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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (36 page)

BOOK: El profesor
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Estoy aprendiendo. El irlandesito de los callejones de Limerick, dando salida a la envidia. Me estoy tratando con inmigrantes de primera y segunda generación, como yo, pero también tengo a la clase media y a la clase media alta, y hago muecas de desprecio. No quiero hacer muecas de desprecio, pero es difícil quitarse las viejas costumbres. Es el resentimiento. Ni siquiera es rabia, sólo resentimiento. Sacudo la cabeza al ver las cosas que les preocupan, esas cosas de clase media, que hace demasiado frío, que hace demasiado calor y que ésta no es la pasta de dientes que a mí me gusta. Y yo, después de tres décadas en América, todavía me alegro de poder encender la luz eléctrica o tomar una toalla después de la ducha. Estoy leyendo a un hombre que se llamaba Krishnamurti, y lo que me gusta de él es que no se presenta a sí mismo como gurú, como hacen esos personajes que entran a la carga procedentes de la India pasando el platillo y recogen millones. Él se niega a ser gurú o sabio o ninguna otra cosa. Te dice, te sugiere, que a la larga, nene, estás tú solo. Thoreau tiene un artículo estremecedor que se titula
Caminando,
donde dice que cuando sales por la puerta a darte un paseo, debes estar tan libre, tan desembarazado, que no tengas la necesidad de regresar nunca al punto de partida. Que puedas seguir caminando sin más porque eres libre. Hice que los chicos leyeran este artículo, y ellos dijeron que oh, no, ellos nunca podrían hacer algo así. ¿Marcharse andando sin más? ¿Está de broma? Cosa rara, porque cuando les hablé de cómo se echaban a la carretera Kerouac y Ginsberg, a ellos les parecía maravilloso. Tanta libertad. Tres mil millas de marihuana y mujeres y vino. Cuando hablo a esos chicos, me estoy hablando a mí mismo. Lo que tenemos en común es la premura. Dios, estoy en la edad madura y descubro cosas que el norteamericano medio e inteligente ya sabía cuando tenía veinte. Me he quitado la careta casi del todo y puedo respirar.

Los chicos se están abriendo en sus debates escritos y en el aula, y yo leo una crónica de la vida familiar norteamericana, desde las grandes casas particulares del East Side hasta las casas de apartamentos de Chinatown. Es toda una cabalgata de los ya establecidos y de los nuevos, y en todas partes hay dragones y demonios.

Phyllis escribió una crónica de cómo se reunió su familia la noche que Neil Armstrong llegó a la Luna, de cómo se alternaban entre el televisor del cuarto de estar y el dormitorio donde se estaba muriendo su padre. De un lado a otro. Preocupados por el padre, sin quererse perder el alunizaje. Phyllis dijo que estaba con su padre cuando su madre la llamó para que fuera a ver a Armstrong poner el pie en la Luna. Corrió al cuarto de estar, donde todos vitoreaban y se abrazaban, hasta que ella tuvo un presentimiento y corrió al dormitorio y se encontró a su padre muerto. No gritó, no lloró, el problema era volver con las personas alegres del cuarto de estar para decirles que papá ya no estaba.

Ahora lloraba, de pie, al frente del aula. Ojalá hubiese vuelto a su asiento de la primera fila porque yo no sabía qué hacer. Me acerqué a ella. Le pasé el brazo izquierdo por los hombros. Pero aquello no bastaba. La atraje hacia mí, la abracé con los dos brazos, dejé que sollozara en mi hombro. En el aula había caras húmedas de lágrimas, hasta que alguien dijo en voz alta: «Adelante, Phyllis», y uno o dos empezaron a aplaudir y toda la clase aplaudió y vitoreó, y Phyllis se volvió para sonreírles con la cara húmeda, y cuando la acompañé hasta su asiento ella se volvió y me acarició la mejilla, y yo pensé: «Esta caricia en la mejilla no es como para que tiemble el mundo, pero nunca olvidaré esto: a Phyllis, a su padre muerto, a Armstrong en la Luna».

