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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (25 page)

El tercer día de travesía me escabullí para desayunar en el comedor: era la primera vez que iba por allí. El camarero me dijo: «¿Sí, señor?», y me sentí estúpido al decirle que no sabía dónde sentarme.

—¿No ha estado aquí antes, señor?

—No.

Como era camarero, no me hizo la pregunta evidente. Tampoco me la hizo el contador, quien dijo que me habían dado oficialmente por no embarcado. En el barco habían supuesto que había bajado a tierra con mis amigos en un arrebato de entusiasmo. Se veía que esperaba una explicación, pero yo no podía contarle mis experiencias con la enfermera privada en un camarote de primera clase. Dijo que sí, que allí tenía un asiento, y que bienvenido al desayuno.

En aquel camarote por debajo de la línea de flotación había dos literas. Mi compañero de camarote estaba de rodillas, rezando. Pareció sobresaltado al verme. Era un metodista de Idaho que viajaba a Heidelberg para estudiar teología, por lo que no pude ponerme a presumir de que había pasado las tres últimas noches en un camarote de primera clase con una enfermera privada de Nueva York. Me disculpé por haber interrumpido sus oraciones, pero él me dijo que sus oraciones jamás se interrumpían, pues su vida entera era una oración. Aquello me pareció maravilloso, y deseé que mi vida pudiera ser una oración. Sus palabras me provocaron una punzada en la conciencia y me hicieron sentir despreciable y pecaminoso. Se llamaba Ted. Su aspecto era saludable y alegre. Tenía los dientes sanos y llevaba el flequillo corto de la Marina. Su camisa blanca estaba almidonada, planchada, crujiente. Estaba tranquilo consigo mismo, en paz con el mundo. Dios estaba en su cielo, en un cielo metodista, y todo marchaba bien. Me sentí intimidado. Si toda su vida era una oración, ¿qué era la mía? ¿Un largo pecado? Si el barco chocaba contra un iceberg, Ted se quedaría en la cubierta cantando
Más cerca de Ti, Señor,
mientras yo buscaba por todo el barco a un cura que me confesara.

Ted me preguntó si era religioso, si asistía a la iglesia. Me dijo que podía asistir con él a un servicio religioso metodista dentro de una hora, donde sería bienvenido, pero yo murmuré:

—Voy a misa de tarde en tarde.

Me dijo que lo entendía. ¿Cómo podía entenderlo? ¿Qué sabrá un metodista de los sufrimientos de un católico, sobre todo de un católico irlandés? (Esto no lo dije, claro. No quise herir sus sentimientos. Era tan sincero...) Me preguntó si me gustaría rezar con él, y volví a murmurar que no sabía ninguna oración protestante y, además, tenía que darme una ducha y cambiarme de ropa. Me echó eso que los escritores llaman una mirada penetrante, y tuve la sensación de que lo sabía todo. Sólo tenía veinticuatro años, pero ya tenía fe, visión, orientación. Puede que hubiera oído hablar del pecado, pero se le veía que estaba libre de él, limpio en todos los sentidos.

Dije a Ted que después de ducharme buscaría la capilla católica e iría a misa.

—No te hace falta la misa —me dijo él—. No te hace falta un cura. Tienes tu fe, tu Biblia, dos rodillas y un suelo sobre el que rezar.

Eso me puso de mal humor. ¿Por qué la gente no puede dejar en paz a la gente? ¿Por qué la gente piensa que debe convertir a sujetos como yo?

No, no quería caer de rodillas y rezar con el metodista. Peor todavía: no quería ir a misa, ni a confesarme, ni a nada, cuando en su lugar podía subir allí, pasearme por cubierta, sentarme en una tumbona y ver cómo subía y bajaba el horizonte.

—Al infierno con todo —dije, y me duché pensando en los horizontes.

Pensé que los horizontes eran mejores que la gente. No molestaban a los demás horizontes. Cuando salí, Ted se había marchado y había dejado sus cosas muy bien ordenadas sobre su litera.

