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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (31 page)

— Mañana por la mañana.

— ¿Dónde?

— En su oficina. En cuanto llegue. Es mejor que no estén por medio la mujer y los niños, especialmente si intenta algo a la desesperada.

— ¿Y cómo lo haremos?

— Con toda la tranquilidad posible. Sin pegar tiros ni echar puertas abajo.

Kollberg se paró a pensar un instante antes de formular su última pregunta:

— ¿Quién irá?

— Melander y yo.

CAPÍTULO XXX

Cuando Martin Beck y Melander hicieron su entrada en la recepción, la rubia encargada de la centralita, tras el mostrador de mármol, dejó a un lado la lima de uñas.

La oficina de Björn Forsberg se hallaba ubicada en la sexta planta de un inmueble situado en Kungsgatan, no lejos de Stureplan. La empresa ocupaba también los pisos cuarto y quinto.

El reloj marcaba aún las nueve y cinco; ellos ya sabían que Forsberg nunca llegaba antes de las nueve y media.

— Pero su secretaria está a punto de llegar —dijo la chica—. Siéntese ustedes y esperen un momento.

Al otro lado de la sala, fuera del campo visual de la recepcionista, había unos cuantos sillones agrupados en torno a una mesa baja de cristal. Se despojaron de sus abrigos y tomaron asiento.

Las seis puertas que daban a la sala carecían de placas con nombres. Una de ellas estaba entreabierta. Martin Beck se levantó, echó un vistazo por la rendija entreabierta y entró en el despacho. Melander sacó la pipa y el tabaco, llenó la cazoleta y encendió la pipa con una cerilla. Martin Beck regresó y tomó asiento.

Permanecieron sentados en silencio, esperando. De vez en cuando llegaba hasta ellos la voz de la recepcionista y el zumbido de las líneas telefónicas cuando pasaba las llamadas. Aparte de esto, el único ruido que llegaba hasta ellos era el rumor del tráfico. Martin Beck hojeó un número atrasado de la revista Industria. Melander se recostó en su sillón con la pipa en la boca y los ojos medio cerrados.

A las nueve y veinte se abrió de golpe la puerta exterior y entró una mujer. Iba enfundada en un abrigo de piel y botas altas de cuero, y llevaba un enorme bolso colgado del brazo.

Hizo un breve gesto de saludo a la recepcionista y se encaminó apresuradamente hacia la puerta entreabierta. Al pasar junto a los hombres sentados en los sillones les dirigió una mirada inexpresiva, sin aminorar la marcha. Luego cerró de un portazo.

Transcurridos otros veinte minutos llegó Forsberg. Iba vestido igual que el día anterior y se movía rápida y enérgicamente. En el momento de quitarse el abrigo, advirtió la presencia de Martin Beck y Melander. Durante una fracción de segundo, su movimiento quedó interrumpido. Luego se sobrepuso, colgó el abrigo de una percha y se fue a recibir a sus visitantes.

Martin Beck y Melander se levantaron a la vez. Björn Forsberg arqueó las cejas en actitud inquisitiva. Abrió la boca para decir algo, pero Martin Beck le extendió la mano y dijo:

— Soy el comisario Beck. Él es el subinspector primero Melander. Nos gustaría hablar con usted.

Björn Forsberg estrechó sus manos.

— Naturalmente —respondió—. No faltaba más. Tengan la amabilidad de pasar.

Mientras les sostenía la puerta, el individuo parecía enteramente tranquilo e incluso de buen humor. Haciendo un gesto a su secretaria, dijo:

— Buenos días, señorita Sköld. Ahora mismo estoy con usted. Primero tengo que hablar un momento con estos caballeros.

Entró delante de ellos en su despacho grande y luminoso, amueblado con elegancia. El suelo estaba cubierto en su totalidad por una alfombra gruesa de tono azul grisáceo y un enorme escritorio, reluciente y vacío. En una mesa más pequeña, situada a un lado de la silla giratoria de cuero negro, había dos teléfonos, un dictáfono y un teléfono de línea directa. Sobre el amplio alféizar de la ventana había cuatro fotografías en marcos de estaño. La mujer y los tres hijos. En la pared situada entre las ventanas colgaba un retrato al óleo, que con toda probabilidad representaba a su suegro. Había también un mueble bar, una mesa de reuniones con jarra y vasos de agua dispuestos sobre una bandeja, un tresillo, una vitrina con libros y figuras de porcelana y también una caja fuerte, discretamente instalada en la pared. Martin Beck observó todo esto mientras cerraba la puerta tras de sí y Björn Forsberg avanzaba hacia su escritorio con paso firme.

