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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (31 page)

—Saludos, hermoso príncipe. Tu hermano, el príncipe heredero, te envía recuerdos —dijo con sarcasmo.

—¿Mi hermano? —tartamudeó Zannanza, confuso.

—Por supuesto. Él y yo somos socios. ¿Acaso no sabes hasta qué punto te desprecia? —Aziru disfrutó del cruel impacto de sus palabras.

—¿Mi hermano… me ha traicionado? —preguntó el príncipe poco a poco.

—Bien, sí. Te ha sentenciado a muerte, por confraternizar con el enemigo. He venido a ejecutar su orden. Y debo decir que será un curioso placer.

Recorrió con la punta de su espada la mejilla del príncipe y las heridas infligidas por el cuchillo de Inanna. El príncipe se encogió.

—Veo que mi amiga ya se ha divertido un poco contigo. Estoy seguro de que es la primera vez que proporcionas placer a una mujer.

—Me das asco —dijo el príncipe.

—El sentimiento es mutuo —replicó Aziru.

Y después se volvió hacia Simut, apoyó la bota sobre la cabeza de mi amigo y aplastó su cara contra la tierra, el gesto de los reyes con sus enemigos derrotados.

—Y este es el gran hombre, el hombre de honor, el comandante de la guardia de palacio.

Apretó la bota con más fuerza contra la cabeza de Simut.

—Ahora no tan grande… —dijo, y torció el gesto.

Simut guardó silencio. Aziru se volvió hacia Najt.

—Y aquí tenemos al enviado real en persona. El gran y noble Najt. Volvemos a encontrarnos. Aunque en circunstancias distintas y, para ti, inesperadas.

Entonces, sin previo aviso, le propinó una patada en el estómago con todas sus fuerzas. Najt se dobló en dos y cayó al suelo, sin aliento. Aziru se plantó ante él.

—Creías que podías manipularme. Pero yo soy Aziru, rey de Amurru. Y quiero vengar a mi padre, y a mí mismo.

Le dio una fuerte patada en la cara y el enviado real salió despedido hacia atrás, con la cabeza torcida a un lado.

—Creías que podrías utilizarme. Creías que obedecería las órdenes de Egipto. Qué idiota fuiste. Con qué facilidad te convencí. Y luego, cuando todo estaba perdido, creíste que podrías capturarme y asesinarme. Pensaste que podrías negociar mi asesinato con los hititas. Pero me subestimaste. Soy yo quien te ha capturado a ti. Ahora eres tú el que morirá.

A cada frase, propinaba otra cruel patada a Najt. Después retrocedió para admirar a sus cautivos.

—¿No es un espectáculo deplorable? El afeminado príncipe hitita, miserable alfeñique, prometido a la reina de Egipto y futura viuda. ¡Imaginaos la dinastía procreada por semejante ser! Una dinastía de hembras y eunucos…

Propinó una feroz patada a Zannanza en la ingle, y el príncipe jadeó y sufrió náuseas a causa del dolor.

—Con todo, reconozco que fue una hábil jugada por parte de tu hermano convencer a tu padre de que enviara un espécimen tan inútil en respuesta a las súplicas de su enemigo.

Aziru se volvió hacia Inanna como si de repente hubiera caído en algo.

—Cuatro hombres fueron capturados, y solo me has ofrecido tres —dijo.

—Uno murió a causa de las heridas —replicó ella al punto.

Se miraron fijamente.

—Yo pagué por cuatro hombres, vivos.

—Mis hombres fueron demasiado entusiastas. Págame por dos hombres, pues. ¡Te cedo el tercero gratis! —dijo Inanna como sin darle importancia.

—Enséñame los huesos del hombre que falta.

—Le abandonamos en el desierto.

Siguió un momento de tenso silencio.

—Mientes —dijo Aziru.

—No. —Y entonces, ante mi estupefacción, Inanna le besó apasionadamente, como a un amante.

