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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (34 page)

BOOK: El profesor
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—De acuerdo, Myron.

Estudiamos la estructura de una crítica de Mimi Sheraton. Nos describe el ambiente del restaurante y la calidad o falta de calidad del servicio. Nos informa sobre cada una de las etapas de la comida: aperitivos, platos principales, postres, café, vino. Escribe un párrafo final a modo de conclusión, en el que justifica las estrellas que ha otorgado o no ha otorgado. Ésta es la estructura.

—¿Sí, Barbara?

—Creo que esta crítica es una de las cosas más ruines que he leído en mi vida. Me estaba pareciendo ver gotear la sangre del papel en su máquina de escribir, o en lo que use ella para escribir.

—Barbara, si pagases una pequeña fortuna por comer en un restaurante como éste, ¿no te gustaría que una persona como Mimi Sheraton te previniera?

Intento centrarme en la crítica, en el empleo del lenguaje, en los detalles, pero a ellos les interesa saber si la autora sale a cenar todas las noches de su vida, y cómo se las arregla.

Dicen que habría que compadecer a una persona que tiene un trabajo así, en el que no puede quedarse en casa sin más y comerse una hamburguesa o un cuenco de cereales con un plátano dentro. Lo más probable es que llegue a su casa por las noches y diga a su marido que no quiere volver a ver un pollo o unas chuletas de cerdo en su vida. El marido, por su parte, nunca tiene el placer de prepararle algo de picar para animarla después de una larga jornada de trabajo, ya que seguramente ella ya ha comido bastante para tirar una semana. Imaginaos el dilema de los maridos y las mujeres de todos esos críticos gastronómicos. El marido no puede invitar nunca a la mujer a cenar sólo por salir a cenar, sin tener que deslizarse las cosas por el paladar para averiguar qué especias se han usado o qué tenía esa salsa. ¿Quién querría comer con una mujer que lo sabe todo sobre la comida y el vino? Te pondrías a mirarla para ver qué cara pone al probar el primer bocado. No; puede que tenga ese trabajo tan distinguido y tan bien pagado, pero te cansarías de la rutina de siempre de tener que comer lo mejor de lo mejor, e imagínate cómo te deja eso por dentro.

Entonces usé por primera vez en mi vida una expresión que nunca había usado. Dije «no obstante», y lo repetí.

—No obstante, voy a hacer de todos vosotros unos Mimi Sheraton.

Les pedí que escribieran acerca del comedor del instituto o de los restaurantes próximos. Nadie escribió críticas positivas acerca del comedor del instituto. Tres terminaron las redacciones con una misma frase: «Es una birria». Había críticas entusiastas de las pizzerías del barrio y del vendedor ambulante de perritos calientes y galletas saladas de la Primera Avenida. El propietario de cierta pizzería dijo a los estudiantes que le gustaría conocerme y darme las gracias por haber llamado la atención sobre su negocio y por haber honrado así su profesión. Era para quedarse pasmado que aquel profesor con apellido irlandés animase a sus alumnos a que apreciaran las cosas buenas de la vida. Siempre que yo quisiera una pizza, no sólo una ración, sino una pizza entera, tendría abierta la puerta de par en par, y podría pedir esa pizza con lo que quisiera, aunque él tuviera que mandar a comprar en una tienda especializada alguna guarnición que en ese momento no tuviera.

Les discutí la petulancia y la mala intención de sus críticas del comedor del instituto.

—Está bien —dije—, el ambiente es lúgubre. Mimi estaría de acuerdo con vosotros. Este restaurante podría confundirse con una estación de metro o una cantina del Ejército. Os quejáis del servicio. Las mujeres que sirven la comida son demasiado bruscas. No sonríen lo suficiente. Eso os hiere en vuestros sentimientos. Se limitan a tirar la comida, lo que sea, en una bandeja. Bueno, ¿qué esperabais? Si os pusieran a vosotros a hacer un trabajo sin futuro, ya veríamos si sonreíais.

