicación pasara lo que pasara y costase lo que costase. En caso contrario, él desmantelaría el Grupo antes de una hora.

Así que a las cuatro menos cinco estaba sentada de nuevo frente al ordenador, con otra taza de café junto al teclado y un cigarrillo nervioso entre los dedos, conectando con mi servidor de Internet y cargando el programa para acceder al IRC. Una vez que el servidor me dio paso, entré en la red a través de Noruega, por Undernet-Oslo, y redireccioné por Toronto, Canadá, y luego por Auckland, Nueva Zelanda, cambiando de identificación para eludir posibles rastreos. Convenientemente camuflada, solicité una lista de canales abiertos y, en la interminable serie de nombres que aparecieron en mi pantalla por orden alfabético, encontré #Chess con facilidad. Pinchando dos veces sobre él con el botón izquierdo del ratón, entré en una sala blanca y vacía, en el centro de la cual un recuadro parpadeante me pedía la contraseña de acceso (el
password
o
pass
). Tecleé «Golem», pulsé intro, y la imagen cambió: la sala blanca y vacía se llenó de líneas de colores que ascendían por mi pantalla con mensajes de bienvenida en los seis idiomas de los integrantes del Grupo de Ajedrez: en francés por Roi —el Rey—, que ya estaba presente, en italiano por Donna —la Dama—, en alemán por Läufer —el Alfil—, en inglés por Rook —la Torre—, en portugués por Cávalo —el Caballo— y en español por mí, Ana… el humilde Peón.

—Hola, Peón.

—Hola, Roi —escribí velozmente en francés.

—Te habrá sorprendido esta reunión urgente…

—Puedes apostar lo que quieras a que sí. En ese momento entró Cávalo en el canal.

—Hola a todos —escribió en inglés.

—Hola, Cávalo.

Volvieron a pitar mis altavoces. Donna y Rook hicieron su entrada, uno detrás de la otra.

—Saludos a todos —dijo Donna.

—Lo mismo —añadió Rook—. Veo que sólo falta Läufer.

—Para variar —dijo Cávalo.

—No tardará. En cuanto llegue os explicaré por qué os he convocado de esta forma tan inusual.

—Espero que valga la pena, Roi, porque tenía una comida de trabajo importantísima en Nápoles y la he cancelado por culpa de tu
e-mail
—escribió Donna con evidente mal humor. Donna, o mejor, Julia Volontieri, era la importante propietaria de una empresa de conservación y restauración de arte y antigüedades especializada en el desarrollo de proyectos para las administraciones públicas italianas y para el Vaticano. El personal a su servicio, experto en la restauración de retablos, esculturas policromadas, tablas y lienzos, se formaba en el taller-escuela de la propia Julia, en cuyos laboratorios de Roma se llevaban a cabo, utilizando las más complejas y modernas tecnologías, las falsificaciones utilizadas por el Grupo de Ajedrez para encubrir los robos. Nunca había tenido ocasión de tratarla en persona, pero Roi aseguraba que, incluso a los cincuenta años, era una de las mujeres más atractivas y fascinantes que había conocido en su vida.

—Todos teníamos cosas importantes que hacer, Donna —dije yo recordando mi siesta.

—Querida Donna —apuntó Cávalo con evidente sorna—, tú siempre tan ocupada y tan diligente.

—Y tú, mi estimado Cávalo —le respondió ella—, siempre tan amable.

Cávalo, cuyo verdadero nombre era José da Costa-Reis, era el propietario de una importante
ourivesaria
en la elegante rúa Passos Manuel de Oporto, fundada por su abuelo poco después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre —el primer Cávalo—, joyero también y restaurador de relojes y joyas antiguas, fundó, por afición, el Grupo de Xadrez do Porto y, cuando Roi y él decidieron unirse para llevar a cabo ciertas actividades no demasiado limpias, éste fue el nombre que les pareció más oportuno para encubrirlas. El padre de José murió casi al mismo tiempo que él mío, también de un ataque al corazón, y ambos heredamos simultáneamente tanto los negocios familiares como las posiciones en el Grupo.

—¡HOLA A TODOS!.

