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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (23 page)

«¿Para qué? ¿Dónde estamos, Ricardo? Yo tengo que llegar a casa, tengo sed, la niña también.»

«Baja un segundo.»

«Y tengo ganas de hacer pipí.»

«No nos demoramos», dijo él. «Baja, por favor.»

Ella obedeció. Ricardo le alargó la mano, pero entonces se dio cuenta de que Elaine tenía las manos ocupadas. Entonces le puso la mano en la espalda (Elaine sintió el sudor que le mojaba ya la camisa) y la condujo al borde de la trocha, donde la cerca se convertía en un marco de madera, un cuadrado hecho de troncos finos que hacía las veces de puerta. Con gran dificultad Ricardo levantó la estructura para hacerla girar. «Entra», le dijo a Elaine.

«¿Adónde?», preguntó ella. «¿A este potrero?»

«No es un potrero, es una casa. Es nuestra casa. Lo que pasa es que no la hemos construido todavía.»

«No entiendo.»

«Son seis hectáreas, hay salida al río. Pagué la mitad ya y la otra mitad se paga en seis meses. Comenzamos a construir cuando tú sepas.»

«¿Cuando sepa qué?»

«Cómo quieres que sea tu casa.»

Elaine trató de mirar tan lejos como pudiera y se dio cuenta de que sólo la sombra gris de la cordillera le cortaba la vista. El terreno, su terreno, estaba ligeramente inclinado, y allá, detrás de los árboles, comenzaba a bajar como una colina hacia el valle abierto, hacia la ribera del Magdalena. «No puede ser», dijo. Sintió calor en la frente y en las mejillas y supo que un rubor le había subido a la cara. Vio el cielo sin nubes. Cerró los ojos, respiró hondo; sintió, o creyó sentir, un soplo de viento en la cara. Se acercó a Ricardo y lo besó. Brevemente, porque Maya había comenzado a llorar.

La nueva casa tenía paredes blancas como el cielo del mediodía y una terraza de suelo liso y baldosines claros, tan limpios que uno podía ver una fila de hormigas bordeando la pared. La construcción tardó más de lo esperado, en parte porque Ricardo quiso participar en ella, en parte porque el terreno carecía de servicios, y ni siquiera los sobornos generosos que Ricardo distribuía a izquierda y derecha contribuyeron a acelerar la llegada de la luz eléctrica y del acueducto (el alcantarillado era imposible, pero en cambio allí, tan cerca del río, fue fácil abrir un buen pozo séptico). Ricardo construyó una caballeriza para dos caballos, por si a Elaine le daba en el futuro por volver a montar; construyó una piscina y mandó ponerle un rodadero para Maya, aunque la niña ni siquiera caminaba aún, y mandó sembrar carretos y ceibas allí donde no había sombra, y observó impávido cómo, a pesar de las protestas de Elaine, los obreros pintaban de blanco la parte inferior de los troncos de las palmeras. También construyó un cobertizo a doce metros de la casa, o lo que él llamaba un cobertizo a pesar de que sus paredes de cemento fueran tan sólidas como la casa misma, y allí, en ese calabozo sin ventanas, en tres armarios que se cerraban con candado, guardaría las bolsas herméticas llenas de billetes de cincuenta y de cien dólares bien atados con bandas elásticas. En 1973, poco antes de la creación de la Drug Enforcement Agency, Ricardo mandó a pirograbar, en un tablón, el nombre de la propiedad: Villa Elena. Cuando Elaine le dijo que estaba muy bien, pero que no tenía dónde poner un tablón de ese tamaño, Ricardo hizo construir un portal de ladrillo, dos columnas cubiertas de estuco y de cal y un travesaño entejado con tejas de barro, e hizo colgar el tablón del travesaño con dos cadenas de hierro que parecían sacadas de un naufragio. Después mandó poner una puerta de madera pintada de verde del tamaño de un hombre con un pasador bien aceitado. Era un añadido inútil, pues bastaba con meterse entre los alambres de púas para entrar en la propiedad, pero a Ricardo le permitía irse de viaje con la sensación —artificial y hasta ridícula— de que su familia quedaba protegida. «¿Protegida de qué?», le decía Elaine. «¿Qué nos va a pasar por aquí, si todo el mundo nos quiere?» Ricardo la miró con ese paternalismo que ella detestaba y le dijo: «Eso no va a ser así toda la vida». Pero Elaine se dio cuenta de que quería decirle otras cosas, le estaba diciendo otras cosas también.

Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutinarios que siguieron a la construcción de la casa de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia. Apropiarse de la tierra que Ricardo había comprado, acostumbrarse a la idea de que fuera suya, no fue fácil: Elaine solía salir a caminar entre las palmeras y sentarse en el bohío y tomarse un jugo frío mientras pensaba en el tránsito de su vida, en la distancia insondable que se abría entre sus orígenes y este destino. Luego empezaba a caminar —aunque fuera a pleno sol, no le importaba— en dirección al río, y veía desde lejos las haciendas vecinas, los campesinos de chanclas hechas con viejos neumáticos cortados que iban arriando el ganado a gritos, sus voces propias e inconfundibles como verdaderas huellas dactilares. La pareja que ahora trabajaba para ella había vivido hasta entonces de arriar el ganado de otro. Ahora le limpiaban la piscina, mantenían la propiedad entera en buen estado (arreglaban los goznes de las puertas, eliminaban un nido de alimañas en el cuarto de la niña), le preparaban el viudo de pescado o el sancocho de los fines de semana. Caminando entre los pastizales, dando pasos fuertes porque había oído que así se espantaba a las culebras, Elaine se alegraba de haber podido trabajar por el bienestar de esos campesinos, aunque lo hubiera hecho menos tiempo de lo previsto, y entonces, como una sombra, como la sombra de un gallinazo volando demasiado bajo, se le cruzaba por la cabeza la idea de haberse convertido ahora en lo mismo que, como voluntaria de los Cuerpos de Paz, había combatido hasta el cansancio.

Los Cuerpos de Paz. Elaine volvió a tomar contacto con las oficinas de Bogotá cuando creyó que podía dejar a Maya en buenas manos y volver a trabajar; por teléfono, el subdirector Valenzuela escuchó sus explicaciones, la felicitó por su nueva familia y le dijo que lo llamara en unos días, cosa de comunicarse con Estados Unidos y no violar el protocolo. Cuando Elaine lo hizo, la secretaria de Valenzuela le dijo que el subdirector había hecho un viaje de urgencia, que la llamaría a su regreso, pero los días pasaron y la llamada no se produjo. Elaine no se dejó intimidar, y un día buscó ella misma a la gente de Acción Comunal, que la recibió como si ni un día hubiera pasado, y empezó en cuestión de horas a trabajar en dos nuevos proyectos: una cooperativa de pesca y la construcción de unas letrinas. Durante las horas que pasaba con los líderes comunitarios —o con los pescadores, o tomando cerveza en las terrazas de La Dorada porque así se hacían los negocios— dejaba a Maya con el niño pequeño de su cocinera, o la llevaba al trabajo para que jugara con otras criaturas, pero no se lo decía a Ricardo, que tenía opiniones muy claras sobre la mezcla indiscriminada de clases sociales. Volvió a usar el inglés, para no privar de su lengua a su propia hija, y Maya abandonaba el español con naturalidad perfecta cuando le hablaba a ella, entrando y saliendo de cada una de sus lenguas como se sale y se entra de un juego. Se había convertido en una niña viva y despierta y desvergonzada: tenía cejas largas y delgadas y una desfachatez en las maneras que desarmaba a cualquiera, pero tenía también un mundo propio, y solía perderse entre los carretos y reaparecer de nuevo con una lagartija en un vaso de vidrio, o completamente desnuda tras haber dejado sus ropas, por solidaridad, encima de un huevo. Fue por esos días que Ricardo, al regresar de uno de sus viajes a las Bahamas, le trajo como regalo un armadillo de tres bandas en una jaula repleta de mierda fresca. No explicó nunca cómo lo había conseguido, pero se dedicó varios días a contarle a Maya las mismas cosas que, visiblemente, le habían contado a él: el armadillo vive en huecos que abre con sus propias garras, el armadillo se enrolla sobre sí mismo cuando tiene miedo, el armadillo puede pasar más de cinco minutos debajo del agua. Maya miraba el animal con la misma fascinación —la boca entreabierta, las cejas arqueadas— con que escuchaba a su padre. Después de un par de días de verla madrugar para darle de comer al animal, de verla pasar las horas acurrucada junto a él con una mano tímida sobre el caparazón rugoso, Elaine le preguntó: «Y bueno, ¿cómo se llama tu armadillo?».