Arriba, en la cubierta, la enfermera privada apareció deslizándose del brazo de un hombre bajito y regordete de cabello gris que llevaba una chaqueta de
sport
azul marino de doble pechera, con un pañuelo de seda rosa muy hinchado a la altura de la nuez. Ella simuló no verme, pero yo la miré con tanto ahínco que tuvo que dirigirme una leve inclinación de la cabeza. Pasó de largo, y me pregunté si estaba meneando el culo adrede para hacerme sufrir.

Sigue meneándolo. No me importa.

Pero sí me importaba. Me sentí destrozado, desechado. Después de pasarse tres días conmigo, ¿cómo había podido la enfermera irse con ese viejo que tenía al menos sesenta años? ¿Y los ratos que habíamos pasado sentados en la cama, bebiendo botellas de vino blanco? ¿Y aquella vez que le froté la espalda en la bañera? ¿A qué me iba a dedicar yo durante los dos días que faltaban para que el barco atracara en Irlanda? Tendría que quedarme tendido en la litera de arriba, mientras el metodista rezaba y suspiraba en la de abajo. A la enfermera le daba igual. Se cruzaba conmigo adrede en diversas cubiertas para hacerme sentir desgraciado, y cuando pensaba en ella y en aquel viejo me daban náuseas al imaginarme su cuerpo antiguo y arrugado junto al de ella.

Los dos días siguientes fueron de tinieblas en alta mar, me instalaba ante la borda y pensaba en arrojarme al océano Atlántico, irme al fondo con todos los barcos hundidos durante la guerra, fragatas, submarinos, destructores, cargueros, y me pregunté si se había hundido alguna vez un portaaviones. Eso me distrajo de mi tristeza durante cierto tiempo, mis elucubraciones sobre los portaaviones y los cuerpos hundidos que flotaban y golpeaban contra el casco de los buques, pero la tristeza volvió. Cuando estás rondando por un barco sin hacer nada más que toparte con una enfermera con la que pasaste tres días, y ella va con el viejo de la chaqueta de
sport
de doble pechera, tiendes a valorarte poco o nada. Si me tiraba al Atlántico, quizá le diera algo que pensar a ella, pero a mí no me serviría de nada porque no llegaría a enterarme.

Me quedé junto a aquella borda mientras el barco surcaba las aguas, pensando en mi vida y en lo pusilánime que era. (Ésa era una de mis palabras favoritas por entonces, y me venía bien.) Pusilánime. Lo único que había hecho desde el día de mi llegada a Nueva York hasta este día a bordo del
Queen Ellzabeth
era ir deambulando de una cosa a otra: emigrar, trabajar en trabajos sin futuro, beber en Alemania y en Nueva York, correr tras las mujeres, pasarme cuatro años durmiendo en la Universidad de Nueva York, ir a la deriva de un trabajo a otro en la enseñanza, casarme y desear estar soltero, tomarme otra copa, llegar a un callejón sin salida en la enseñanza, embarcarme para Irlanda con la esperanza de que la vida se fuera portando bien.

Me habría gustado formar parte de esos alegres grupos de viajeros, por tierra o por mar, que juegan al ping pong y al tejo y luego se van a tomar una copa y quién sabe a qué más, pero me faltaba el talento necesario Ensayaba y practicaba mentalmente. Diría: «Eh, hola, ¿cómo va eso». Y ellos dirían: «Bien. Por cierto, ¿quieres tomarte una copa con nosotros?», y yo diría: «¿Por qué no?» con aire de desenfado. (Ésa era otra de mis palabras favoritas por entonces, porque era a lo que aspiraba y porque me gustaba cómo sonaba.) Si me había tomado unas cuantas copas, podía venirme el desenfado. Con mi encanto irlandés sería el alma de la fiesta, pero no quería apartarme de la borda y del consuelo de poner fin a todo.