Aziru reaccionó con un abrazo posesivo, pero después aferró su pelo revuelto y echó su cabeza hacia atrás con violencia. Los hombres de Inanna se pusieron en guardia.

—La verdad nunca ha pasado por tus repugnantes labios —dijo él con una desagradable sonrisa en la cara.

Inanna se apartó. Hizo un gesto con la cabeza a sus hombres, que se llevaron a rastras a Najt. Simut intentó defenderle, pero le derribaron a puñetazos y patadas. Después continuaron arrastrando a Najt por los pies, mientras su cabeza golpeaba contra el duro suelo, hasta desaparecer en el edificio principal del recinto.

—Déjalos aquí, al sol, y no les des ni agua ni comida. Me ocuparé de ellos más tarde —ordenó Aziru, señalando a Simut y al príncipe Zannanza. Luego desapareció en el edificio, con un brazo posesivo alrededor de Inanna.

Corrí hacia la parte posterior de los edificios del recinto. Allí estaban refugiados niños y mujeres, aterrorizados. Se apartaron de mí. Encontré una entrada y me colé en la parte trasera del edificio. Una estatua de oro me miró con ojos amarillos y acusadores.

Oí voces lejanas. Seguí las sombras del pasaje, lejos de la luz irreal del día. Las voces estaban más cerca.

—Eres un traidor.

—Tú me entrenaste bien. Pensabas que podías enviarme de vuelta con los hititas, como tu espía de confianza. Y yo te persuadí de que era leal. Todos aquellos informes que te enviaba eran inventados. Todo mentiras.

—Siempre supe que tus informes eran mentiras. ¿Crees que eras el único contacto que tenía en Hattusa? ¿Crees que era tan idiota como para confiar en ti?

Era la voz de Najt.

Entonces oí el sonido de un fuerte puñetazo y una serie de jadeos. Me asomé a la esquina y vi a Aziru acuclillado sobre Najt; Inanna se limitaba a mirar. Le agarró por el pelo y volvió su cara hacia él.

—Me ofreciste la libertad a cambio de traicionar a mi propio pueblo. Mi padre murió a manos de Ajnatón, y no obstante tú todavía creías que Egipto podría controlarme. Pero soy hijo de mi padre. Amurru volverá a ser grande. El caos gobernará. Entérate de esto: todos tus planes se han venido abajo. Egipto y los hititas seguirán en guerra hasta que las piedras de los templos egipcios se desplomen. Obtendré un gran placer cortando la bonita cabeza del príncipe hitita y enviándola dentro de una caja, con mis cumplidos, a tu desesperada reina, para que sepa que su última oportunidad se ha desvanecido. Lleva el futuro de Egipto en su útero yermo; y ese futuro es un desierto.

Najt le miró.

—Estúpido —dijo, con un nuevo y tenebroso desprecio en la voz. No parecía él—. No has entendido nada. Nunca sabrás la verdad.

—Oh, noble Najt, orador y maestro, tus habilidades no te sirven de nada en este momento. Voy a obligarte a confesar todos tus secretos, supuesto enviado de la corte real, araña en el corazón de la red de secretos. Y me los contarás todos, mientras te corto los dedos, y después las manos, de uno en uno.

Pero la reacción de Najt consistió en cerrar los ojos.

Aziru se enfureció.

—No te atrevas a cerrar los ojos —chilló, al tiempo que blandía su afilada cimitarra—. Yo soy Aziru. ¡Soy un rey! Mírame. Y entérate de esto: hay una fuerza de la oscuridad que ha despertado en este mundo. Hay un gran hombre cuya sombra caerá sobre este mundo, y nadie escapará de su venganza.

El rostro de Aziru exhibía la sonrisa enloquecida de un fanático cuando alzó la espada en el aire y la dejó inmóvil, con el fin de atormentar a Najt con el miedo y la angustia de lo que se avecinaba. Pero los ojos de Najt continuaron cerrados. ¿De dónde había sacado mi amigo tal energía a la hora de afrontar su muerte? Parecía un hombre que rezara, invocando en su interior la ayuda de su dios. De repente noté que la rabia se alzaba en mi interior como una tormenta. Aziru también estaba fuera de sí.

