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Authors: Matilde Asensi

El salón de ámbar (5 page)

Un poco más difícil fue dar con la empresa encargada de montar el sistema de seguridad. Tras arduas investigaciones resultó ser la internacional White Knight Co., una vieja conocida cuyos métodos tradicionales de trabajo no me quitaron el sueño. Un par de días más tarde, Läufer disponía de la red de circuitos de alarma, incluidos modelos y series.

La historia del cuadro investigada por Roi resultó bastante más interesante. Por las referencias y notas encontradas en revistas especializadas, en libros de arte e historia y en las fichas científicas de algunos galeristas y coleccionistas amigos suyos, supimos que la obra, tras permanecer por más de veinte años en el Museo Estatal Ruso de Leningrado (actual San Petersburgo), fue robada y trasladada a la ciudad prusiana de Kónigsberg (actual Kaliningrado) en octubre de 1941, durante la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán. Los nazis habían constituido dos comandos de tropas especiales dedicados al saqueo sistemático de objetos de valor artístico: el Künstberg, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, y el Rosenberg, a las órdenes de Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este de Europa. Ambos comandos tenían la orden de poner «fuera de peligro» las obras de arte de los museos de Leningrado y Moscú, llevándolas, naturalmente, a Alemania.

En los primeros meses de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg en uno de los combates más violentos de la Segunda Guerra Mundial, una expedición cargada con los tesoros robados abandonó aquella zona peligrosa con destino a Turingia, donde gobernaba el terrible
gauleiter
[4]
Fritz Sauckel, responsable del campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, y posteriormente condenado a muerte durante los juicios de Núremberg y ejecutado. Este antiguo ministro plenipotenciario del Reich declaró antes de morir que aquellas obras de arte recibidas en las postrimerías de la guerra habían salido de Weimar en abril de 1945 con destino a Suiza, extremo que nunca pudo ser confirmado porque jamás volvió a saberse nada de ellas.

El dato curioso era que, veinte años después, el lienzo titulado
Mujiks
, del pintor ruso Ilia Krilov, aparecía sorprendentemente registrado en el modesto catálogo particular de un antiguo dirigente nazi reconvertido en respetable empresario panadero, un tal Helmut Hubner… ¿No era increíble? Desde Turingia (o desde Suiza), el cuadro había pasado a manos de Hubner a través de cauces desconocidos, aunque mucho más asombroso todavía resultaba el hecho de que el multimillonario fabricante de las galletas más famosas del mundo, y exquisito coleccionista de arte, era un antiguo nazi transformado.

Donna, con toda la información que necesitaba a su disposición, se puso manos a la obra y realizó un trabajo tan perfecto que despertó la admiración del Grupo. Recibimos dos fotografías escaneadas exactamente iguales y se nos pidió que diferenciáramos el original de la copia. Todos nos equivocamos menos Läufer, que reconoció haber tomado su decisión no sobre la base de sus conocimientos como especialista en la autentificación de piezas, sino echando una moneda al aire después de haberse bebido unas cuantas cervezas.

Donna había empezado su carrera como excelente pintora a la edad de veinte años y, al decir de la crítica en general, estaba dotada de unas magníficas dotes naturales para el dibujo y el color. Pero pronto descubrió que sólo era una aspirante más en medio de un océano de aspirantes y que jamás conseguiría un trono en el Olimpo de los grandes maestros. Con profunda amargura, se dio cuenta de que su nombre no cruzaría los siglos envuelto en una aureola de gloría: ya no quedaban capillas Sixtinas que pintar ni había papas-mecenas como Julio II o León X y, hasta para el trabajo más insignificante, los candidatos en oferta se contaban por miles. Así que cambió su rumbo hacia derroteros más provechosos y, siguiendo los pasos de su admirado Miguel Ángel Buonarroti, se encaminó hacia la falsificación de obras de arte. Miguel Ángel, según su amigo y biógrafo Giorgio Vasari, «también de magistral manera imitó dibujos de antiguos y afamados maestros; los teñía y envejecía con humo y otras materias primas, manchándolos de modo que pareciesen antiguos, haciendo que se confundiesen con los originales». En una ocasión, incluso, ya célebre y acomodado, preparó un
Cupido
para que pareciera encontrado en unas excavaciones y, haciéndolo pasar por antiguo, lo vendió a un cardenal por treinta ducados florentinos. El viernes 25 de septiembre, a primera hora de la mañana, Cávalo embarcó en un avión de Alitalia con destino a Roma; comió con Donna en un elegante restaurante de la piazza Farnese y regresó a media tarde al aeropuerto de Fiumicino —llevando en bandolera un tubo portalienzos cargado con un rollo de láminas variadas y algunas reproducciones litografiadas de las vistas de Roma de Piranesi—, para tomar otro avión que le llevaría de regreso a Oporto. El sábado 26 lo dedicó a jugar al
ajedrez
, deporte al que era tan aficionado como su abuelo y su padre, y el domingo 27 salió de casa muy temprano para, al volante de su coche, cruzar la frontera con España por Fuentes de Oñoro y comer conmigo en la posada del pequeño pueblo medieval de San Marros del Castañedo, en Salamanca, a mitad de camino entre nuestras dos ciudades. Durante las cuatro horas largas que tardé en llegar hasta el lugar de la cita, permanecí atenta a las noticias sobre las elecciones generales que estaban teniendo lugar ese día en Alemania. Sentía mucha curiosidad por saber si Kohl sería de nuevo canciller o si, por el contrario, el socialdemócrata Schróder conseguiría quitarle el puesto y pactaría después con los Verdes para formar gobierno. Sería una maravilla, me dije, que Alemania fuera la primera potencia económica en renunciar a la energía nuclear. Eso tendría el efecto de un cataclismo en los cimientos de la industria atómica y quizá, de este modo, el mundo empezara a ser un lugar más limpio. ¿Tendrían tanta influencia los Verdes alemanes si ganaba Schróder? Lo deseé con todas mis fuerzas.