Basta, me digo. Nada de predicar. Ya lo hiciste hace años con tu sermón sobre la Revolución Francesa. Si quieren decir que es una birria, que lo digan. ¿No estamos en un país libre?

Les pregunto qué quieren decir cuando dicen que la comida es una birria.

—Sois futuros escritores. ¿Qué tal subir el nivel de vuestro léxico? ¿Qué diría Mimi?

—Ay, Dios, señor McCourt, ¿por qué siempre tanta Mimi, Mimi, siempre que escribimos sobre la comida?

—Bueno, ¿qué quieres decir con eso de que es una birria?

—Ya sabe. Ya sabe.

—¿Qué?

—Tal que, eso no se puede comer.

—¿Por qué no?

—Sabe a mierda o no sabe a nada.

—¿Cómo sabes tú a qué sabe la mierda?

—Mire, señor McCourt, usted es un buen tipo, pero puede llegar a resultar cargante.

—¿Sabes lo que dijo Ben Jonson, Jack?

—No, señor McCourt, no sé lo que dijo Ben Jonson.

—Dijo: «La lengua desvela al hombre. Habla para que te vea».

—Ah, ¿dijo eso Ben Jonson?

—Eso dijo Ben Jonson.

—Muy ingenioso, señor McCourt. Ben Jonson debería haber cenado con Mimi.

15

El día de las Familias se libera a los chicos al mediodía, y los padres acuden en tropel de una a tres y otra vez a última hora de la tarde, de siete a nueve. Al final de la jornada te encuentras con los demás profesores que están fichando para salir, y están cansados de haber hablado con centenares de padres. En este instituto hay tres mil chicos, y eso debería representar un total de seis mil padres y madres, pero estamos en Nueva York, donde el divorcio es uno de los deportes más populares y donde los chicos tienen que ir deduciendo quién es quién y qué es qué y cuándo pasará. Tres mil chicos pueden tener diez mil padres y padrastros, todos convencidos de que sus hijos e hijas son los más listos de los listos. Estamos en el Instituto de Secundaria Stuyvesant, donde, desde el momento en que un estudiante ingresa, se le abren de par en par las puertas de las mejores universidades y facultades del país, y si no triunfas es culpa tuya, maldita sea. Las mamás y los papás están tranquilos, llenos de confianza, alegres, seguros de sí mismos, cuando no están preocupados, inquietos, desanimados, inseguros, desconfiados. Tienen grandes expectativas y sólo se conformarán con el éxito. Aparecen en tal cantidad que cada profesor necesita un alumno monitor para que regule el flujo. Están preocupados por el lugar que ocupa su hijo dentro de la clase. ¿Diría yo que Stanley está por encima de la media? Porque ellos opinan que se está volviendo perezoso y que anda con gente que no debe. Han oído contar cosas de la plaza Stuyvesant, cosas de drogas, sabe usted, y con eso ya puede uno perder el sueño. ¿Hace sus tareas? ¿Se ha fijado en algún cambio en su conducta y su actitud?

Los padres de Stanley se están divorciando de manera agria, y no es de extrañar que Stanley esté fastidiado. La madre conserva el clásico piso de seis habitaciones en el Upper West Side, mientras papá vive en un tugurio allá en el culo del Bronx. Han acordado repartirse a Stanley partiéndolo por la mitad, tres días y medio por semana con cada uno. A Stanley se le dan bien las matemáticas, pero ni siquiera él sabe dividirse a sí mismo de esa manera. Lo toma con buen humor. Convierte su dilema en una especie de ecuación algebraica: si
a
vale 3
1/2
y
b
vale 3
1/2
¿qué es Stanley? Su profesor de matemáticas, el señor Winokur, le pone un ioo sobre 100 sólo por haber pensado en esos términos. Mientras tanto, mi monitora de la tarde de las Familias, que es Maureen McSherry, me dice que el padre y la madre enfrentados de Stanley están sentados en mi aula esperando verme, y, añade Maureen, debe de haber media docena de parejas enfrentadas que no querrán sentarse juntos mientras yo les hablo de sus adoradas criaturas.

