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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (26 page)

«Ese sitio no lo vas a conocer ni en sueños.»

«Pero todos los de mi clase han ido», dijo Maya.

«Pues tú no», dijo Elena Fritts. «Y ni se te ocurra volver a hablarme del tema.»

«Y entonces me fui a escondidas», me dijo Maya. «¿Qué más iba a hacer? Una amiga me invitó y yo le dije que sí. Mi mamá se quedó convencida de que me iba a pasar el fin de semana en Villa de Leyva.»

«No puede ser», le dije. «¿Usted también fue a escondidas a la Hacienda Nápoles? ¿Cuántos habremos hecho lo mismo?»

«Ah, de manera que...»

«Sí, yo también», dije, «a mí también me lo prohibieron, yo también dije una mentira y me fui a ver lo prohibido. Un sitio tabú, la Hacienda Nápoles».

«¿Y cuándo la conoció usted?»

Hice las cuentas en mi cabeza, invoqué ciertas memorias, y la conclusión me produjo un escalofrío de placer en la espalda. «Yo tenía doce años. Yo soy un año mayor que usted. Fuimos por la misma época, Maya.»

«¿Usted fue en diciembre?»

«Sí.»

«¿Diciembre de 1982?»

«Sí.»

«Fuimos por la misma época», repitió ella. «Increíble, ¿no es increíble?»

«Bueno, sí, pero tampoco estoy seguro de...»

«Fuimos el mismo día, Antonio», dijo Maya. «Yo sí estoy segura.»

«Pero si pudo ser cualquier día.»

«No, no me venga con cuentos. Fue antes de Navidad, ¿cierto?»

«Cierto. Pero...»

«Y fue ya en vacaciones, ¿cierto?»

«Pues sí, cierto.»

«Bueno, pues tuvo que ser en fin de semana, porque de otra manera no hubiéramos tenido adultos que nos llevaran, la gente trabaja. ¿Y cuántos fines de semana hubo antes de Navidad? Digamos tres. ¿Y qué día fue, un sábado o un domingo? Fue un sábado, porque la gente de Bogotá siempre venía al zoológico los sábados, a los adultos no les gustaba pegarse semejante viaje y tener que ir a la oficina al día siguiente.»

«Pues son tres días de todas formas», dije yo, «tres sábados posibles. Nada nos garantiza que hayamos escogido el mismo».

«Yo sé que sí.»

«¿Por qué?»

«Porque sí. Y no me joda más. ¿Quiere que le siga contando?» Pero Maya no esperó mi respuesta. «Bueno», dijo, «pues el asunto es que conocí el zoológico y luego volví a la casa, y lo primero que hice al entrar fue preguntarle a mi madre dónde exactamente quedaba nuestra casa de La Dorada. Creo que reconocí algo del camino, del paisaje, reconocí una montaña o una curva de la carretera, o la carretera que lleva de la vía principal a Villa Elena, porque para ir a la Hacienda Nápoles uno pasa frente a esa carretera. Algo debí de reconocer, y cuando llegué a ver a mi madre no dejé de hacer preguntas. Era la primera vez que hablaba de eso desde que nos fuimos, a mamá le impresionó mucho. Y con los años seguí haciendo preguntas, diciendo que quería volver, que cuándo íbamos a volver. La casa de La Dorada se me convirtió en una especie de tierra prometida, ¿me entiende? Y empecé poco a poco a hacer todo lo necesario para volver. Y todo empezó con esa visita al zoológico de la Hacienda Nápoles. Y ahora usted me dice que tal vez nos vimos allá, en el zoológico. Sin saber que usted era usted y que yo era yo, sin saber que nos encontraríamos después».

Algo sucedió en ese instante en su mirada, sus ojos verdes se abrieron ligeramente, sus cejas finas se arquearon como si las hubieran dibujado de nuevo, y en su boca, su boca de labios sanguíneos, apareció un gesto nuevo. Yo no hubiera podido probarlo, y hacer un comentario al respecto habría sido una imprudencia o una imbecilidad, pero en ese momento pensé:
Éste es un gesto de niña. Así eras de niña.
Y entonces la oí decir:

«¿Y ha vuelto desde esa época? Porque yo no, no he vuelto nunca. El sitio está que se cae a pedazos, por lo que sé. Pero podemos ir de todas formas, ver qué hay, ver de qué nos acordamos. ¿Le suena la idea?»