El genio informático acababa de hacer su entrada en el canal y, para que a nadie le pasara inadvertido tal acontecimiento, Läufer, además de utilizar las mayúsculas (equivalente a los gritos en cualquier conversación hablada), hizo correr por nuestras pantallas una serie de dibujos a todo color en los que se veían caras sonrientes, dragones humeantes, flores y algún que otro desnudo femenino de corte moderado; la experiencia le había demostrado que Donna y yo podíamos montar en cólera si se pasaba con sus exhibiciones machistas. Las tonterías de Läufer siempre eran coreadas por el bobo de Rook, y los dos juntos podían llegar a resultar, a veces, insoportables.

—¡Ya era hora, muchacho! —escribió su compinche en tono alegre.

—¡HEY, ROOK.! ¿CÓMO VAN ESAS FINANZAS?

—Por favor, Läufer, utiliza las minúsculas —pidió Roi.

—NO PUEDO, TENGO EL TECLADO ESTROPEADO.

—Siempre pone la misma excusa…

—NO SÉ POR QUÉ DICES ESO, DONNA.

—¿Será porque te amo?

—¡LO SABÍA, LO SABÍA! ¡HEY,ROOK! ¿QUÉ TE PARECE, AMIGO?

—Läufer, por favor —interrumpió Roi—. Tenemos trabajo.

—ESTÁ BIEN. ME CALLARÉ.

—Roi, empieza ya porque el tiempo corre —atajé para impedir la más que probable respuesta desagradable de Donna.

—Tenemos una oferta interesante —empezó Roi. Afortunadamente, su velocidad escribiendo con el ordenador era comparable a la de una buena taquimeca—. Muy interesante, diría yo, y por eso os he convocado. A través de los cauces habituales, un coleccionista llamado Vladimir Melentiev nos ha pedido que recuperemos un lienzo del pintor ruso Ilia Krilov que se encuentra actualmente en Alemania. La obra está valorada en unos treinta y cinco mil dólares y él está dispuesto a pagar el precio que pidamos por obtenerla. Sea cual sea, me ha insistido.

—¿Lo que le pidamos? —se interesó Rook, que era el economista del Grupo.

—Te aseguro que no va a regatear ni a discutir la suma.

—Eso me huele mal… —apuntó Cávalo—. Rook, saca las cuentas. Si no me equivoco, a ese tal Vladimir le va a costar mucho más caro patrocinar esta operación que comprar el cuadro.

—El propietario no quiere venderlo.

—A ver… Déjame calcular. Al cambio actual de divisas, treinta y cinco mil dólares norteamericanos son, aproximadamente… veintiuna mil libras inglesas, cincuenta y nueve mil marcos alemanes, ciento noventa y siete mil francos franceses, cincuenta y ocho millones de liras italianas, unos seis millones de escudos portugueses y unos cinco millones de pesetas españolas… Me parece que Krilov es un pintor escasamente cotizado en el mercado.

—No sé nada acerca de él —manifestó Donna—. Debe ser posterior a mil ochocientos.

—En efecto, es de finales del XIX y principios del XX —informé yo—. Lo sé porque, preparando mi último viaje, leí en alguna parte que Krilov había empezado su carrera como pintor de iconos y que la mayor parte de su obra o, al menos, la más famosa, se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.

—ATENCIÓN —gritó Läufer—.SEGÚN LAS BASESDE DATOS DISPONIBLES EN LA RED, ILLA YEFIMOVICH KRILOV (1844-1930) ESTÁ CONSIDERADO COMO EL PINTOR REALISTA MÁS EXTRAORDINARIO DE SU GENERACIÓN. NACIÓ EN CHUGUYEV Y ESTUDIÓ EN LA ACADEMIA DE SAN PETERSBURGO. BUEN DIBUJANTE Y HÁBIL COLORISTA, FUE CONOCIDO SOBRE TODO POR LOS CONTENIDOS TEMÁTICOS DE SUS OBRAS.

Other books

Canyon Road by Thomas, Thea
Her Best Worst Mistake by Sarah Mayberry
Descent Into Madness by Catherine Woods-Field
Convicted: A Mafia Romance by Macguire, Jacee
Camouflage by Gloria Miklowitz
Duende by E. E. Ottoman
Deadly Nightshade by Daly, Elizabeth
Near + Far by Cat Rambo
Satisfaction by Marie Rochelle


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024