—Destruirá todo cuanto ha existido —vociferaba—. Traerá la oscuridad a este mundo. ¿Sabes su nombre? Tú, enviado, guardián de los secretos, escriba de todas las verdades. No sabes su nombre. Los nombres son poderes, y yo invoco su nombre…

Ni él ni Inanna me vieron cuando corrí hacia él, salté y le derribé. Su cimitarra resbaló sobre el suelo, lejos de su alcance. Agarré su cabeza con las manos y la golpeé con todas mis fuerzas contra el suelo. Forcejeó como un demonio, pero la rabia me proporcionó fuerzas, y aunque se volvió hacia mí, sujeté su cuerpo, que se retorcía como el de una serpiente. Con las rodillas sobre sus brazos, le golpeé el cráneo contra el suelo una y otra vez. Su expresión pasó de la estupefacción a la rabia y, cuando su nuca crujió y se partió, a la agonía de la muerte.

—Ya puedes parar. Está muerto —dijo Najt en voz baja.

Un charco de sangre se esparció en silencio alrededor del cráneo destrozado de Aziru. Najt estaba de pie, inmóvil, con la cimitarra de Aziru en la mano y una extraña expresión en el rostro.

—Tu lealtad es encomiable —dijo.

—Vamos a buscar al príncipe Zannanza y a Simut —dije—. Ahora es nuestra oportunidad de escapar.

Pero en ese instante la singular, larga y espléndida nota de una sola trompeta de guerra egipcia resonó en el aire, y en el silencio que siguió oímos el sonido de un millar de furiosas serpientes sibilantes que se alzaban del fondo del valle. Y después, chillidos y gritos de confusión dentro del recinto.

Corrí a la entrada a tiempo de ver una segunda lluvia centelleante de flechas que caían en el interior del recinto y se clavaban con golpes sordos en los cuerpos de los hombres de Inanna, que se derrumbaban como animales sacrificados. Los atacantes habían prendido fuego a las puertas del recinto.

—¿Quién es? —grité.

—Horemheb —contestó Najt. Una nueva luz brillaba en sus ojos.

Si era cierto, todo estaba perdido.

Sin previo aviso, unidades de arqueros egipcios armados con escudos magníficos, además de soldados de élite con escudos, lanzas y espadas curvas, saltaron a través de las llamas que ya habían consumido las puertas de madera. Los arqueros derribaron con rapidez y puntería a los hombres de Inanna, que corrían en desenfrenada confusión hacia los edificios del recinto. Aparecieron más soldados, que se desplegaron con perfecta disciplina y mataron a todo lo que se movía con despiadada y escrupulosa precisión.

—¡Dame la cimitarra! —grité—. Les contendré todo el tiempo que pueda.

Najt vaciló.

—No puedo permitir que hagas eso —dijo.

—Has de hacerlo. Vuelve a Tebas. Advierte a la reina. Cuida de mi familia. Diles que les quiero.

Nos miramos fijamente. Durante un momento, pensé que estaba mirando la cara de un completo desconocido. Algo en su expresión y en la postura de su cuerpo había cambiado, y yo ya no le conocía. Siguió con la vista la hoja de la cimitarra, la admiró a la luz, y por un instante imaginé que iba a matarme. Había humo por todas partes, y detrás de Najt, en el corredor, vi el resplandor rojo del fuego. De pronto, sonrió.

—Solo al morir encontramos la vida eterna —dijo de forma misteriosa.

—Ahora no es el momento de filosofar. ¡Vete!

Sonrió, blandió la espada, dio media vuelta y corrió hacia el humo.

De repente, la estancia se llenó de soldados egipcios. Me rodearon, apoyaron sus armas en mi garganta.