Pronto estábamos avanzando por la vía a Medellín a la hora de más calor, moviéndonos por la cinta de asfalto igual que lo habían hecho Ricardo Laverde y Elena Fritts veintinueve años atrás, y haciéndolo, además, en el mismo Nissan color hueso en que lo habían hecho ellos. En un país donde es corriente encontrar en las calles modelos de los años sesenta —un Renault 4, un Fiat aquí y allá, camiones Chevrolet que pueden ser incluso quince años más viejos—, la supervivencia del campero no era ni milagrosa ni extraordinaria, como éste se veían cientos en las calles. Pero cualquiera puede ver que aquél no era cualquier campero Nissan, sino el primer gran regalo que Ricardo Laverde le había hecho a su mujer con el dinero de los vuelos, el dinero de la marihuana. Veintinueve años antes ellos dos habían recorrido el valle del Magdalena como ahora lo hacíamos nosotros, se habían besado en este asiento, en esta cabina habían hablado de tener hijos. Y ahora su hija y yo ocupábamos los mismos lugares y acaso sentíamos el mismo calor húmedo y el mismo alivio al acelerar y dejar que el aire circulara por el vehículo, así tuviéramos que levantar la voz para entendernos. Era levantar la voz o morirnos de calor con las ventanas cerradas, y preferimos lo primero. «Todavía existe este campero», dije en ese tono esforzado, parecido al de un actor en un teatro demasiado grande.

«Cómo le parece», dijo Maya. Luego levantó una mano y señaló el cielo. «Mire, los aviones militares.»

Me llegó el ruido de los aviones que pasaban sobre nuestras cabezas, pero al asomarme para verlos me encontré solamente con una bandada de gallinazos que volaban en círculos sobre el fondo del cielo. «Yo trato de no pensar en papá cuando los veo», dijo Maya, «pero no puedo». Otra formación volvió a pasar, y esta vez sí que alcancé a verlos: las sombras grises cruzando el cielo, las propulsiones sacudiendo el aire. «Él quería ser heredero de eso», dijo Maya. «El nieto del héroe.» La vía se llenó de repente de muchachitos uniformados y armados con fusiles que les colgaban sobre el pecho como animales dormidos. Antes de entrar al puente sobre el Magdalena reducimos tanto la velocidad y pasamos tan cerca de los militares que el espejo lateral del campero casi rozaba el cañón de los fusiles. Eran niños, niños sudorosos y asustados cuya misión, la vigilancia de la base militar, parecía a todas luces quedarles tan grande como sus cascos y sus uniformes y aquellas botas de cuero rígido demasiado cerradas para este trópico cruel. Al pasar junto a la valla que rodeaba la base, una estructura cubierta de una tela verde y coronada por un intrincado laberinto de alambre de púas, vi un letrero de fondo verde y letras blancas,
Prohibido tomar fotografías,
y uno más de letras negras sobre fondo blanco:
Derechos humanos, responsabilidad de todos.
Del otro lado de la valla se alcanzaba a ver una carretera pavimentada por donde circulaban camiones militares; más allá, expuesto como una reliquia en un museo, un Canadair Sabre hacía equilibrio sobre una suerte de pedestal. En mi memoria está asociada la imagen de ese avión, que tanto gustaba a Ricardo Laverde, con la pregunta de Maya: «¿Dónde estaba usted cuando mataron a Lara Bonilla?».

La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado. Y esas conversaciones suelen comenzar con Lara Bonilla, ministro de Justicia. Había sido el primer enemigo público del narcotráfico, y el más poderoso entre los legales; la modalidad del sicario en moto, por la cual un adolescente se acerca al carro donde viaja la víctima y le vacía una Mini Uzi sin siquiera reducir la velocidad, comenzó con su asesinato. «Estaba en mi cuarto, haciendo una tarea de Química», dije. «¿Usted?»