«No tiene nombre», dijo Maya.

«¿Cómo que no? Es tuyo. Tienes que ponerle un nombre.»

Maya levantó la cara, miró a Elaine, parpadeó dos veces. «Mike», dijo entonces. «Se llama Mike el armadillo.»

Y así fue como Elaine supo que Barbieri había venido de visita un par de semanas atrás, mientras ella andaba gestionando proyectos sin futuro con el jefe departamental. Ricardo no le había dicho nada: ¿por qué? Se lo preguntó tan pronto pudo, y él cerró el tema con cuatro palabras simples: «Porque se me olvidó». Elaine no lo dejó de ese tamaño: «¿Pero a qué vino?», dijo.

«A saludar, Elena Fritts», dijo Ricardo. «Y puede que venga otra vez, así que no te sorprendas. Como si no fuera amigo nuestro.»

«Pero es que no es amigo nuestro.»

«Mío sí es», dijo Ricardo. «Mío sí es.»

Tal como lo había anunciado Ricardo, Mike Barbieri volvió a visitarlos. Pero las circunstancias de la visita no fueron las mejores. Durante ese mes de abril de 1976, la temporada de lluvias se había convertido en un desastre civil: en los barrios de invasión de todas las grandes ciudades había casas viniéndose abajo y sepultando a sus ocupantes, en las carreteras de montaña los derrumbes cortaban el tráfico y aislaban a los pueblos, y en un caso se dio la paradoja cruel de que un caserío entero, que no tenía sistemas de recogida, se quedó sin agua potable mientras le caía encima un diluvio de proporciones bíblicas. El río La Miel se desbordó y allí acabaron Elaine y Ricardo ayudando a abrir zanjas para evacuar el agua de las casas inundadas. Desde la pantalla del televisor, las encargadas del pronóstico del tiempo les hablaban de los vientos alisios, de un desorden en las corrientes del Pacífico, de los huracanes de nombres imbéciles que ya comenzaban a formarse en el Caribe, y de la relación que todo aquello sostenía con los aguaceros que asolaban Villa Elena, trastocando las rutinas de la casa y también las de sus vidas domésticas, pues la humedad era tal que la ropa lavada no se secaba nunca y los desagües se atascaban con hojas caídas e insectos ahogados y la terraza llegó a inundarse tres o cuatro veces, de manera que Elaine y Ricardo tuvieron que levantarse en mitad de la noche a defenderse, desnudos salvo por los trapos y las escobas, del agua que ya empezaba a invadir el comedor. A finales de mes Ricardo tuvo que hacer uno de sus viajes, y a Elaine le tocó lidiar sola con la amenaza del agua. Luego de hacerlo volvía a la cama para tratar de dormir un poco más, pero nunca tuvo éxito, y acababa encendiendo el televisor para ver, como hipnotizada, una pantalla donde llovía otra lluvia, una lluvia eléctrica y en blanco y negro cuyo ruido estático tenía sobre ella un curioso efecto sedante.

El día en que tenía que llegar Ricardo pasó sin que Ricardo llegara. No era la primera vez que sucedía —demoras de dos días y hasta de tres entraban dentro de lo aceptado, el negocio de Ricardo no carecía de imprevistos—, y no había que preocuparse por eso. Después de comer un arroz con pescado y unas tajadas de plátano frito, Elaine acostó a Maya, le leyó unas páginas de
El Principito
(las del cordero dibujado, que a Maya le hacían morirse de la risa) y, cuando la niña se dio la vuelta y se quedó dormida, Elaine siguió leyendo por inercia. Le gustaban las ilustraciones de Saint-Exupéry y le gustaba, porque le hacía pensar en Ricardo, el pasaje en que el Principito le pregunta al piloto qué es esa cosa y el piloto le dice: «No es una cosa. Eso vuela. Es un avión. Es mi avión». Y estaba leyendo la reacción alarmada del Principito, el momento en que le pregunta al piloto si entonces él también cayó del cielo, cuando oyó un motor y una voz de hombre, un saludo, un aviso. Pero al salir no se encontró a Ricardo, sino a Mike Barbieri, que había llegado en moto y empapado de pies a cabeza, el pelo pegado a la frente, la camiseta pegada al pecho, las piernas y la espalda y el interior de los antebrazos cubiertos de gruesos escupitajos de barro fresco.

