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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (36 page)

BOOK: El Reino del Caos
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Cuando el grupo apareció, lancé un hacha con todas mis fuerzas. Se clavó en el centro de la frente del primer guardia con un crujido y el hombre cayó al suelo. Las figuras embozadas de Najt y el segundo guardia se detuvieron en seco, intentaban identificar a su atacante. El guardia corrió hacia mí, concentrado por completo en su tarea, mientras su espada curva segaba las sombras delante de él. Le desorienté cuando arrojé una pequeña lluvia de piedras contra la pared junto a la que se movía. Se volvió, hundí mi cimitarra en su estómago y moví de un lado a otro la hoja hasta que las tripas se desparramaron, tibias y resbaladizas, en sus manos. Alzó la cara hacia las estrellas. Era el mayordomo de Najt, Minmose. Tal vez me reconoció, porque murmuró algo. Pero la sangre que inundaba su garganta le ahogó, y murió. Acompañé su cuerpo hasta el suelo.

La figura encapuchada ya había desaparecido con sigilo en las angostas calles, pero ignoraba que el atacante era yo, y también que sabía exactamente adónde iba. Y, sobre todo, sabía cómo llegar antes que él. Corrí como un chacal, con el poder supremo del opio cantando en mis venas, y ya le estaba esperando en las sombras, delante de la puerta de su mansión, cuando apareció, jadeante y silencioso. El momento había llegado. Justo cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, y la salvación, salí a la calle y revelé mi presencia. Me miró.

—Muestra tu cara —dije.

—¿Por qué? —contestó—. ¿No sabes quién soy?

—Quiero ver el rostro de Obsidiana.

—Obsidiana no tiene rostro.

—En tal caso, tenemos eso en común. Yo también soy una sombra que ha regresado del Otro Mundo para regodearme en la venganza. Así que muestra tu cara. ¿O es que el gran Obsidiana tiene miedo?

Dejó caer poco a poco la capucha. A la luz de la luna, su rostro me resultaba familiar, pero parecía poseído por un desconocido. Le conocía y no le conocía. Sus ojos eran piedras negras.

—Los nombres son poderes. Deberías utilizarlos con cuidado, con respeto —dijo—. Devuelven a la vida a las fuerzas de la eternidad en este mundo.

—Me mentiste. Me abandonaste para que muriera.

El rostro de Obsidiana no traslució la menor emoción.

—¿Acaso no has descubierto que hay algo más en tu interior de lo que creías? ¿Y que es mucho más oscuro de lo que habrías podido imaginar? —preguntó.

Me acerqué otro paso. Distinguí un leve brillo de sudor sobre su piel. Su mano derecha sujetaba un arma oculta. Se mostraba sereno, un hombre diferente por completo.

—He perdido a mi familia —dije.

—Todas las cosas terrenales tienen su fin. Pero el futuro te llama para algo mucho mayor…

—No digas insensateces. Te conozco demasiado bien.

—No me conoces en absoluto.

—Quiero recuperar mi vida —susurré.

Obsidiana casi sonrió.

—Tu antigua vida ha muerto. Ha terminado. Pero existe un lugar para ti, en el futuro de un mundo nuevo, sin dinastías… si te unes a mí.

Apreté la cimitarra con más fuerza.

—¿Qué futuro? Anjesenamón no puede continuar. Horemheb ocupará Tebas. Nada de lo que has hecho impedirá esa calamidad. Has conseguido que fuera imposible.

—La dinastía real está acabada. El general Horemheb es un soldado carente de imaginación. Cree que traerá el «orden» al país. Es una ambición trivial. Solo reprimiría a los sacerdotes e impondría su propia dinastía. Egipto es el más grande de los imperios. Pero ha sido gobernado durante demasiado tiempo por reyes y dinastías poseídos por la vanidad y los celos. Eso ha de terminar. No habrá más reyes. Y eso no es todo. Se acabará el culto a los dioses, porque ellos también han fracasado. Solo Osiris, señor de los Muertos, eternamente incorruptible, se alzará de nuevo en mitad de la noche, renacido en mí. Cuando Ra salga mañana, el tiempo empezará de nuevo, una nueva era y un nuevo mundo. Seré yo quien prevalecerá.