«Yo estaba enferma», dijo Maya. «Apendicitis, imagínese, me acababan de operar.»

«¿Eso les da a los niños?»

«Una crueldad, pero sí. Y me acuerdo del revuelo en la clínica, las enfermeras entrando y saliendo, era como estar en una película de guerra. Porque habían matado a Lara Bonilla y todo el mundo sabía quién había sido, pero nadie sabía que eso podía pasar.»

«Era algo nuevo», dije. «Me acuerdo de mi papá en el comedor. Las manos en la cabeza, los codos sobre la mesa. No comió nada. Tampoco dijo nada. Era algo nuevo.»

«Sí, ese día nos acostamos cambiados», dijo Maya. «Un país distinto, ¿no? Por lo menos yo lo recuerdo así, mamá tenía miedo, yo la veía y le veía el miedo. Claro, ella sabía un montón de cosas que yo no.» Maya se quedó callada un instante. «¿Y cuando Galán?»

«Eso fue por la noche. Era un viernes de mitad de año. Estaba... Bueno, estaba con una amiga.»

«Ah, muy bonito», dijo Maya con una sonrisa ladeada. «Usted pasándola bueno mientras el país se desmorona. ¿Estaba en Bogotá?»

«Sí.»

«¿Y era su novia?»

«No. Bueno, iba a ser. O eso creía yo.»

«Huy, un amor fallido», se rió Maya.

«Por lo menos pasamos la noche juntos. Aunque fuera por obligación.»

«Los amantes del toque de queda»,
dijo Maya. «Buen título, ¿no cree?»

Me gustó verla así, repentinamente alegre, me gustaron las líneas apenas perceptibles que se formaban en sus ojos cuando sonreía. Delante de nosotros había aparecido un camión cargado de tanques de leche, grandes cilindros metálicos como bombas sin estallar sobre los cuales iban acaballados tres adolescentes de torso desnudo. Vernos les causó una risa inexplicable. Saludaron a Maya, le mandaron besos con la mano, y ella metió segunda y cambió de carril para pasarlos. Al hacerlo les devolvió el beso. Fue un acto burlón y lúdico, pero hubo algo en sus labios cerrándose de manera histriónica (y en el ademán entero de estrella de cine) que llenó el momento de una sensualidad inesperada, o por lo menos así me lo pareció. A mi lado de la carretera, en una especie de pantano que se abría entre los matorrales, se bañaban dos búfalos de agua, sus cueros mojados destellando bajo el sol, sus melenas pegadas a la cara. «¿Y el día del avión de Avianca?», dije yo entonces.

«Ah, el famoso avión», dijo Maya. «Ahí sí que se acabó de joder todo.»

Muerto el candidato Galán, sus banderas políticas, y entre ellas la lucha contra el narcotráfico, fueron heredadas por un jovencísimo político de provincias: César Gaviria. En su intento por sacar del cuadro a Gaviria, Pablo Escobar hizo poner una bomba en un vuelo civil que cubriría —que hubiera cubierto— la ruta Bogotá-Cali. Gaviria, sin embargo, ni siquiera llegó a subir. La bomba estalló poco después del despegue, y los restos del avión desintegrado —incluidos tres pasajeros que al parecer no mató la bomba, sino el impacto— cayeron sobre Soacha, el mismo lugar donde había caído, abaleado en su tarima de madera, el candidato Galán. Pero no creo que esta casualidad signifique nada.

«Ahí supimos», dijo Maya, «que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de toda duda. Hubo otras bombas en lugares públicos, claro, pero nos parecían accidentes, no sé si a usted le haya pasado igual. Bueno, tampoco estoy segura de que accidentes sea la palabra correcta. Cosas que les pasan a los que tienen mala suerte. Lo del avión fue distinto. Era en el fondo lo mismo, pero por alguna razón me pareció distinto, a muchos nos pareció distinto, como si cambiaran las reglas del juego. Yo había entrado a la universidad ese año. Agronomía, iba a estudiar Agronomía, supongo que ya tenía claro lo de recuperar la casa de La Dorada. El hecho es que comencé la universidad. Y me tomó todo el año darme cuenta».

