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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (22 page)

—¿Cómo tenemos a nuestro buen amigo Fermín? Hace un par de semanas, en Can Lluís, lo vi muy de capa caída.

—De él quería yo hablarle, precisamente. Es una cuestión un tanto delicada y le tengo que pedir que esto quede entre nosotros.

—Faltaría más. ¿Qué puedo hacer?

Procedí a esbozarle el problema de modo sucinto evitando entrar en detalles escabrosos o innecesarios. El profesor intuyó que había mucha más tela que cortar en el asunto de la que le estaba mostrando, pero hizo gala de su discreción ejemplar.

—A ver si lo entiendo —dijo—. Fermín no puede utilizar su identidad porque, oficialmente, fue declarado muerto hace casi veinte años y por lo tanto, a ojos del Estado, no existe.

—Correcto.

—Pero, por lo que usted me cuenta, esa identidad que fue anulada era también ficticia, una invención del propio Fermín durante la guerra para salvar el pellejo.

—Correcto.

—Ahí es donde me pierdo. Ayúdeme, Daniel. Si Fermín ya se sacó de la manga una identidad falsa una vez, ¿por qué no utiliza otra ahora para poder casarse?

—Por dos motivos, profesor. El primero es puramente práctico y es que, use su nombre u otro inventado, Fermín no tiene identidad a ningún efecto y, por tanto, cualquiera que sea la que decida usar tiene que ser creada de cero.

—Pero él quiere seguir siendo Fermín, supongo.

—Exacto. Y ése es el segundo motivo, que no es práctico sino espiritual, por así decirlo, y que es mucho más importante. Fermín quiere seguir siendo Fermín porque ésa es la persona de la que se ha enamorado la Bernarda, y ése el hombre que es amigo nuestro, el que conocemos y el que él quiere ser. Hace años que la persona que él había sido ya no existe para él. Es una piel que dejó atrás. Ni yo, que probablemente soy su mejor amigo, sé con qué nombre le bautizaron. Para mí, para todos los que le quieren y sobre todo para él mismo, es Fermín Romero de Torres. Y en el fondo, si se trata de crearle una identidad nueva, ¿por qué no crearle la suya?

El profesor Alburquerque asintió finalmente.

—Correcto —sentenció.

—Entonces, ¿lo ve usted factible, profesor?

—Bueno, es una misión quijotesca como pocas —estimó el profesor—. ¿Cómo proveer al enjuto hidalgo don Fermín de la Mancha de casta, galgo y un legajo de papeles falsificados con los que emparejarle con su bella Bernarda del Toboso a los ojos de Dios y del Registro Civil?

—He estado pensando y consultando libros de leyes —dije—. La identidad de una persona en este país empieza con una partida de nacimiento, que cuando se para uno a estudiarlo es un documento muy simple.

El profesor enarcó las cejas.

—Lo que sugiere usted es delicado. Por no hablar de que es un delito como la copa de un pino.

—Sin precedente más bien, al menos en los anales judiciales. Lo he comprobado.

—Siga usted, que me tiene interesado.

—Supongamos que alguien, hipotéticamente hablando, tuviera acceso a las oficinas del Registro Civil y pudiera por así decirlo
plantar
una partida de nacimiento en los archivos… ¿No sería ésa base suficiente para establecer la identidad de una persona?

El profesor meneó la cabeza.

—Para un recién nacido, puede, pero si hablamos, hipotéticamente, de un adulto, sería necesario crear todo un historial documental. Aunque tuviera usted el acceso, hipotéticamente, al archivo. ¿De dónde iba usted a sacar esos documentos?

—Digamos que pudiera crear una serie de facsímiles creíbles. ¿Lo vería usted posible?

El profesor lo meditó cuidadosamente.

—El principal riesgo sería que alguien descubriera el fraude y quisiera destaparlo. Teniendo en cuenta que en este caso la, digamos, parte amenazante que hubiera podido alertar de inconsistencias documentales ha perecido, el problema se reduciría a, uno, acceder al archivo e introducir en el sistema una carpeta con un historial de identidad ficticio pero contrastado, y, dos, generar toda la retahíla de documentos necesarios para establecer tal identidad. Estoy hablando de papeles de todos los colores y clases, desde partidas bautismales de parroquias, a cédulas, certificados…

—Respecto al primer punto, tengo entendido que está usted escribiendo una serie de reportajes sobre las maravillas del sistema legal español por encargo de la Diputación para una memoria de la institución. He estado indagando un poco y he descubierto que durante los bombardeos de la guerra varios de los archivos del Registro Civil fueron destruidos. Eso significa que cientos, miles de identidades tuvieron que ser reconstruidas de mala manera. Yo no soy un experto, pero me atrevo a suponer que eso abriría algún agujero que alguien bien informado, conectado y con un plan podría aprovechar…

El profesor me miró de reojo.

—Veo que ha hecho usted una verdadera labor de investigación, Daniel.

—Disculpe la osadía, profesor, pero para mí la felicidad de Fermín vale eso y mucho más.