—¡Soy egipcio! —grité—. Me llamo Rahotep. Este es el cadáver de Aziru de Amurru. ¡Yo le he matado!

—¡No te muevas! —gritó uno—. Tírate al suelo. ¡Ya!

Obedecí. Entonces oí que Inanna gritaba en una habitación contigua, y los soldados la sacaron arrastrándola por los pies. Me miró con ojos desorbitados, y también el cuerpo de Aziru.

Otro son de trompeta proclamó la victoria en el interior del recinto. Oí el ruido de más soldados que corrían y se ponían firmes a toda prisa. Y, cuando se hizo un silencio absoluto, alguien entró en la estancia.

—Nos has privado del placer de capturar e interrogar a este gran enemigo de Egipto —dijo Horemheb, general de los ejércitos de las Dos Tierras. Estuve a punto de contestar, pero apretó la bota contra mi cara—. Guarda silencio. No digas ni una palabra. Sé exactamente quién eres, Rahotep. Tu interrogatorio empezará enseguida.

Y después se volvió hacia Inanna.

—Sacad a este ser repugnante —dijo—. Y encadenad a este hombre.

34

Me ataron de pies y manos como a un cautivo de guerra, me sacaron a rastras al patio y me arrojaron al lado del príncipe Zannanza y Simut, ambos atados y amordazados. Simut me miró asombrado y con algo parecido al desprecio; después volvió la cara.

Los edificios del recinto ardían. Ráfagas de humo acre herían mis ojos. Al otro lado de los muros, en los grandes campos de opio, ardían enormes fuegos que teñían el cielo de rojo oscuro y negro. El sol era un disco pálido, atrapado entre las espesas y enormes nubes de humo. Por todas partes se oían gritos y chillidos. Supe entonces que Najt no habría podido escapar con vida.

Las tropas egipcias se movían con seguridad y rapidez alrededor del terreno destruido del recinto. Vi que capturaban a niños llorosos, y a las mujeres que los abrazaban, y los arrojaban por los pies o los brazos a las piras ardientes, donde caían lanzando alaridos entre pequeñas explosiones de chispas brillantes y llamaradas crepitantes. Se me antojó que el dios Seth había regresado verdaderamente al mundo, destruyendo todo en su rabia.

Horemheb caminaba entre aquel horror dando órdenes y examinando con calma los avances de la masacre. Se volvió hacia una hilera de hombres de Inanna y los fue golpeando uno por uno como un rey, rompiéndoles el cuello. Sus cuerpos también fueron arrojados a las piras. Inanna contemplaba con la cabeza bien alta la ejecución de su ejército y la destrucción de su reino. En su rostro percibí una noble melancolía que me conmovió. Y cuando todo hubo terminado, Horemheb ordenó a sus hombres que la sujetaran por el pelo. Su rostro estaba iluminado por la luz de las hogueras. Paseó la vista alrededor de su mundo, consciente de que su vida había llegado al final. Por fin, sus ojos se posaron en mí, y me dirigió una mirada que nunca olvidaré, de piedad y pérdida. Y entonces Horemheb le cortó el cuello con la espada. La sangre resbaló sobre sus pechos desnudos, y poco a poco se derrumbó hacia delante. En un acto final de triunfo despiadado, antes de que muriera, un oficial le separó la cabeza del cuello, la empaló en una estaca y la clavó en el suelo. Los soldados lanzaron vítores, obedientes.

A continuación, Horemheb centró su atención en nosotros. Su pelo negroazulado estaba peinado hacia atrás, retirado de su imperiosa frente. Llevaba una coraza hecha con muchas placas de cuero negro que imitaban las alas de un halcón. El escudo, colgado de su hombro, estaba cubierto de piel de guepardo, era dorado en los bordes y tenía una placa de oro en el centro con su nombre y su rango. Eran los adornos de un rey, y se le veía muy sereno y seguro de sí mismo con ellos.

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