Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Las ventas navideñas habían repuntado y una estrella de belén en forma de números negros en el libro de contabilidad de Sempere e Hijos nos garantizaba que al menos íbamos a poder hacer frente a los recibos de la luz, a la calefacción y que, con suerte, podríamos comer caliente al menos una vez al día. Mi padre parecía haber recobrado el ánimo y había decretado que el próximo año no esperaríamos a última hora para decorar la librería.
—Tenemos pesebre para rato —murmuró Fermín con nulo entusiasmo.
Pasado ya el día de Reyes, mi padre nos dio instrucciones para que empaquetásemos cuidadosamente el belén y lo bajásemos al sótano hasta la próxima Navidad.
—Con cariño —advirtió mi padre—. Que no me entere yo de que se le han resbalado las cajas accidentalmente, Fermín.
—Como oro en paño, señor Sempere. Respondo con la vida de la integridad del pesebre y de todos los animales de granja que obran a la vera del Mesías en pañales.
Una vez hicimos sitio a las cajas que contenían todos los adornos navideños, me detuve un instante a echar un vistazo al sótano y sus rincones olvidados. La última vez que habíamos estado allí, la conversación había derivado por derroteros que ni Fermín ni yo habíamos vuelto a mencionar, pero que seguían pesando al menos en mi memoria. Fermín pareció leerme el pensamiento y agitó la cabeza.
—No me diga que sigue pensando en lo de la carta del atontado aquel.
—A ratos.
—¿No le habrá dicho nada a doña Beatriz?
—No. Volví a meter la carta en el bolsillo de su abrigo y no dije ni pío.
—¿Y ella? ¿No mencionó que había recibido carta de donjuán Tenorio?
Negué, Fermín arrugó la nariz, indicando que eso no acababa de ser buen augurio.
—¿Ha decidido ya lo que va a hacer?
—¿Sobre qué?
—No se haga el tonto, Daniel. ¿Va a seguir a su mujer a esa cita con el maromo en el Ritz y montar una escenita o no?
—Presupone usted que ella va a acudir —protesté.
—¿Y usted no?
Bajé la mirada disgustado conmigo mismo.
—¿Qué clase de marido no se fía de su mujer? —pregunté.
—¿Le doy nombres y apellidos o le basta una estadística?
—Yo me fío de Bea. Ella no me engañaría. Ella no es así. Si tuviese algo que decirme, me lo diría a la cara, sin engaños.
—Entonces no tiene usted de qué preocuparse, ¿verdad?
Algo en el tono de Fermín me hacía pensar que mis sospechas e inseguridades le habían supuesto una decepción y, aunque nunca lo iba a admitir, le entristecía pensar que dedicaba mis horas a pensamientos mezquinos y a dudar de la sinceridad de una mujer que no merecía.
—Debe de pensar usted que soy un necio.
Fermín negó.
—No. Creo que es usted un hombre afortunado, al menos en amores, y que como casi todos los que lo son no se da cuenta.
Un golpe en la puerta en lo alto de la escalera nos llamó la atención.
—A menos que hayáis encontrado petróleo ahí abajo, haced el favor de subir de una vez, que hay faena —llamó mi padre.
Fermín suspiró.
—Desde que ha salido de números rojos está hecho un tirano —dijo Fermín—. Las ventas lo envalentonan. Quién lo ha visto y quién lo ve…
Los días caían con cuentagotas. Fermín había consentido finalmente en delegar los preparativos y detalles del banquete y de la boda en mi padre y en don Gustavo, que habían asumido el papel de figuras paternales y autoritarias en el tema. Yo, en calidad de padrino, asesoraba al comité directivo, y Bea ejercía las funciones de directora artística y coordinaba a todos los implicados con mano férrea.
—Fermín, me ordena Bea que acudamos a Casa Pantaleoni a que se pruebe usted el traje.
—Como no sea un traje de rayas…
Yo le había jurado y perjurado que llegado el momento su nombre sería de recibo y que su amigo el párroco podría entonar aquello de «Fermín, tomas por esposa a» sin que acabásemos todos en el cuartelillo, pero a medida que se acercaba la fecha Fermín se consumía de angustia y ansiedad. La Bernarda sobrevivía al suspense a base de oraciones y tocinillos de cielo, aunque, una vez confirmado su embarazo por un doctor de confianza y discreción, dedicaba buena parte de sus días a combatir náuseas y mareos ya que todo indicaba que el primogénito de Fermín llegaba dando guerra.
Fueron aquellos días de aparente y engañosa calma, pero bajo la superficie yo había sucumbido a una corriente turbia y oscura que lentamente me iba arrastrando hacia las profundidades de un sentimiento nuevo e irresistible: el odio.