Un perro aulló a lo lejos, y otro le contestó. Pronto amanecería.

Di otro paso adelante. Uno más y estaría lo bastante cerca para matarle. Pero él también estaba preparado. Me observó con cautela. La ciudad estaba silenciosa a nuestro alrededor. Alcé la vista hacia el eterno océano de la noche, rebosante de estrellas rutilantes. Un terrible dolor estrujó mi corazón.

—Tengo una última pregunta —dije.

—Por supuesto.

—¿Por qué Obsidiana mató a Jety?

—Ya sabes la respuesta a esa pregunta. Porque tú me hablaste de él. Tus propias palabras le condenaron. Y ahora, aquí estamos los dos.

Fue como si me hubiera arrancado el corazón con su cuchillo. Había hablado a Najt de Jety por primera vez en el barco, cuando íbamos a palacio. Había confiado en él.

Avanzó un paso hacia mí.

—Has mirado el espejo oscuro de la verdad, de modo que ahora comprendes.

Se tocó el corazón. Y cuando sonrió, yo ataqué.

Nuestras espadas cortaron la luz de la luna. La suya era de obsidiana, una hoja larga, negra, mortífera, destellante, afilada al máximo. Era la que había cortado la cabeza de mi amigo. La espada que le había hecho pedazos mientras todavía seguía con vida.

Nos concentramos en el duelo, muy cerca el uno del otro, nuestros rostros casi tocándose, nuestro aliento próximo en el aire frío, nuestras espadas desesperadas por encontrar el corazón del otro.

La hoja de obsidiana susurraba en el silencio y yo me apartaba de su oscuro sendero, paraba cada brillante mandoble con mi hoja curva, concentrado en conservar el ímpetu. De pronto, su espada me hizo un corte en el músculo del antebrazo derecho. Mi espada cayó con estrépito sobre las piedras y brotó sangre del corte perfecto.

Saltó hacia atrás, ágil como un gato, y desapareció por un recodo tenebroso de la calle. Desgarré un trozo de manto para vendar la herida y me detuve a escuchar en el silencio. Después tomé la espada con la mano izquierda y doblé poco a poco la esquina. Las entradas en sombras parecían desiertas. Delante, entre dos edificios, había un espacio abandonado en el que estaban reconstruyendo una amplia casa. Tenía que estar allí. Sabía que su intención era alejarme de la mansión.

Cuando me interné en la oscuridad, arena y grava crujieron bajo mis sandalias. Escudriñé las tinieblas. Rayos de luz de luna se colaban entre las vigas del techo. Avancé con mucha lentitud, la espada preparada, intentando ver en la oscuridad. Y entonces oí algo, el más ínfimo de los susurros: la hoja de obsidiana que cortaba el aire. Me arrojé al suelo justo a tiempo, y mientras destellaba sobre mí, capturando la luz de la luna, me di la vuelta en el suelo, extraje la vieja daga que llevaba sujeta al pecho y la arrojé con todas mis fuerzas con la mano izquierda. Se hizo un momento de silencio. Y entonces la cara de Obsidiana se materializó entre las sombras. Tenía la daga clavada en el pecho. Miró con curiosidad la flor de sangre negra que manchaba su manto de lino, iluminado por la luz de la luna. Y después, ante mi estupor, me ofreció la hoja de obsidiana.

—Tómala. Mátame. Por Jety. Por los muchachos muertos. Saborea tu venganza. Hazlo ya… —dijo en voz baja, con un extraño remordimiento.

Vacilé. ¿Volvía a ser el de siempre? Pero de pronto la sonrisa equívoca se dibujó en el rostro de Obsidiana. Empezó a sacarse la daga del pecho. Brotó más sangre. Susurró como extasiado. Después apuntó la hoja ensangrentada hacia mí.