Aparqué mi BMW en la plazuela del pueblo y me colé por una estrecha callejuela que me llevó directamente a la posada. Aquel viejo edificio del siglo XVI, con la fachada a medio restaurar y cubierta de andamios, me producía siempre la misma sensación de estudiada ramplonería. El interior estaba decorado en el más puro estilo rústico-moderno, es decir, mucha cerámica de barro cocido, muchos tejidos de lino y algodón, mucha madera de pino y haya, muchas flores secas y mucho hierro forjado. Empujé el portalón y me topé de bruces con un escuálido personaje que se me quedó mirando fijamente con ojos de iluminado. Por experiencias anteriores sabía que no diría ni media palabra hasta que yo no tomara la iniciativa, así que le saludé amablemente y le pregunté por el señor José da Costa-Reis. Siguió mirándome un buen rato, sin parpadear y sin moverse, y luego se apartó de golpe para dejarme ver el comedor, al fondo del cual, José, sentado a la mesa y con una gran sonrisa en los labios, charlaba animadamente con una jovencita de unos doce o trece años, muy morena, muy flaca y con unos dientes enormes. Debía ser esa hija de la que siempre me hablaba cuando nos encontrábamos en aquella posada antes de cada trabajo. Solté un gruñido de desagrado por la inesperada comensal y me dirigí hacia ellos bajando resueltamente los tres escalones que separaban el vestíbulo del pequeño comedor.

Siempre me gustaba volver a ver a Cávalo. Para mí era uno de esos hombres tranquilos y exquisitamente educados al lado de los cuales puedes sentir que el mundo tiene sentido aunque en realidad no lo tenga. De ojos profundamente oscuros y alegres, alto y deportivo, siempre bien afeitado y bien peinado el espeso cabello gris, José era un hombre muy apetecible que, sin embargo, conforme a las normas del Grupo, no estaba a mi alcance.

—Estás preciosa, Ana —me dijo con ese castellano redondo y musical que utilizan los gallegos y los portugueses al hablar nuestro idioma. Luego me dio dos besos.

—Y tú también, José.

Exhibió una atractiva sonrisa infantil y retrocedió hasta sujetar con las manos el respaldo de una de las dos sillas libres, echándolo hacia atrás para ofrecerme asiento. La niña no me quitaba los ojos de encima. —Ésta es Amalia, mi hija, la chica más guapa e inteligente del mundo. Amalia, ésta es Ana, Ana Galdeano.

—Hola, Amalia —mascullé con un esfuerzo.

—Hola —respondió la niña, observándome como si tuviera rayos X en los ojos.

José se había separado de su esposa al poco de nacer Amalia. Como en Portugal no existía entonces el divorcio, ambos habían llegado a un acuerdo civilizado para que la niña creciera sin echar de menos a su padre. Los días que Amalia tenía que estar con José eran tan sagrados para éste, que era capaz de suspender un encuentro conmigo y posponer una operación del Grupo con tal de no perder ni un minuto del tiempo que debía pasar con su hija. Sin embargo, en esta ocasión, sin avisarme previamente, había traído a la niña consigo.

—¿Cómo llevas el negocio de Alemania? —quiso saber mientras se sentaba.

Estoy segura de haber exhibido una sonrisa estúpida y bobalicona. ¿Cómo se atrevía a hacerme esas preguntas delante de la niña? Hice acopio de aire y de sangre fría antes de responder.

—Ya lo tengo todo preparado. En cuanto me entregues el… diseño, volveré a casa y haré el equipaje.

José dirigió la mirada hacia una esquina del techo y la volvió a bajar rápidamente.

—¡Ah, el diseño! —exclamó—. ¡Pues es verdad! Nos lo hemos dejado olvidado en el coche, ¿verdad, Amalia?

—Sí, papá.

—Es que veníamos hablando y… Luego te lo doy, antes de irnos. Hay que reconocer que Donna ha hecho un trabajo excepcional. Dentro del tubo tienes también una bolsita con dos clavos numerados.