Maureen les ha entregado números como los que dan en la panadería, y a mí se me está cayendo el alma a los pies porque da la impresión de que el flujo de padres que entran en la sala no tiene fin. En cuando has terminado con uno, llega otro. Ocupan todos los asientos; hay tres apoyados en el alféizar de la ventana del fondo, como hacen los chicos, cuchicheando, y otra media docena están de pie a lo largo de la pared del fondo. Quisiera poder pedir a Maureen que anunciara un receso, pero eso no se puede hacer en un centro como el Stuyvesant, donde los padres conocen sus derechos y nunca están faltos de palabra.

—Atención —susurra Maureen—. Aquí llega Rhonda, la madre de Stanley. Es capaz de comérselo crudo.

Rhonda apesta a nicotina. Se sienta, se inclina hacia mí y dice que no me crea una palabra de lo que me diga el padre de Stanley, ese hijo de perra. Ni siquiera soporta pronunciar el nombre de ese canalla, y le da lástima el pobre Stanley, porque le ha caído en suerte ese gilipollas como figura paterna, y, en todo caso, ¿cómo le va a Stanley?

—Ah, bien. Escribe bastante bien, y es popular entre los demás chicos.

—Bueno, pues es un milagro, teniendo en cuenta lo que está pasando con el sinvergüenza del padre, que no deja de correr detrás de todas las faldas que se le cruzan. Yo hago todo lo que puedo cuando tengo a Stanley conmigo, pero él no puede concentrarse tres días y medio por semana sabiendo que los otros tres y medio tendrá que pasarlos en ese tugurio del Bronx. Lo que pasa es que ha empezado a pernoctar en casas de otros chicos. Él me dice eso, pero resulta que me he enterado de que tiene una novia con padres absolutamente liberales, y tengo mis sospechas.

—Me temo que no sé nada de eso. No soy más que su profesor, y es imposible entrar en las vidas privadas de ciento setenta y cinco chicos cada semestre.

Rhonda tenía una voz penetrante, y los padres que esperaban turno se revolvían en sus asientos, levantando los ojos al techo, impacientes. Maureen me dijo que atendiera al reloj, que no dedicase a cada padre más de dos minutos, ni siquiera al padre de Stanley, que exigiría igualdad de tiempo.

—Hola, soy Ben —dijo—. El padre de Stanley. Ya he oído lo que ha dicho esa, la psicoterapeuta. Yo no mandaría a su consulta ni a un perro. —Se rió y sacudió la cabeza—. Pero no entremos en eso. Ahora lo que tengo es el problema de Stanley. Después de la educación que ha recibido, después de pasarme tantos años ahorrando para mandarlo a la universidad, él quiere echarlo todo a rodar. ¿Sabe usted lo que quiere hacer? Ir a un conservatorio de Nueva Inglaterra y estudiar guitarra clásica. Dígame usted, ¿es que se gana dinero tocando la guitarra clásica? Le dije... pero mire, no voy a robarle su tiempo, señor McCord.

—McCourt.

—Eso. No voy a robarle su tiempo, pero le dije: «Por encima de mi cadáver». Habíamos acordado desde el primer día que sería contable. Nunca ha habido la menor duda al respecto. O sea, ¿para qué estoy trabajando? Yo mismo soy censor jurado de cuentas, y si tiene algún problemilla le ayudaré con mucho gusto. No, señor. Nada de guitarra clásica. Le digo: «Anda y sácate la licenciatura en contabilidad, y toca la guitarra en tu tiempo libre». Él se hunde. Se echa a llorar. Me amenaza con irse a vivir con su madre, y eso no se lo desearía yo ni a un nazi. Así que me pregunto si usted podría decirle unas palabritas. Sé que le gusta su clase, le gusta interpretar recetas de cocina y las cosas que hacen aquí.