—Y eso le honra. Pero también le podría valer una condena importante a quien intentase hacer algo así y fuese descubierto con las manos en la masa.

—Por eso he pensado que si alguien, hipotéticamente, tuviera acceso a uno de esos archivos reconstruidos del Registro Civil, podría llevar consigo un ayudante que, por así decirlo, asumiera la parte más arriesgada de la operación.

—En ese caso, el hipotético ayudante debería estar en condiciones de garantizarle al facilitador un descuento del veinte por ciento sobre el precio de cualquier libro adquirido en Sempere e Hijos de por vida. Y una invitación a la boda del recién nacido.

—Eso está hecho. Y se lo subiría a un veinticinco por ciento. Aunque en el fondo sé que hay quien, hipotéticamente, aunque sólo fuera por el gusto de colarle un gol a un régimen podrido y corrupto, se avendría a colaborar
pro bono
sin conseguir nada a cambio.

—Soy un académico, Daniel. El chantaje sentimental no funciona conmigo.

—Por Fermín, entonces.

—Eso es otra cosa. Pasemos a los tecnicismos.

Extraje el billete de cien pesetas que me había dado Salgado y se lo mostré.

—Éste es mi presupuesto para gastos y trámites de expedición —apunté.

—Ya veo que tira usted con pólvora del rey, pero mejor guarde esos dineros para otros empeños que requerirá esta fazaña porque mis oficios los tiene usted de balde —repuso el profesor—. La parte que más me preocupa, estimado ayudante, es la necesaria conspiración documental. Los nuevos centuriones del régimen, amén de pantanos y misales, han redoblado una ya de por sí descomunal estructura burocrática digna de las peores pesadillas del amigo Francisco Kafka. Como le digo, un caso así precisará que se generen todo tipo de cartas, instancias, ruegos y demás documentos que puedan resultar creíbles y que tengan la consistencia, tono y aroma propios de un dossier manido, polvoriento e incuestionable…

—Ahí estamos cubiertos —dije.

—Voy a necesitar estar al tanto de la lista de cómplices en esta conspiración para asegurarme de que no va usted de farol.

Procedí a explicarle el resto de mi plan.

—Podría funcionar —concluyó.

Tan pronto como llegó el plato principal, apuntalamos el tema y la conversación derivó por otros derroteros. En los cafés, y aunque había estado mordiéndome la lengua durante toda la comida, no pude más y, fingiendo que el asunto no tenía importancia alguna, dejé caer la cuestión.

—Por cierto, profesor, el otro día un cliente me comentaba una cosa en la librería y salió a colación el nombre de Mauricio Valls, el que fuera ministro de Cultura y todas esas cosas. ¿Qué sabe usted de él?

El profesor enarcó una ceja.

—¿De Valls? Lo que todo el mundo, supongo.

—Seguro que usted sabe más que todo el mundo, profesor. Mucho más.

—Bueno, la verdad es que ahora ya hace un tiempo que no oía ese nombre, pero hasta no hace mucho Mauricio Valls era todo un personaje. Como usted dice, fue nuestro flamante y renombrado ministro de Cultura durante unos años, director de numerosas instituciones y organismos, hombre bien situado en el régimen y de gran prestigio en el sector, padrino de muchos, niño mimado de las páginas culturales de la prensa española… Ya le digo, un personaje de renombre.

Sonreí débilmente, como si la sorpresa me resultara grata.

—¿Y ya no?

—Francamente, yo diría que hace un tiempo que desapareció del mapa, o al menos de la esfera pública. No estoy seguro de si le adjudicaron alguna embajada o algún cargo en una institución internacional, ya sabe usted cómo van esas cosas, pero la verdad es que de un tiempo a esta parte le he perdido la pista… Sé que montó una editorial con unos socios hace ya años. La editorial va viento en popa y no para de publicar cosas. De hecho cada mes me llegan invitaciones a actos de presentación de alguno de sus títulos…

—¿Y asiste Valls a esos actos?

—Hace años sí lo hacía. Siempre bromeábamos porque hablaba más de sí mismo que del libro o del autor que presentaba, pero de eso hace tiempo. Hace años que no le veo. ¿Puedo preguntarle la razón de su interés, Daniel? No le hacía a usted interesado en la pequeña feria de las vanidades de nuestra literatura.

—Simple curiosidad.

—Ya.

Mientras el profesor Alburquerque liquidaba la cuenta, me miró de reojo.

—¿Por qué siempre me parece que de la misa me cuenta usted no ya la media, sino un cuarto?

—Algún día le contaré el resto, profesor. Se lo prometo.

—Más le vale, porque las ciudades no tienen memoria y les hace falta alguien como yo, un sabio nada despistado, para mantenerla viva.

—Éste es el trato: usted me ayuda a solucionar lo de Fermín y yo, algún día, le contaré algunas cosas que Barcelona preferiría olvidar. Para su historia secreta.

El profesor me ofreció la mano y se la estreché.