Tenía en la cabeza el treinta y ocho. Un profesor de cierta edad que navega hacia Dublín, todavía en calidad de estudiante. ¿Es manera de vivir para un hombre?

Me obligué a sentarme en una tumbona para celebrar en pleno Atlántico una reunión del gabinete de crisis conmigo mismo, cerré los ojos para apartar de mi vista el mar y la imagen de la enfermera. No podía cerrar el paso al ruido de sus zapatos de tacón ni a las risotadas norteamericanas de míster Pañuelo Antiguo.

Si yo hubiera tenido una pizca de inteligencia, aparte de unas simples dotes de supervivencia quejumbrosas, habría intentado hacer una reevaluación agonizante de mi vida. Pero no tenía capacidad para la introspección. Después de todos esos años de confesarme en Limerick, sabía hacer examen de conciencia como el que más. Esto era distinto. En esto no me podía ayudar la Santa Madre Iglesia. Sentado en aquella tumbona, apenas podía aventurarme más allá del catecismo. Estaba empezando a entender que no entendía, y ahondar en mí mismo y en mis desgracias me producía dolor de cabeza. Un hombre de treinta y ocho años, en un atolladero y sin saber qué hacer al respecto. Así de ignorante era. Ya sé que en estos tiempos te animan a que eches la culpa de todo a todo el mundo, menos a ti mismo: a los padres, a la infancia desgraciada, a la Iglesia, a los ingleses.

La gente de Nueva York, sobre todo Alberta, me decían: «Necesitas ayuda». Sé que lo que querían decirme era: «Está claro que estás perturbado. Tienes que ver a un psiquiatra».

Alberta insistió. Dijo que era imposible convivir conmigo, y me pidió hora para un psicoanalista de la calle Noventa y seis Este, la calle de los loqueros. El hombre se llamaba Henry, y empecé con mal pie cuando le dije que se parecía a Jeeves.

«¿Quién es Jeeves?», me preguntó, y cuando le expliqué quién era aquel personaje de P G. Wodehouse, no le hizo mucha gracia. Enarcó las cejas como habría hecho Jeeves, y yo me sentí como un idiota. Además, tampoco sabía de qué iba todo eso, qué hacía yo en aquella consulta. Por haber estudiado psicología en la Universidad de Nueva York, sabía que la mente tiene diversas partes, el consciente, el inconsciente, el subconsciente, el ego, el ello, la libido, y quizá otros recovecos donde acechan los demonios. Hasta ahí llegaban mis conocimientos, si se les podía llamar conocimientos. Más tarde, me pregunté por qué estaba pagando un dinero que apenas podía permitirme para sentarme enfrente de ese hombre que escribía en un cuaderno que sujetaba a la altura de la barbilla, soltándolo de vez en cuando para mirarme fijamente como si yo fuera un espécimen.

Sólo hablaba rara vez, y yo tenía la impresión de que debía llenar los silencios para que no nos quedásemos allí sentados mirándonos el uno al otro sin más. Ni siquiera decía nunca «¿y qué sentimientos le produce eso?», como dicen en las películas. Cuando cerraba el cuaderno, yo sabía que había terminado la sesión y que era hora de pagarle. Al principio me dijo que no me cobraría la tarifa completa. Me haría el descuento para profesores pobres. Me dieron ganas de decirle que no venía por la beneficencia pública, pero yo sólo decía rara vez lo que pensaba.

Su rutina me ponía incómodo. Entraba en la sala de espera y se quedaba allí de pie. Era la señal para que me levantara y pasara a la sala de consulta. Nunca hacía ademán de darme la mano, nunca decía esta boca es mía. Yo me preguntaba si era misión mía saludar o tenderle la mano, y cómo se lo tomaría él si lo hacía. ¿Diría que lo hacía por mi inmenso sentido de inferioridad? No quería darle argumentos que pudieran servirle para llegar a la conclusión de que yo era un loco, como lo habían sido algunos familiares y antepasados míos. Quería impresionarlo con mi porte tranquilo, con mi lógica y, a poder ser, con mi ingenio.

