Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
«Se comían a sus víctimas.» Esa frase se había quedado grabada en la cabeza de Amanda. La perseguía en sueños. Lo que estaba pasando no podía ser verdad, era imposible. Y ese empeño en negar la realidad era una de las razones para que estuvieran como estaban.
A Will lo había atacado uno de ellos. Lo había mordido una semana antes, cuando habían ido al pueblo a recoger las provisiones necesarias para subsistir durante la semana o dos que tardaría el gobierno en tener bajo control la extraña epidemia. No se habían dado cuenta de hasta dónde habían llegado las cosas.
El pueblo entero estaba sumido en el pánico. Encontraron una multitud de personas en la tienda, una multitud alterada que comenzaba a provocar disturbios. Amanda había insistido en que debían coger lo mínimo necesario e irse de allí cuanto antes.
Los dos decidieron comprar comida enlatada, que los sostendría aunque se cortara la electricidad.
Cuando doblaron la esquina del pasillo de la comida enlatada, se toparon con una auténtica bronca. Apenas había espacio para pasar y todo el mundo empujaba y gritaba.
—¡Al diablo con la compra! —había gritado Will y después la había alejado de la muchedumbre con un ligero empujón—. Salgamos de aquí. ¡Esta gente ha perdido el control!
Apenas había pronunciado esas palabras cuando dos mujeres que discutían por una gran lata de raviolis cayeron delante de ellos chillando, arañándose y tirándose de los pelos; las alborotadoras se precipitaron contra los estantes que tenían justo delante y el altercado provocó una confusión de empujones y tirones al tiempo que la alterada turba echaba mano de todo lo que podía.
Aquello se había convertido en un motín tan enloquecido que nadie entre ellos observó la presencia de una visión horrenda que se acercaba arrastrando los pies. Es decir, nadie salvo Will. La criatura estiró un brazo hacia una niña de cuatro años que chillaba de miedo al ver a su madre rodar por el suelo, aferrada a una lata de pasta. Will se movió tan rápido que ni siquiera Amanda supo lo que había pasado hasta que ya fue demasiado tarde.
Su marido saltó por encima de la reyerta que tenía lugar en el suelo y sacó a la aterrada pequeña del jaleo, como un superhéroe de dibujos animados. El monstruo, que carecía del gusto sibarita de las mujeres que se peleaban, no tuvo ningún problema en arrancar un gran trozo del antebrazo de Will en lugar del tierno bocadito que había escogido en un principio.
Su marido, como era propio en él, no perdió la cabeza. Dejó a la niña en el suelo a una distancia segura, cogió la lata que se les había caído a las mujeres y después aplastó con ella la cabeza del engendro.
Su salud se deterioró a toda prisa. Los hospitales estaban atestados de heridos y los médicos no tenían cura para los mordiscos infecciosos de las criaturas. Se creía que un extraño y nuevo virus era el responsable de la plaga de devoradores de carne. Amanda no se lo creía. Quizá fuera una reminiscencia de la educación baptista que le habían dado en su Sur natal. Aunque no era una persona religiosa, creía que aquello era una maldición de las entrañas del infierno. Ningún simple virus podía hacer algo así.
A Will le vendaron la herida, le administraron antibióticos y lo mandaron a casa sin otro tratamiento. A pesar de los antibióticos, la infección se extendió. La fiebre le subió a más de cuarenta, y ya no bajó. La enfermedad terminó por provocarle convulsiones, alucinaciones y, por último, el coma. Murió en menos de tres días.
Amanda se enfrentó entonces a una terrible obligación. No cabía duda de que su marido iba a despertar como uno de los muertos vivientes, y regresaría, no como el marido que la amaba, sino como un monstruo sin alma ni compasión con un único objetivo, una única necesidad. Empujado por un instinto sobrenatural, la atacaría y la mataría sin remordimiento alguno.
Podría haber evitado la maléfica transformación destruyendo el cerebro de su marido con un golpe certero en la cabeza o con una bala. Amanda se enfrentó a ese dilema durante varios minutos, pero al final fue incapaz de hacerlo. Arrastró el cuerpo al porche delantero, donde con el tiempo revivió. Allí estaba en ese momento, arañando y desgarrando la puerta. El cabello rojo de su marido le colgaba en mechones apelmazados sobre los ojos vidriosos mientras emitía horribles gemidos a través de la puerta, llamándola.
Poco después empezaron a llegar más. Había ya al menos ocho o diez de aquellos demonios intentando meterse en la casa. Amanda debería haberle ahorrado a su marido aquel destino cuando había tenido la oportunidad, pero en su lugar había permitido que su sino se convirtiera en realidad, lo había condenado a una existencia torturada y maldita.
Al volver a pensar en ello, Amanda sintió de nuevo una pena abrumadora. Todos sus esfuerzos por no derrumbarse se disolvieron en una oleada de lágrimas no derramadas. Le temblaron los hombros con violencia cuando intentó reprimir los sollozos y su llanto terminó en hipidos cuando al fin se rindió a la emoción.