—Me gustaría poder ayudar, pero no soy orientador profesional. Soy profesor de Lengua Inglesa.

—¿Ah, sí? Bueno, por lo que me cuenta Stanley de su clase, lo que menos hace usted aquí es enseñar Lengua Inglesa. Dicho sea sin ánimo de ofender, pero no sé qué tiene que ver la cocina con la Lengua Inglesa. En todo caso, gracias, y ¿cómo le va al chico?

—Le va bien.

Suena el timbre, y Maureen, que no es nada tímida, anuncia que se ha terminado el tiempo pero que tendrá mucho gusto en tomar nota de los nombres y teléfonos de cualquiera que quiera acudir al centro algún día lectivo para mantener una charla de un cuarto de hora. Hace circular una hoja de papel, que se queda en blanco. Quieren que los atienda aquí y ahora. Dios, llevan esperando media tarde mientras los otros pirados soltaban la hebra sobre los descentrados de sus hijos, que no es de extrañar que estén descentrados, con esos padres que tienen. Los que se sienten defraudados me siguen por el pasillo preguntándome cómo le va a Adam, a Sergei, a Juan, a Naomi. ¿Qué clase de instituto es éste donde uno no puede conseguir que un profesor le preste atención durante un minuto, entonces para qué pago los impuestos?

A las nueve, los profesores que se reúnen junto al reloj de fichar para la salida hablan de ir a tomar algo en el Gas House, a la vuelta de la esquina. Nos sentamos en una mesa del fondo y pedimos jarras de cerveza. Estamos ecos de tanto hablar, hablar, hablar. Jesús, qué tardecita. Cuento a R'lene Dahlberg y a Connie Collier y a Bill Tuohy que en todos los años que llevo en el Stuyvesant sólo un padre de alumno, concretamente una madre, me preguntó si su hijo disfrutaba del instituto. Le dije que sí, que parecía que disfrutaba. Ella sonrió, se levantó, me dio las gracias y se marchó. Sólo una madre en todos estos años.

—Lo único que les importa es el éxito y el dinero, el dinero, el dinero —dice Connie—. Tienen expectativas para sus hijos, grandes esperanzas, y nosotros somos como trabajadores de una cadena de montaje: ponemos una piececita aquí, otra piececita allá, hasta que al final sale el producto terminado, listo para cumplir, para el padre y para la empresa.

Apareció por el Gas House un grupo de padres. Una madre vino hasta mí.

—Muy bonito —dijo—. Tiene tiempo para trasegar cerveza, pero no puede dedicar un minuto a una madre que ha estado esperando media hora para verle.

Le dije que lo sentía.

—Ya —dijo ella, y fue a reunirse con su grupo en otra mesa. Aquella tarde de padres me había dejado tan machacado que bebí demasiado y a la mañana siguiente me quedé en la cama. ¿Por qué no dije a aquella madre, sin más, que me besara mi realísimo culo irlandés?

En mi clase, Bob Stein jamás se sentaba en un pupitre. Puede que fuera por su masa corporal, pero lo que creo es que lo aliviaba apoyarse en el alféizar de la ventana del fondo, amplio y profundo. En cuanto se instalaba, sonreía y saludaba con la mano, diciendo:

—Buenos días, señor McCourt. ¿Verdad que hace un día estupendo?

Durante todas las estaciones del año escolar llevaba una camisa blanca de cuello abierto, con el cuello blanco por encima de las solapas grises de su chaqueta de
sport.
Contó a la clase que la chaqueta había sido de Orson Welles, y que si conocía alguna vez a Welles tendrían algo de qué hablar. Si no fuera por la chaqueta, no sabría qué decir a Orson Welles, pues sus intereses eran completamente distintos de los del actor.

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