«¿De qué?»

«Del miedo. O mejor, de que esta cosa que me daba en el estómago, los mareos de vez en cuando, la irritación, no eran los síntomas típicos del primíparo, sino puro miedo. Y mamá también tenía miedo, claro, tal vez hasta más que yo. Y luego vino lo demás, los otros atentados, las otras bombas. Que si la del DAS con sus cien muertos. Que si la del centro comercial equis con sus quince. Que si la del centro comercial zeta con los que fuera. Una época especial, ¿no? No saber cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. Saber dónde está el teléfono público más cercano para avisar que uno está bien. Si no hay teléfonos públicos, saber que en cualquier casa le prestan a uno el teléfono, que uno no tiene sino que llamar a la puerta. Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendiente de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos. Vivíamos en casas particulares, ¿se acuerda? Evitábamos los lugares públicos. Casas de amigos, de amigos de amigos, casas de conocidos remotos, cualquier casa era preferible a un lugar público. Bueno, no sé si entiende lo que le estoy diciendo. Igual en nuestra casa se vivió de otra manera. Éramos dos mujeres, qué quiere que le diga. Igual para usted no fue así.»

«Fue exactamente así», dije.

Ella giró la cabeza para mirarme. «¿Cierto?»

«Cierto.»

«Entonces usted me entiende», dijo Maya.

Y yo le dije unas palabras cuyo alcance no alcancé a determinar: «Le entiendo perfectamente».

El paisaje se repitió a nuestro alrededor, la sabana verde y las montañas al fondo, grises como en un cuadro de Ariza. Mi brazo se alargó sobre el espaldar del asiento, que en estos modelos es grueso y no se interrumpe, de manera que uno se siente como en una visita de enamorados. Con los cambios del viento y los bamboleos del Nissan, a veces el pelo de Maya me rozaba la mano, rozaba la piel de mi mano, y el roce me gustó y lo busqué de ahí en adelante. Abandonamos la recta de las haciendas ganaderas con sus abrevaderos con techo y sus ejércitos de vacas recostadas a los troncos de las acacias. Pasamos por el río Negrito, una corriente de aguas oscuras y riberas sucias en la cual destellaban nubes de espuma, los restos de la contaminación acumulada por pueblos y pueblos donde se vacían los desperdicios en las mismas aguas en que se lava la ropa. Al llegar al peaje y detenerse el Nissan, la ausencia repentina del aire circulante elevó la temperatura de la cabina, y sentí —en las axilas, pero también en la nariz y debajo de los ojos— que empezaba a sudar. Y fue al arrancar de nuevo, al acercarnos a otro puente sobre el Magdalena, que Maya empezó a contarme de su madre, de lo que pasó con su madre a finales de 1989. Yo miraba el río más allá de las barandas amarillas del puente, miraba las islitas arenosas que pronto, cuando llegara la temporada de lluvias, quedarían cubiertas por el agua marrón, y mientras tanto Maya me hablaba de la tarde en que llegó de la facultad y encontró a Elena Fritts en el baño, casi dormida de la borrachera y aferrada a la taza del inodoro como si la taza fuera a marcharse en cualquier momento. «Mi niña», le decía a Maya, «llegó mi niña. Mi niña ya es grande. Mi niña es una niña grande». Maya la levantó como pudo y la llevó a la cama y se quedó con ella, viéndola dormir y tocándole la frente de vez en cuando; le hizo un agua aromática a las dos de la mañana; le puso una botella de agua junto a la mesa de noche y le trajo dos mejorales para que se le pasara el dolor de cabeza; y al final de la noche la escuchó decir que no podía más, que lo había intentado y no podía más, que Maya era ya una mujer adulta y podía tomar sus propias decisiones así como ella había tomado la suya. Y seis días después se subía a un avión y regresaba a la casa de Jacksonville, Florida, Estados Unidos, la misma casa de la cual había salido veinte años atrás con una sola idea en la cabeza: ser voluntaria de los Cuerpos de Paz en Colombia. Tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena. Todas esas cosas.

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