—Lo sabía… Eres demasiado débil, incluso para consumar la venganza que has deseado durante tanto tiempo. Pero yo soy perfecto.

Y en el momento que duró su sonrisa, aferré el cuchillo de obsidiana con ambas manos y, con un solo movimiento silencioso, la hoja cortó el aire oscuro, y también su carne y sus huesos, como si fueran tan insustanciales como los de un espíritu. Su torso continuó erguido, movía los brazos como en señal de confusión o disculpa. La sangre brotó de su cuello a borbotones que fueron perdiendo energía, hasta que el cuerpo cayó al suelo. Dio unos cuantos espasmos y después se quedó inmóvil.

La cabeza se había alejado rodando. La busqué a tientas, y salí corriendo a la calle con ella en mis manos, todavía caliente, preñada de secretos. La sostuve en alto por el cabello, a la luz agonizante de la luna. Sus ojos estaban muy abiertos, con la mirada de alguien que ha visto algo verdaderamente sorprendente.

—¿Qué ves ahora? ¿Ves la verdad y la luz? ¿O solo la oscuridad? —grité.

Pero sus facciones estaban cambiando otra vez. Poco a poco, en la muerte, reconocí de nuevo, no a Obsidiana, sino a Najt, el hombre al que había llamado amigo casi toda mi vida.

Caminé hasta el Gran Río. Las inmensas aguas se veían negras bajo el cielo de la madrugada. Me senté y examiné la cabeza: aquel sencillo cráneo, con su rostro vivaz y antes mutable, había contenido secretos, idiomas e ideas, y el conocimiento de las estrellas y los dioses. Había contenido inteligencia y crueldad, crímenes y atrocidades, y en algún lugar, de algún modo, incluso amor. Pero todo eso había desaparecido. Con mis últimas fuerzas arrojé la cabeza lo más lejos posible. Aterrizó con un leve chapoteo y desapareció.

Me quedé contemplando los grandes misterios de las aguas perpetuas que corrían a mi lado en las últimas tinieblas de la noche. Volvía a temblar de manera incontrolable. El opio cantaba en mi sangre, exigía ser saciado. Pero nunca más volvería a tomarlo. Tenía que enfrentarme a mí mismo antes de volver a casa. Me sentía impuro. Así que permanecí allí, junto al Gran Río, y empecé a verter sus aguas sobre mí, una y otra vez, a restregar la agonía de mi piel, y me oí chillar.

42

Las divisiones de Horemheb ocuparon la ciudad al día siguiente. Antes del alba, sus barcos entraron en el puerto en silencio. Cuando Ra salió a un nuevo día, sus regimientos avanzaron por las calles silenciosas con tranquilidad y eficacia. No hubo resistencia. No hubo desórdenes. Las tiendas permanecieron cerradas, y la gente se quedó en casa, asustada, a la espera de ver qué sucedía, con la esperanza de que la tormenta se disipara y diera paso a una nueva paz. Los medjay se sometieron obedientes. Mi antiguo enemigo Nebamón siguió al mando del cuerpo, y ya estaba preparado para esperar al general y felicitarle. Los oficiales de Horemheb entraron en las burocracias y los templos, y nuevos hombres, que juraron lealtad al ejército, accedieron a puestos de responsabilidad. Los relacionados con el antiguo régimen fueron depuestos, detenidos a plena luz del día, y trasladados a las cárceles de la ciudad a la espera de ser juzgados. Pero nadie desapareció en la oscuridad de la noche. No hubo violencia. No se produjeron ejecuciones sumarias. Los hombres de la élite se escondieron en sus mansiones y aguardaron el desarrollo de los acontecimientos. Empezaba el reinado de Horemheb, tal como él había anunciado, con la restauración del orden. Y al poco tiempo las tiendas abrieron y la gente volvió al trabajo.