—Escuchad. ¿Me estáis escuchando? No me estáis escuchando. Estoy hablando a los miembros de esta clase que puedan tener interés en escribir.

En todo momento de tu vida estás escribiendo. Hasta cuando sueñas estás escribiendo. Por los pasillos del instituto te vas encontrando con diversas personas y escribes mentalmente con frenesí.

Ahí está el director. Tienes que tomar una decisión. la decisión del saludo. ¿Le harás un gesto con la cabeza? ¿Le sonreirás? ¿Le dirás «buenos días, señor Baumel», o simplemente «hola»? Ves a una persona que te cae mal. Vuelves a escribir mentalmente con frenesí. Hay que tomar una decisión. ¿Apartar la vista? ¿Mirarlo fijamente al pasar? ¿Hacerle un gesto con la cabeza? ¿Farfullar un «hola»? Ves a una persona que te cae bien y dices «hola» de manera cálida y derretida, un «hola» que evoca el chapoteo de los remos, el canto de los violines, el brillo de los ojos al claro de luna. Hay tantas maneras de decir «hola». Farfullarlo, trinarlo, cantarlo, vociferarlo, reírlo, toserlo. Un simple paseo por el pasillo requiere párrafos, frases en tu mente, decisiones en cantidad.

Esto lo haré como varón, porque las mujeres siguen siendo para mí el gran misterio. Podría contaros historias. ¿Me estáis escuchando? En este instituto hay una chica de la que os habéis enamorado. Resulta que te has enterado de que ha roto con otra persona, de modo que tienes campo libre. A ti te gustaría salir con ella. Ah, el texto ya te chisporrotea en la cabeza. Puedes ser uno de esos personajes llenos de temple, que serían capaces de acercarse tranquilamente a Helena de Troya y preguntarle qué planes tiene para después del asedio, decirle que conoces un buen sitio para cenar cordero y ouzo en las ruinas de Ilión. El personaje con temple, el encantador, no tiene necesidad de prepararse un gran guión. Los demás escribimos. La llamas para preguntarle si quiere salir contigo el sábado por la noche. Estás nervioso. El rechazo te conduciría al borde del precipicio, a la sobredosis. Al teléfono, le dices que eres compañero suyo en la clase de Física. Ella te dice «ah, sí», no muy convencida. Le preguntas si está ocupada el sábado por la noche. Está ocupada. Dice que tiene plan, pero tú sospechas que miente. Una chica no puede reconocer que no tiene nada que hacer el sábado por la noche. Tiene que guardar las apariencias. Dios, ¿qué diría la gente? Tú, mientras escribes mentalmente, le preguntas por la noche del sábado siguiente y por la de todos los demás sábados hasta el infinito. Te conformas con lo que sea, pobre desgraciado, con lo que sea, con tal de poder verla antes de que empieces a cobrar la pensión. Ella sigue con su jueguecito, te dice que vuelvas a llamarla la semana siguiente y que ya verá. Sí, ya verá. El sábado por la noche se queda en su casa viendo la televisión con su madre y su tía Edna, que no se calla nunca. Tú también te quedas en tu casa, con tu madre y tu padre, que nunca dicen nada. Te acuestas y sueñas que la semana siguiente, ay, Dios, la semana siguiente, puede que diga que sí, y si dice que sí, lo tienes todo planeado, ese restaurantito italiano tan lindo en la avenida Columbus, con manteles de cuadros rojos y blancos y con velas blancas sobre botellas de Chianti cubiertas de goterones de cera.