—¡Ah, estupendo! —exclamé, sin poder borrar el espasmo de mi cara. ¿Se me quedaría así para siempre, deformándome hasta el día de mi muerte por culpa del inconsciente de Cávalo? En cuanto llegase a Ávila esa noche, hablaría seriamente con Roí.

—¿ Cómo lo vas a hacer? —me preguntó mientras se encendía un cigarrillo y exhalaba el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo. ¿Por qué demonios era tan atractivo? y, sobre todo, ¿por qué demonios me hacía preguntas tan comprometidas?

—Seguiré mi método habitual —repuse tragando un pedacito de pan tostado con paté—: el camino más corto, más seguro y más lógico. Siempre me ha dado buen resultado, ya lo sabes.

—No hay duda de que conoces muy bien tu trabajo. Sin embargo, te encuentro un poco fatigada —murmuró, examinándome con preocupación—. ¿No has descansado del viaje a Rusia?

—Me canso mucho en cada… negociación, pero me recupero pronto con los guisos de Ezequiela. Lo que pasa es que, esta vez, no he tenido tiempo. Ha sido todo muy rápido.

—En eso tienes razón —asintió, con gesto pesaroso. Amalia, mientras tanto, nos miraba alternativamente a uno y a otro, escuchando con sumo interés.

La conversación prosiguió en el mismo tono superficial y vano durante el resto de la comida, pero es que resultaba completamente imposible hablar de otras cosas delante de la niña. Jamás he conocido a un hombre más embobado con su hija que Cávalo. Aunque, pensándolo mejor, mi padre no le iba a la zaga: también él me había llevado a reuniones con Roí en las cuales se hablaba de cosas que yo no comprendía en absoluto. También mi padre había actuado conmigo como ahora lo hacía José con Amalia. Terminado el almuerzo salimos de la posada y dimos un tranquilo paseo por el pueblo, completamente desierto a esas tempranas horas de la tarde. Parecíamos una pequeña familia realizando una excursión de fin de semana. Por fortuna, José había tenido la precaución de aparcar su coche lejos de las posibles miradas curiosas, en una zona deshabitada junto a un pequeño puente romano. Cuando llegamos, abrió el maletero y sacó el portalienzos, que depositó en mis manos como si se tratara de un hijo. Intercambiamos una mirada de inteligencia y yo me colgué el tubo en bandolera, tal y como lo llevaría en el momento de realizar la operación.

—Amalia y yo tenemos que pedirte un pequeño favor, Ana —me dijo Cávalo con cierta timidez.

—¿Amalia y tú…? Bien, pues vosotros diréis —repuse con una breve sonrisa.

—¿Te molestaría traernos un diminuto paquete desde Alemania? Es un encargo muy especial que le hice a Heinz —Heinz, Heinz Kemmler, era el nombre real de nuestro querido Läufer, con quien yo iba a tener el enorme placer de encontrarme esa misma semana.

—Claro que no me importa —exclamé sincera, y en ese mismo instante me arrepentí. ¿Y si era un paquete pesado o que llamaba mucho la atención? José leyó mi pensamiento.,

—Se trata de un pequeño cachivache, muy ligero, que no te molestará en absoluto. Amalia y yo somos unos apasionados de los ingenios mecánicos antiguos. Tenemos una magnífica colección de juguetes animados: bailarinas, norias, payasos, animales… ¿Verdad, Amalia?

—Sí, papá.

—Le pedí a Heinz que comprara en mi nombre un Märklin de 1890 que salió a subasta hace algunas semanas en Bonn. ¡Una maravilla! ¡Una joya que no tiene precio! Se trata de una muñequita de hojalata, pintada a mano, que se desliza por una pista nevada.

Como buen joyero-relojero, José había heredado de su padre y de su abuelo el gusto por las maquinarias complicadas. Por lo que yo sabía, uno de sus pasatiempos predilectos, además del ajedrez, era la restauración de viejos relojes. Imaginarlo trabajando, concentrado, sobre un mecanismo basado en el perfecto funcionamiento y la sincronización de centenares de minúsculas piezas, alteraba notoriamente mis hormonas. Era uno de los hombres más inteligentes que había conocido en mi vida.

Amalia susurró unas palabras en portugués.

—¿ Qué ha dicho? —pregunté, desconcertada.

—Ha dicho que funciona con un dispositivo de resorte.

Así pues, la hija había heredado la afición y, probablemente, la capacidad de tres generaciones de afamados relojeros. Empezaba a entender por qué su padre había dicho que era la chica más lista del mundo.

José se había vuelto para mirar a su hija con gesto serio.

—¡Amalia, te dije que hablaras en castellano cuando estuviéramos con Ana!

—Lo siento —murmuró la niña con cara de fastidio.

—Habla perfectamente el castellano, pero le da vergüenza.

—Bueno, no pasa nada —concedí—. Y tranquilos: traeré vuestro juguete con sumo cuidado desde Alemania, os lo prometo. Ya me dirás, José, cómo quieres que te lo entregue.

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