—Le tomo la palabra. Ahora, volviendo al tema de Fermín y los documentos que vamos a tener que sacarnos del sombrero…

—Creo que tengo al hombre adecuado para esa misión —apunté.

6

O
swaldo Darío de Mortenssen, príncipe de los escribientes barceloneses y viejo conocido mío, estaba saboreando su pausa de sobremesa en su caseta junto al palacio de la Virreina con un carajillo y una faria cuando me vio acercarme y me saludó con la mano.

—El hijo pródigo regresa. ¿Ha cambiado de idea? ¿Nos ponemos con esa carta de amor que le va a granjear acceso a cremalleras y cierres prohibidos de esa pollita anhelada?

Le volví a enseñar mi anillo de casado y asintió recordando.

—Disculpe. Es la costumbre. Usted es de los de antes. ¿Qué puedo hacer por usted?

—El otro día recordé de qué me sonaba su nombre, don Oswaldo. Trabajo en una librería y encontré una novela suya del año 33,
Los jinetes del crepúsculo.

Oswaldo echó a volar recuerdos y sonrió con nostalgia.

—Qué tiempos aquéllos. Aquel par de sinvergüenzas de Barrido y Escobillas, mis editores, me timaron hasta el último céntimo. Pedro Botero los tenga en su gloria y bajo llave. Pero lo que disfruté yo escribiendo aquella novela no me lo quitará nadie.

—Si se la traigo un día, ¿me la dedicará?

—Faltaría más. Fue mi canto del cisne. El mundo no estaba preparado para el
western
ambientado en el delta del Ebro con bandoleros en canoa en vez de caballos y mosquitos del tamaño de una sandía campando a sus anchas.

—Es usted el Zane Grey del litoral.

—Ya me habría gustado. ¿Qué puedo hacer por usted, joven?

—Prestarme su arte e ingenio en una empresa no menos heroica.

—Soy todo oídos.

—Necesito que me ayude a inventar un pasado documental para que un amigo pueda contraer matrimonio sin escollos legales con la mujer a la que ama.

—¿Buen hombre?

—El mejor que conozco.

—Entonces no se hable más. Mis escenas favoritas siempre fueron las de bodas y bautizos.

—Se necesitarán instancias, informes, ruegos, certificados y toda la pesca.

—No será problema. Delegaremos parte de la logística en Luisito, a quien usted ya conoce, que es de total confianza y un artista en doce caligrafías diferentes.

Extraje el billete de cien pesetas que el profesor había declinado y se lo tendí. Oswaldo abrió los ojos como platos y lo guardó rápidamente.

—Y luego dicen que en España no se puede vivir de la escritura —dijo.

—¿Cubrirá eso los gastos operativos?

—De sobra. Cuando lo tenga todo organizado le diré a cuánto sube la broma, pero ahora al pronto me atrevería a decir que con quince duros vamos sobrados.

—Lo dejo a su criterio, Oswaldo. Mi amigo, el profesor Alburquerque…

—Gran pluma —atajó Oswaldo.

—Y mejor caballero. Como le digo, el profesor se pasará por aquí y le facilitará la relación de documentos necesarios y todos los detalles. Para cualquier cosa que necesite usted me encontrará en la librería de Sempere e Hijos.

Se le iluminó la cara al oír el nombre.

—El santuario. De joven iba yo por allí todos los sábados a que el señor Sempere me abriese los ojos.

—Mi abuelo.

—Ahora hace ya años que no voy por allí porque mis finanzas están bajo mínimos y me he echado a lo del préstamo bibliotecario.

—Pues háganos el honor de volver a la librería, don Oswaldo, que es su casa y por precios no va a quedar nunca.

—Así lo haré.

Me tendió la mano y se la estreché.

—Un honor hacer negocios con los Sempere.

—Que sea el primero de muchos.

—Y del cojo aquel que se hacía ojitos con el oro y el moro, ¿qué se hizo?

—Resultó que no era oro todo lo que relucía —dije.

—El signo de los tiempos…

7

Barcelona, 1958

A
quel mes de enero llegó vestido de cielos cristalinos y una luz gélida que soplaba nieve en polvo sobre los tejados de la ciudad. El sol brillaba todos los días y arrancaba aristas de brillo y sombra en las fachadas de una Barcelona transparente en la que los autobuses de dos pisos circulaban con la azotea vacía y los tranvías dejaban un halo de vapor sobre los raíles al pasar.

Las luces de los adornos navideños brillaban en guirnaldas de fuego azul sobre las calles de la ciudad vieja, y los dulzones deseos de buena voluntad y de paz que goteaban de los villancicos de mil y un altavoces al pie de tiendas y comercios llegaron a calar lo suficiente para que, cuando a un espontáneo se le ocurrió calzarle una barretina al niño Jesús del pesebre que el ayuntamiento había colocado en la plaza San Jaime, el guardia que vigilaba, en vez de arrastrarlo a sopapos hasta jefatura como reclamó un grupo de beatas, hizo la vista gorda hasta que alguien del arzobispado dio aviso y se personaron tres monjas a restablecer el orden.

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