«¿Pero tú sabes qué hora es?», le dijo Elaine.

Mike Barbieri estaba parado en la terraza escurriendo agua y frotándose las manos. El morral de color verde militar que traía se había quedado a su lado, tirado en el suelo como un perro muerto, y Mike miraba a Elaine con una expresión vacía en la cara, como la de estos campesinos, pensó Elaine, que miran sin ver. Al cabo de un par de segundos largos pareció despertarse, salir del sueño en que lo había sumido la travesía. «Vengo de Medellín», dijo, «nunca me imaginé que me cogiera un aguacero así. Se me van a caer las manos de puro frío. No sé cómo puede hacer tanto frío en un sitio tan caliente, el mundo se está acabando».

«De Medellín», dijo Elaine, pero no era una pregunta. «Y vienes a ver a Ricardo.»

Mike Barbieri iba a decir algo (ella se dio cuenta perfectamente de que iba a decir algo) pero no lo hizo. Su mirada dejó de fijarse en ella y le pasó por encima como un avión de papel; Elaine, al darse la vuelta para ver de qué se trataba, se encontró con Maya, un pequeño fantasma de camisón de encaje. En una mano la niña llevaba un peluche —un conejo de orejas muy largas y tutú de bailarina que alguna vez había sido blanco—, y con la otra se quitaba el pelo caoba de la cara.
«Hello, beautiful»,
le dijo Mike, y a Elaine la sorprendió la dulzura de su trato.
«Hello, sweetie»,
le dijo ella. «Qué pasa, ¿te despertamos? ¿No puedes dormir?»

«Tengo sed», dijo Maya. «¿Por qué está el tío Mike?»

«Mike vino a ver a papá. Vete a tu cuarto, ya te llevo agua.»

«¿Ya llegó papá?»

«No, no ha llegado. Pero Mike vino a vernos a todos.»

«¿A mí también?»

«Sí, a ti también. Pero es hora de dormir, dile adiós, otro día se ven.»

«Adiós, tío Mike.»

«Adiós, linda», dijo Mike.

«Duérmete tranquila», dijo Elaine.

«Está grandísima», dijo Mike. «¿Cuántos años tiene ya?»

«Cinco. Va a cumplir cinco.»

«Qué barbaridad. Cómo pasa el tiempo.»

El lugar común molestó a Elaine. La molestó más de lo debido, la enfadó casi, fue como una afrenta, y enseguida la molestia se convirtió en sorpresa: por la desmesura de su reacción, por la extrañeza de la escena con Mike Barbieri, por el hecho de que su hija lo hubiera llamado tío. Le pidió a Mike que esperara ahí, porque el suelo de la casa era demasiado resbaloso para entrar mojado y corría el riesgo de hacerse daño; le trajo una toalla del baño de servicio y fue a buscar un vaso de agua en la cocina.
El tío Mike,
iba pensando,
what’s he doing here,
y también lo pensaba en español,
qué carajos está haciendo aquí,
y de repente ahí estuvo de nuevo la canción aquella,
what’s there to live for,
who needs the Peace Corps.
Al entrar en el cuarto de Maya, al respirar su olor que era distinto a todos los olores, sintió un deseo inexplicable de pasar la noche con ella, y pensó que más tarde, cuando Mike se hubiera ido, se la llevaría cargada a su cama para que la acompañara hasta la llegada de Ricardo. Maya se había vuelto a dormir. Elaine se agachó junto a la cabecera de la cama, la miró, acercó la cara, respiró su aliento. «Aquí está tu agua», le dijo, «¿quieres un poco?». Pero la niña no dijo nada. Elaine le dejó el vaso en la mesita de noche, al lado de un carrusel de cuerda donde un caballo con la cabeza rota trataba, lenta pero incansablemente, de alcanzar a un payaso. Y luego volvió a la entrada.

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