Soñar, desear, hacer planes: todo es escribir, pero la diferencia entre el hombre de la calle y vosotros es que vosotros, amigos míos, lo miráis, lo organizáis en la cabeza, comprendéis el significado de lo insignificante, lo lleváis al papel. Puede que estéis entre la angustia del amor o del dolor, pero sois unos observadores implacables. Sois vuestro propio material. Sois escritores, y una cosa es segura: pase lo que pase el sábado por la noche, o cualquier otra noche, no volveréis a aburriros jamás. Jamás. Nada de lo humano os es ajeno. No hace falta que aplaudáis, y pasadme el trabajo que habéis hecho en casa.

—Señor McCourt, usted tiene suerte. Vivió esa infancia desgraciada, de manera que ahora tiene algo de qué escribir. Pero ¿de qué vamos a escribir nosotros? Lo único que hacemos es nacer, ir a la escuela, ir de vacaciones, ir a la universidad, enamorarnos o algo así, licenciamos y dedicarnos a algún tipo de profesión, casarnos, tener los dos coma tres hijos de los que usted habla siempre, mandar los hijos a la escuela, divorciarnos como el cincuenta por ciento de la población, engordar, tener el primer infarto, jubilamos, morirnos.

—Jonathan, ése es el cuadro más triste de la vida que he oído nunca en un aula. Pero has aportado los ingredientes de la gran novela norteamericana. Has condensado las novelas de Theodore Dreiser, Sinclair Lewis y Scott Fitzgerald.

Dijeron que debía de estar de broma.

—Ya conocéis los ingredientes de la vida de McCourt —dije—. También tenéis vuestros ingredientes, los que usaréis si escribís acerca de vuestras vidas. Escribid en vuestros cuadernos una lista con esos ingredientes. Mimadlos. Esto es muy importante. Judío. De clase media. El
New York Times.
Música clásica en la radio. Harvard en lontananza. Chino. Coreano. Italiano. Español. En la mesa de la cocina, un periódico en lengua extranjera. La radio difunde música de la tierra. Los padres sueñan con viajes a la Madre Patria. La abuela, sentada en silencio en un rincón del cuarto de estar, recuerda atisbos de cementerios en Queens. Millares de lápidas y cruces. Suplica: «Por favor, por favor, no me metáis allí. Llevadme a China. Por favor». Así que sentaos con vuestra abuela. Haced que os cuente su historia. Todas las abuelas y abuelos tienen sus historias, y si dejáis que se mueran sin enteraros de sus historias, sois unos criminales. Vuestro castigo será quedar desterrados del comedor del instituto.

—Ya. Ja, ja.

Los padres y los abuelos desconfían de este interés repentino por sus vidas.

—¿Por qué me haces tantas preguntas? Mi vida no es asunto de nadie, y lo que hiciera, hecho está.

—¿Qué hiciste?

—No es asunto de nadie. ¿Es ese profesor otra vez? ¿Ya está metiendo las narices?

—No, abuela. Es que se me había ocurrido que querrías hablarme de tu vida para que yo pueda contársela a mis hijos y ellos a los suyos y así no quedarás en el olvido.

—Di a ese profesor que se meta en sus asuntos. Todos estos norteamericanos son iguales, siempre preguntando. En esta familia tenemos intimidad.

—Pero, abuela, ese profesor es irlandés.

—¿Ah, sí? Bueno, pues son los peores, siempre hablando y cantando sobre cosas inmorales o sobre gente a la que fusilan o ahorcan.

Otros cuentan cómo hicieron a los mayores una sola pregunta sobre el pasado y entonces se abrieron las compuertas y los mayores no dejaban de hablar, dale que dale hasta la hora de acostarse y más tarde, expresando congoja y lágrimas, la nostalgia de la Madre Patria, haciendo profesión de su amor hacia Estados Unidos. Las relaciones familiares se reorganizan. Milton, de dieciséis años, deja de ver al abuelo como a alguien sin importancia.

—En la Segunda Guerra Mundial, el abuelo vivió unas aventuras increíbles. Como que se enamoró de la hija de un oficial de las SS, y estuvieron a punto de matarle. El abuelo se escapó y tuvo que esconderse en el como-se-llame de una vaca, en un basurero.