Fui a ver al general y le revelé la ubicación del almacén del comerciante. Aquella noche, después del toque de queda, se puso a las órdenes de su mejor escuadrón. Tomaron posiciones a lo largo de todas las calles y callejones a la luz de la luna, armados con hachas, mazas, espadas o lanzas. En lo alto de los tejados aguardaban arqueros, preparados y en silencio. Pero en lugar de derribar las grandes puertas de madera con un ariete, Horemheb ordenó a los arqueros que dispararan flechas empapadas de betún ardiente al interior del recinto del almacén. Silbaron en el cielo nocturno, breves estrellas fugaces, y cayeron en el interior invisible. Al cabo de un momento se oyeron gritos mientras saltaban chispas. Después, otra andanada de flechas surcó el cielo y cayó en el almacén. Cuando los incendios se declararon, empezó a levantarse humo y se vio un resplandor dentro del edificio. Los gritos de los hombres que intentaban agrupar sus fuerzas se oían con claridad por encima de los altos muros. Una tercera lluvia de flechas iluminó el cielo, y fieras llamaradas rojas tomaron posesión del almacén, elevándose por encima de los muros.

Horemheb asintió, y sus soldados de infantería se congregaron ante las puertas. Una figura apareció de repente en lo alto del muro, con la túnica y el pelo en llamas, bailando en su agonía, y se precipitó al suelo. Al instante, los hombres de Horemheb le partieron la cabeza. Se oyeron más gritos dentro, y las grandes puertas de madera empezaron a abrirse. Surgió humo espeso, y una ráfaga de calor y fuego, y los hombres, cegados y tambaleantes, muchos envueltos en llamas, corrieron chillando hacia los soldados de Horemheb, para ser rápidamente eliminados a base de golpes en el cráneo. Al poco rato había una larga hilera de hombres muertos tendidos en la calle y el incendio continuaba ardiendo e iluminando el cielo nocturno. Pero Horemheb había impuesto un toque de queda y nadie osaba salir a ver qué estaba sucediendo.

Al amanecer, el incendio había consumido el almacén, hasta apagarse. Horemheb paseaba entre las ruinas, y yo le seguía mientras examinaba la carnicería y el caos circundantes. Muchos más cadáveres, abrasados hasta convertirse en formas retorcidas e inhumanas, yacían esparcidos. Contemplamos los restos cubiertos de ceniza de jaulas y celdas donde habrían retenido a víctimas de secuestros. Encontramos los depósitos donde habían guardado el opio; y por fin llegamos a la tesorería, donde los inmensos beneficios en oro del comercio de opio de Najt, deslustrados por el calor del fuego, estaban esparcidos por el suelo. Había oro suficiente para comprar un nuevo ejército. Horemheb le propinó una patada con desprecio.

—¿Y pensaban que podrían destruirme con esto?

Yo no dije nada.

—¿Dónde está Obsidiana? —preguntó, y se volvió de pronto hacia mí—. Tengo la sensación de que no se encuentra aquí, y de que tú sabes dónde está. No me mientas.

—Está muerto. Yo le maté.

De súbito, sentí la hoja afilada y fría de la espada de Horemheb contra mi garganta.

—Di órdenes muy claras de que era preciso capturarle —dijo.

—Mató a mi mejor amigo. Me traicionó. Me dejó por muerto. Y mi familia vivía en su casa. Era mi presa, y estuvo a punto de matarme. No me arrepiento de lo que hice.

—¿Quién era? Dime su nombre… —insistió.

Por algún motivo, tal vez los últimos restos de lealtad que sentía por la memoria de un antiguo amigo, vacilé un momento. Pero quería que el mundo conociera la verdad.

—Su verdadero nombre era Najt.

Horemheb lanzó una breve carcajada, como de chacal, ante la cruel ironía.

—Perfecto. El enviado real de la reina resulta ser la araña en el corazón de la oscura red de secretos. Supongo que me habría puesto en evidencia y provocado mi caída en desgracia, y luego se habría postulado como líder, el que restauraría el orden después de la era de caos.

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