Se dejó caer sobre el suelo de la cocina y se abrazó con fuerza en un breve arrebato de locura. Se meció abrazada a sí misma sin dejar de gemir: «¡Maldito seas, Will! ¡Maldito seas!». Siguió chillando hasta quedarse ronca.
—No puedo hacer esto sola. ¡No puedo!
Lloró con sollozos entrecortados; durante casi veinte minutos fue liberando un torrente de rabia y dolor que al final la hizo derrumbarse, totalmente exhausta, en el suelo. Se quedó echada con la cara apoyada en el linóleo frío, jadeando con suspiros irregulares como un recién nacido que al fin se hubiera agotado, de tanto llorar.
Se quedó dormida sin soñar nada.
Despertó con un sobresalto cuando su marido muerto empezó a aporrear sin cesar la puerta de la calle. El ataque de nervios había sido catártico y cuando se despertó lo hizo con energía renovada. Will ya no estaba, aquella vida había desaparecido. Ya no perduraba nada de ella. Es decir, nada salvo ella misma, y no tenía ninguna intención de dejar que aquellas cosas la atraparan.
Había llegado el día. Tenía que irse antes de que fuera demasiado tarde.
Su mochila estaba llena de todo lo necesario para una corta excursión a pie. Por desgracia, así era como iba a tener que escapar, porque Will todavía tenía las llaves del coche en el bolsillo. Amanda se había olvidado de ellas cuando lo había arrastrado al porche. Había sido de lo más estúpido, pero durante la última semana había sido igual de descuidada más de una vez y de dos, por poco propio que fuera de ella. También había tomado otra decisión: le haría a Will el favor de terminar con su miserable existencia cuando se fuera. Dudaba que pudiera coger las llaves incluso entonces. Tenía que pensar en esos otros muertos vivientes, y no tenía demasiados cartuchos para el rifle. Era mejor estar preparada.
Amanda puso la mochila y el rifle junto a la puerta. Will, antes de estar demasiado enfermo para hacer nada, había entablado todas las ventanas y puertas, salvo la de la parte delantera de la casa. Esa era la que aporreaba y arañaba sin descanso con la esperanza de entrar. De algún modo sabía que era la parte más débil de la defensa de su mujer. Algún resto de su memoria quedaba en su subconsciente, aunque no quedara nada del verdadero Will. Pero la criatura que ocupaba su cuerpo lo sabía.
Si iba a salir, Amanda tendría que alejarlos de esa puerta. Se había planteado salir por una de las ventanas condenadas unos días antes, pero al intentarlo, varias criaturas habían oído el ruido y se habían arremolinado alrededor antes de que pudiera quitar la primera tabla siquiera.
Al menos los monstruos eran torpes y lentos. Si podía salir de la casa, no tendría problemas para dejarlos atrás corriendo.
Se le ocurrió algo. Quizá no podía salir por la ventana, pero podría usarla para atraerlos a ese lado de la casa, lejos de la puerta. Entonces podría abrir el cerrojo de la puerta y salir sin riesgos.
Amanda volvió a la cocina y encontró el pesado martillo de carpintero que Will había usado para apuntalar la casa entera. Hizo palanca contra la primera tabla y tiró con todas sus fuerzas. El clavo emitió un crujido, pero no cedió. Will había hecho un gran trabajo a la hora de clavar las maderas.
Amanda lo intentó otra vez y en esa ocasión apoyó el pie en la pared para poder hacer más fuerza. La tabla se soltó de golpe y su propia inercia la empujó hacia atrás. Después de varios intentos, mucho sudor y un cardenal muy poco digno en la cadera derecha, Amanda consiguió arrancar tres de las tablas antes de que la primera criatura doblara la esquina sin mucha prisa.
La ventana quedaba a la altura de la cintura, lo que podría plantear una situación muy complicada si su plan fallaba. Las criaturas tenían una forma muy fácil de llegar a ella.
—Que Dios me ayude —pidió; sabía que tenía que trabajar rápido.
La primera criatura era un niño pequeño y regordete llamado Todd Ross. Antes de la plaga, Amanda lo había visto muchas veces montando en bici por el barrio. La inundó la compasión por el pequeño; nunca fue demasiado popular entre los otros niños y ese era el destino con el que había tenido que toparse el pobre chiquillo.
El joven y pálido muchachito intentó tocarla a través de la ventana, pero era demasiado pequeño para representar una gran amenaza. Amanda se asomó y usó una de las tablas que había quitado para empujarlo y alejarlo a una distancia segura. Tres criaturas más doblaron la esquina, tambaleándose, rumbo a lo que entendían por almuerzo. Uno de ellos era la madre del niño, Beth Ross, igual de regordeta, pero en esos momentos mutilada. A la mujer le habían arrancado una gran parte de la garganta.
El miedo y el asco de Amanda al ver a su antigua vecina en aquel estado le provocaron un momento de auténtico terror. Se echó hacia atrás con una sacudida e intentó volver a meterse por la ventana, pero la chaqueta se le quedó enganchada en un clavo. Aparecieron tres más, con lo que el número de monstruos que la habían visto ascendió a siete. El primer grupo estaba a menos de tres metros de distancia.