—¿En el pellejo?

—Sí. Si el pellejo estaba ahí, era porque el pellejo ya estaba medio comido por las ratas, y él tenía que ahuyentarlas. Tres días dentro del pellejo, ahuyentando las ratas, hasta que lo vio un cura católico y lo escondió en la cripta de su iglesia hasta que llegaron los norteamericanos un año más tarde. El abuelo se ha pasado todos estos años sentado en el rincón sin que yo hablara nunca con él, ni él conmigo. Todavía no habla bien el inglés, pero eso no es disculpa. Ahora lo tengo registrado en mi grabadora, y mis padres, mis padres, por Dios, dicen que para qué me molesto.

Clarence era negro, listo y apocado. Se sentaba al fondo del aula con otros tres chicos negros y no aportaba nada a los debates en clase. Sus amigos y él tenían bromas privadas, y esa camarilla negra me molestaba. Al mismo tiempo pensaba que si yo fuera negro, ahí es donde estaría, al fondo, en un pequeño gueto propio, tapándome la cara con la mano para burlarme del profesor blanco.

David era negro, listo y nada apocado. Se sentaba junto a los grandes ventanales con sus amigos blancos, que lo seguían cuando entraba y cuando salía del aula. Si yo hacía alguna pregunta a la clase, él levantaba la mano, y si su respuesta era equivocada sacudía la cabeza con enfado y decía «ay, porras». Intentaban imitarle, pero nadie era capaz de decir «ay, porras» como David. Nadie era capaz de generar regocijo como David. Los alumnos pedían cambios de matrícula sólo para estar con él en una clase. Cuando leía sus relatos y redacciones los viernes, aullaban de risa. «El lunes pasado por la mañana me levanté de la cama. O no me levanté de la cama. Sólo soñé que me levantaba de la cama, y ahora no podría juraros si estaba o no estaba en la cama o si soñaba con ello, o puede que estuviera soñando que soñaba con ello. Todo fue por culpa del señor Lipper, porque en la clase de Filosofía nos estuvo hablando de esa cosa china en que un hombre sueña que es una mariposa, o a lo mejor era una mariposa que soñaba que era un hombre. O una mariposa. Ay, porras.»

Todos reían, menos Clarence. Sus tres amigos reían, aunque parecían algo cortados. Le pregunté si le gustaría leer hoy. Negó con la cabeza. Le dije que ésta era una clase de Creación Literaria en la que se esperaba que todos participaran, y si a él no le apetecía leer en persona, quizá pudiera leer otra persona lo que él había escrito. Su indiferencia me irritaba. Quería tener una gran clase de Davides que dijeran «ay, porras».

Aquel día yo estaba de guardia en el comedor. Clarence estaba sentado contra la pared, con un grupo de chicos negros. Se reían ante su imitación de Hitler: un perrito caliente sujeto entre el labio y la nariz, a modo de bigote; un bol puesto en la cabeza, un saludo militar y un
sieg
heil
con el brazo en alto. El Clarence del comedor no era el Clarence del aula.

David lo miraba desde otra mesa, callado, sin sonreír.

Después del almuerzo pregunté a Clarence si pensaba leer algún día. No, no tenía nada que decir.

—¿Nada?

—Bueno, nunca podría ser como David.

—No hace falta que seas como David.

—No le gustaría. Las únicas historias que conozco son historias de la calle. En mi calle pasan cosas.

—Entonces escribe acerca de tu calle.

—No puedo. Palabrotas y todo eso.

—Clarence, dime una palabra que sepas y que yo nunca haya oído. Una sola palabra, Clarence.

—Pero yo creía que debíamos escribir en buen inglés.

—Escribe en el inglés que quieras, con tal que lo pongas en el papel.

El viernes siguiente estaba preparado. Otros se ponían de pie para leer, pero él prefirió permanecer sentado. Me recordó que saldría el habla de la calle y me preguntó si tenía importancia.

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