A ratos libres, sin decir a nadie adonde iba, me escapaba hasta el Ateneo de la calle Canuda y rastreaba los pasos de Mauricio Valls en la hemeroteca y en los fondos del catálogo. Lo que durante años había sido una imagen borrosa y sin interés alguno iba adquiriendo día a día una claridad y una precisión dolorosas. Mis pesquisas me permitieron ir reconstruyendo poco a poco la trayectoria pública de Valls en los últimos quince años. Mucho había llovido desde sus principios de alevín del régimen. Con tiempo y buenas influencias, don Mauricio Valls, si uno había de creer lo que decían los diarios (extremo que Fermín comparaba a creer que el TriNaranjus se obtenía exprimiendo naranjas frescas de Valencia), había visto cristalizar sus anhelos y se había convertido en una estrella rutilante en el firmamento de la España de las artes y las letras.
Su escalada había sido imparable. A partir de 1944 había encadenado cargos y nombramientos oficiales de creciente relevancia en el mundo de las instituciones académicas y culturales del país. Sus artículos, discursos y publicaciones empezaban a ser legión. Cualquier certamen, congreso o efeméride cultural que se preciase requería de la participación y presencia de don Mauricio. En 1947, con un par de socios, creaba la Sociedad General de Ediciones Ariadna con oficinas en Madrid y Barcelona, que la prensa se afanaba en canonizar como la «marca de prestigio» de las letras españolas.
En 1948, esa misma prensa empezaba a referirse habitualmente a Mauricio Valls como «el más brillante y respetado intelectual de la nueva España». La autodesignada intelectualidad del país y quienes aspiraban a formar parte de ella parecían vivir un apasionado romance con don Mauricio. Los reporteros de las páginas culturales se deshacían en elogios y adulaciones, buscando su favor y, con suerte, la publicación en su editorial de alguna de las obras que guardaban en un cajón para poder así entrar a formar parte del paraninfo oficial y saborear algunas de sus preciadas mieles, aunque fuesen migajas.
Valls había aprendido las reglas del juego y dominaba el tablero como nadie. A principios de los años cincuenta, su fama e influencia trascendían ya los círculos oficiales y habían empezado a permear la llamada sociedad civil y a sus servidores. Las consignas de Mauricio Valls se habían convertido en un canon de verdades reveladas que cualquier ciudadano perteneciente al selecto estamento de tres o cuatro mil españoles que gustaban de tenerse por cultos y de mirar por encima del hombro a sus conciudadanos de a pie hacían suyo y repetían como alumnos aplicados.
En el camino hacia la cumbre, Valls había reunido en torno suyo a un estrecho círculo de personajes afines que comían de su mano y se iban posicionando al frente de instituciones y puestos de poder. Si alguien osaba cuestionar las palabras o la valía de Valls, la prensa procedía a crucificarlo sin tregua y, tras esbozar un retrato esperpéntico e indeseable del pobre infeliz, éste pasaba a ser un paria, un innombrable y un pordiosero a quien todas las puertas se le cerraban y cuya única alternativa era el olvido o el exilio.
Pasé horas interminables leyendo, sobre líneas y entre ellas, contrastando historia y versiones, catalogando fechas y haciendo listas de triunfos y de cadáveres escondidos en los armarios. En otras circunstancias, si el objeto de mi estudio hubiera sido puramente antropológico, me habría quitado el sombrero ante don Mauricio y su jugada maestra. Nadie le podía negar que había aprendido a leer el corazón y el alma de sus conciudadanos y a tirar de los hilos que movían sus anhelos, esperanzas y quimeras.
Si algo me quedó tras días y días sumergido en la versión oficial de la vida de Valls fue la certeza de que el mecanismo de construcción de una nueva España se iba perfeccionando y de que la meteórica ascensión de don Mauricio al poder y a los altares ejemplificaba un patrón en alza que tenía visos de futuro y que, con toda seguridad, sobreviviría al régimen y echaría raíces profundas e inamovibles en todo el territorio durante muchas décadas.
A partir de 1952, Valls alcanzó ya la cima al asumir el mando del Ministerio de Cultura durante tres años, tiempo que aprovechó para apuntalar su dominio y a sus lacayos en las escasas posiciones que todavía no habían conseguido controlar. El tono de su proyección pública asumió una áurea monotonía. Sus palabras eran citadas como fuente de saber y certeza. Su presencia en jurados, tribunales y toda suerte de besamanos era constante. Su arsenal de diplomas, laureles y condecoraciones no paraba de crecer.
Y, de repente, sucedió algo extraño.
No lo advertí en mis primeras lecturas. El desfile de loas y noticias sobre don Mauricio se prolongaba sin tregua, pero a partir de 1956 se apreciaba un detalle enterrado entre todas aquellas informaciones que contrastaba con las publicadas con anterioridad a esa fecha. El tono y contenido de las notas no variaba, pero a fuerza de leer y releer cada una de ellas y compararlas, reparé en una cosa.
Don Mauricio Valls no había vuelto a aparecer en público.
Su nombre, su prestigio, su reputación y su poder seguían viento en popa. Sólo faltaba una pieza: su persona. Después de 1956 no había fotografías, ni menciones a su presencia, ni referencias directas a su participación en actos públicos.