Amanda luchó por liberarse. La invadió el pánico y cada vez le resultaba más difícil respirar.
—¡Que Dios me ayude! —exclamó mientras se debatía y agitaba contra el marco de la ventana.
Le dio un tirón a la chaqueta y la tela se rasgó. En ese preciso instante sintió un golpe pesado y frío en la nuca, como si una tajada de carne cruda la hubiera cogido por el pelo. Había estado observando a los Ross con tal intensidad que no se había dado cuenta de que uno de los monstruos se acercaba por el otro lado.
Amanda se echó hacia atrás en el comedor, y parte de su largo pelo negro se le desprendió dolorosamente del cuero cabelludo cuando se cayó. La joven gritó de dolor, conmocionada y muerta de miedo.
El monstruo intentó meterse por la pequeña abertura, con el pelo de Amanda todavía en la mano. La ventana no aguantaría mucho, y menos ahora, que le faltaban varios tablones.
Amanda se levantó de un salto, corrió a la puerta principal y echó un vistazo por la mirilla. Solo quedaba Will, pero él también se dirigía con gesto lento hacia el lateral de la casa, con los demás.
El siniestro sonido de los tablones astillándose y cayéndose del marco de la ventana aceleró el pulso de Amanda, que se volvió y vio que la criatura había irrumpido por la ventana y tenía medio cuerpo metido en la habitación. El monstruo chillaba mientras luchaba por meter el cuerpo entero. La adrenalina invadió a Amanda mientras descorría a toda prisa el pestillo de seguridad, cogía la mochila y el rifle y salía corriendo.
No se detuvo hasta haber cubierto más de la mitad de la distancia que la separaba de la carretera que había al final del camino de entrada. Entonces se volvió, dejó la mochila en el suelo y levantó el arma cargada. Después apuntó a Will, que se había vuelto hacia ella.
—¡Vamos, maldita sea! Acércate un poco —susurró mientras levantaba el cañón. Puso la mira en la frente de su marido.
Después dejó de apuntar para mirarlo por última vez. Necesitaba convencerse de que no era Will, de que ya no quedaba nada de su marido.
Los ojos muertos de Will se la quedaron mirando, sin verla, mientras emitía unos gemidos lastimeros. La visión la convenció de que ya no había nada de él en aquel espectro viviente. Will, o más bien la persona que había sido, ya no existía. Ese ente no era su marido. Ya ni siquiera parecía él. Igual que un cadáver echado en un ataúd pocas veces se parecía al ser vivo que había sido, aquella criatura carecía del alma de Will y de lo que lo convertía en la persona que era.
—¡Hazlo! Tienes que hacerlo —se dijo Amanda.
Lo tenía a menos de siete metros. Amanda apretó el gatillo. El arma le dio un golpe sorprendentemente fuerte en el hombro cuando resonó el disparo.
La cabeza de Will se echó hacia atrás de golpe. Hizo una pequeña pausa y después continuó marchando hacia ella con un gruñido más urgente y un paso algo más rápido.
Amanda bajó el arma. El culatazo había hecho que se raspara la sien. Volvió a apuntar a toda prisa. Esa vez estaría lista para el retroceso. Después de apuntar con cuidado, apretó el gatillo. Clic.
Le dio un vuelco el corazón. Volvió a apretar el gatillo. De nuevo se oyó el chasquido suave y metálico del percutor golpeando la recámara vacía. Tuvo la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho y sintió el zumbido de la sangre en los oídos.
Will estaba acercándose demasiado y lo seguían los otros. Amanda cogió la mochila y dio unos pasos atrás mientras se maldecía por no haber recordado que tenía que volver a cargar después de cada disparo.
Cuando le pareció que estaba lo bastante lejos, dejó caer la mochila y echó hacia atrás el cerrojo del rifle. El cartucho vacío saltó y Amanda metió otro en la recámara. Apuntó una vez más y volvió a apretar el gatillo.
El disparo resonó y la culata le golpeó el hombro otra vez.
Esa vez Will cayó y se quedó inmóvil en el suelo.
—¡Lo he conseguido! —Lloró sin ruido—. ¡Maldita sea, lo he hecho!
Una lágrima resbaló por su mejilla, pero lo cierto era que ya había llorado a Will. Ya no quedaba tiempo para lamentaciones, los otros se estaban acercando demasiado y no podía pensar siquiera en coger las llaves del bolsillo de su marido. Tenía que echar a correr.
Amanda se volvió hacia la carretera y se alejó a toda velocidad. Iría al pueblo. No quedaba otro sitio adonde ir.
Mick atravesó el pueblo esquivando los coches que todo el mundo había abandonado por el camino. Varios edificios carbonizados seguían ardiendo sin llama. Donde fuera que Jim mirara, había grupos de muertos vivientes desfigurados, algunos solos, otros en grupos más grandes. Mick le había explicado aquella alucinante situación, pero la prueba estaba a la vista. De alguna forma, la humanidad, en su infinita sabiduría, se las había arreglado para cagarla de verdad.