Durante la primera visita me observó mientras yo intentaba decidir qué hacer conmigo mismo. ¿Sería aquello como irse a confesar? ¿Un examen de conciencia? ¿Me sentaba en una silla de respaldo alto, o me echaba en el diván, como hacen en las películas? Si me sentaba en la silla, tendría que pasar cincuenta minutos mirándolo cara a cara, pero si me tendía en el diván podría mirar al techo y evitar su mirada. Me senté en la silla y él se sentó en la suya, y me sentí aliviado al no ver ninguna muestra de desaprobación en su cara.

Al cabo de algunas visitas quería dejarlo, acercarme a un bar de la Tercera Avenida para disfrutar de la serenidad de una cerveza por la tarde. Todavía no tenía el valor o la rabia necesarios. Me sentaba en mi silla y parloteaba, semana tras semana, dos veces por semana en algunas ocasiones, porque, según decía él, estaba necesitado de atención más frecuente. Quise preguntarle por qué, pero empezaba a comprender que su método consistía en hacer que yo lo resolviera todo por mi cuenta. En ese caso (me preguntaba yo), ¿para qué le pago? ¿Por qué no podía sentarme en Central Park, mirar los árboles y las ardillas y dejar que aflorasen mis problemas? ¿O por qué no podía sentarme en una taberna, tomarme unas cervezas, mirar dentro de mí mismo, hacer examen de conciencia? Así me ahorraría centenares de dólares. Tenía ganas de plantearlo abiertamente y decir: «Doctor, ¿qué me pasa? ¿Por qué estoy aquí? Me gustaría que me diera un diagnóstico a cambio de todo lo que le pago, aunque me esté haciendo el descuento para profesores pobres. Si usted me dice cómo se llama lo que tengo, a lo mejor puedo consultarlo en un libro y pensar la manera de curarme. No puedo seguir viniendo aquí semana tras semana para divagar sobre mi vida, sin saber si estoy empezando, si voy por la mitad o si he ter—Minado».

Jamás podría hablar así a aquel hombre. No me habían educado de esa manera. Sería una grosería, y podía ofenderse. Yo quería quedar bien, no quería que me tuviera lástima. Sin duda se daba cuenta de lo razonable y equilibrado que era yo, a pesar de mi lucha con un matrimonio atribulado y de mi falta de rumbo en el mundo.

Él iba escribiendo en su cuaderno y, aunque jamás dio muestras de ello, creo que lo pasaba bien conmigo. Le hablé de mi vida en Irlanda y en las aulas. Me esforzaba en resultar animado y entretenido, en dejarle claro que todo marchaba bien. No quería disgustarle de ninguna manera. Pero si todo marchaba bien, ¿qué hacía yo allí, para empezar? Quería hacerle reaccionar, una sonrisita, una palabrita que mostrara que valoraba mi esfuerzo. Nada. Ganaba él. Se alzaba con la victoria.

Entonces me sorprendió. Dijo «ajá», dejó caer el cuaderno en su regazo y me miró fijamente. Yo no me atrevía a hablar. ¿Qué había dicho para provocar ese ajá?

—Creo que ha dado usted con una mina —dijo.

Ah, otro hallazgo de una mina. El jefe de estudios del Instituto de Industrias de la Moda me había felicitado por haber encontrado una mina pedagógica con mi lección sobre las partes de la oración.

Lo único que había dicho antes del «ajá» era que, aparte de mis clases de instituto, me sentía tímido con la gente. En grupo, apenas era capaz de hablar si no me había tomado unas cuantas copas, a diferencia de mi mujer o mi hermano, que eran capaces de abordar a la gente y entablar conversaciones animadas. Ésa era la mina.

Después del «ajá» dijo:

—Humm. Podría sentarle bien la participación en un grupo. La interacción con otras personas podría representar un paso adelante. Aquí tenemos un pequeño grupo. Usted sería el número seis.

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