El último recorte en el que se daba fe de la presencia de Mauricio Valls estaba fechado el 2 de noviembre de 1956, con ocasión de la entrega que se le había hecho del galardón a la más distinguida labor editorial del año durante un solemne acto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid al que asistieron las máximas autoridades y lo más granado de la sociedad del momento. El texto de la noticia seguía las líneas habituales y previsibles del género, básicamente una gacetilla editorializada. Lo más interesante era la fotografía que la acompañaba, la última en la que se veía a Valls poco antes de su sexagésimo cumpleaños. En ella aparecía elegantemente vestido con un traje de buen corte, sonriendo mientras recibía una ovación del público asistente con gesto humilde y cordial. Otros habituales de aquel tipo de funciones aparecían con él y, a su espalda, ligeramente fuera de registro y con semblante serio e impenetrable, se apreciaban dos individuos parapetados tras lentes oscuros y vestidos de negro. No parecían participar en el acto. Su gesto era severo y al margen de la farsa. Vigilante.
Nadie había vuelto a fotografiar o a ver en público a don Mauricio Valls después de aquella noche en el Círculo de Bellas Artes. Por mucho empeño que le puse, no conseguí encontrar una sola aparición. Cansado de explorar vías muertas, volví al principio y reconstruí la historia del personaje hasta memorizarla como si se tratase de la mía. Olfateaba su rastro con la esperanza de encontrar una pista, un indicio que me permitiese comprender dónde estaba aquel hombre que sonreía en fotografías y paseaba su vanidad por infinitas páginas que ilustraban una corte servil y hambrienta de favores. Buscaba al hombre que había asesinado a mi madre para ocultar la vergüenza de lo que a todas luces era y nadie parecía capaz de admitir.
Aprendí a odiar en aquellas tardes solitarias en la vieja biblioteca del Ateneo, donde no hacía tanto había dedicado mis ansias a causas más puras, como la piel de mi primer amor imposible, la ciega Clara, o los misterios de Julián Carax y su novela
La Sombra del Viento.
Cuanto más difícil me resultaba encontrar el rastro de Valls, más me negaba a reconocerle el derecho a desaparecer y borrar su nombre de la historia. De mi historia. Necesitaba saber qué había sido de él. Necesitaba mirarle a los ojos, aunque sólo fuera para recordarle que alguien, una sola persona en todo el universo, sabía quién era de verdad y lo que había hecho.
U
na tarde, harto ya de perseguir fantasmas, cancelé mi sesión en la hemeroteca y salí a pasear con Bea y con Julián por una Barcelona limpia y soleada que casi había olvidado. Fuimos caminando desde casa hasta el parque de la Ciudadela. Me senté en un banco y vi cómo Julián jugaba con su madre en el césped. Contemplándolos me repetí las palabras de Fermín. Un hombre afortunado, ése era yo, Daniel Sempere. Un hombre afortunado que había permitido que un rencor ciego creciese en su interior hasta hacerle sentir náuseas de sí mismo.
Observé a mi hijo entregarse a una de sus pasiones: gatear hasta ponerse perdido. Bea lo seguía de cerca. De vez en cuando Julián se detenía y miraba en mi dirección. Un golpe de brisa alzó las faldas de Bea y Julián se echó a reír. Aplaudí y Bea me lanzó una mirada de reprobación. Encontré los ojos de mi hijo y me dije que pronto iban a empezar a mirarme como si yo fuese el hombre más sabio y bueno del mundo, el portador de todas las respuestas. Me dije entonces que nunca más volvería a mencionar el nombre de Mauricio Valls ni a perseguir su sombra.
Bea se acercó a sentarse a mi lado. Julián la siguió gateando hasta el banco. Cuando llegó a mis pies lo tomé en brazos y procedió a limpiar sus manos en las solapas de mi chaqueta.
—Recién salida de la tintorería —dijo Bea.
Me encogí de hombros, resignado. Bea se reclinó sobre mí y me asió la mano.
—Menudas piernas —dije.
—No le veo la gracia. Luego tu hijo aprende. Menos mal que no había nadie.
—Bueno, allí había un abuelillo escondido detrás de un diario que creo que se ha desplomado de una taquicardia.
Julián decidió que la palabra
taquicardia
era lo más gracioso que había oído en su vida y pasamos buena parte del paseo de vuelta a casa cantando «ta-qui-car-dia» mientras Bea, caminando unos pasos por delante de nosotros, echaba chispas.
Aquella noche, 20 de enero, Bea acostó a Julián y luego se quedó dormida en el sofá a mi lado mientras yo releía por tercera vez un ejemplar de una de las viejas novelas de David Martín que Fermín había encontrado en sus meses de exilio tras fugarse de la prisión y que había conservado todos aquellos años. Me gustaba saborear cada giro y desmenuzar la arquitectura de cada frase, creyendo que si descifraba la música de aquella prosa descubriría algo acerca de aquel hombre al que nunca había conocido y que todos me aseguraban que no era mi padre. Pero aquella noche era incapaz. Antes de finalizar una frase, mi pensamiento se levantaba de la página y todo cuanto veía frente a mí era aquella carta de Pablo Cascos Buendía en la que citaba a mi mujer en el hotel Ritz al día siguiente a las dos de la tarde.