Björn Forsberg se colocó de pie detrás del escritorio, puso la mano izquierda sobre la superficie de la mesa, se inclinó hacia delante, abrió el cajón superior del lado derecho del escritorio y metió la mano en él. Cuando la mano volvió a ser visible, sus dedos se cerraban sobre la culata de una pistola.

Sin dejar de apoyar la mano izquierda en la mesa, se llevó el cañón de la pistola a la boca, lo introdujo tan dentro como pudo, cerró los labios contra el acero azul resplandeciente y apretó el gatillo. Durante todo este tiempo no perdió de vista a Martin Beck. Su mirada continuaba siendo casi alegre.

Todo esto sucedió tan deprisa que cuando Björn Forsberg se desplomó sobre la mesa, Martin Beck y Melander se hallaban todavía a medio camino entre ella y la puerta.

Björn Forsberg había quitado el seguro de la pistola y había apretado el gatillo. Sonó incluso un áspero chasquido cuando el gatillo golpeó contra el cargador. Pero la bala que debería haber saltado por la embocadura, atravesando el paladar de Björn Forsberg y haciendo saltar una buena parte de sus sesos por la parte posterior del cráneo, no llegó a abandonar el cañón. Permanecía en su funda de aluminio. Y el cartucho se hallaba en el bolsillo derecho del pantalón de Martin Beck, junto con los otros cinco que habían estado en el cargador.

Martin Beck sacó uno de los cartuchos, lo deslizó entre sus dedos y leyó el texto grabado en el revestimiento de cobre de la tapadera: METALLVERKEN 38 SPL. El cartucho era sueco, pero la pistola procedía de Estados Unidos: una Smith and Wesson 38 Special, fabricada en Springfield, Massachussets.

Björn Forsberg seguía todavía caído, con el rostro apretado contra la pulida superficie del escritorio. Su cuerpo sufría convulsiones. Pasados unos segundos, se dejó caer al suelo y comenzó a gritar.

— Es mejor que llamemos a una ambulancia —dijo Melander.

Y así fue como Rönn tuvo otra vez que montar guardia, provisto de magnetófono, en una sala de aislamiento del hospital Karolinska. Con la diferencia de que esta vez no estaba en la sección de cirugía torácica sino en la clínica psiquiátrica, y acompañado por Gunvald Larsson, en vez de por el odioso Ullholm.

Björn Forsberg había sido sometido a diferentes tratamientos, que incluían inyecciones sedantes y demás. El médico encargado de su recuperación psíquica llevaba ya varias horas en la habitación, Pero daba la impresión de que lo único que el paciente podía decir era:

— ¿Por qué no me dejasteis morir?

Frase que había repetido sin parar y que volvió a pronunciar todavía una vez más.

— ¿Por qué no me dejasteis morir?

— Buena pregunta —murmuró Gunvald Larsson.

El médico le miró con rostro serio. En realidad, su presencia allí se debía a que lo médicos habían declarado que, en efecto, había un cierto riesgo de que Forsberg muriera. Decían que había sufrido un shock descomunal, que su corazón fallaba y tenía los nervios hechos polvo. Y concluyeron su pronóstico afirmando que el estado general del paciente no era demasiado malo, si bien cabía la posibilidad de que un ataque al corazón pusiera fin a su vida en cualquier momento.

Rönn estaba pensando en eso del estado general.

— ¿Por qué no me dejasteis morir? —repitió Forsberg.

— ¿Por qué no dejó usted vivir a Teresa Camarão? —preguntó Gunvald Larsson.

— Porque no podía ser. Tenía que deshacerme de ella.

— Bueno —dijo Rönn armado de paciencia—. ¿Y por qué tenía usted que hacerlo?

— No había otra elección. Hubiera destrozado mi vida.

— Pues la verdad es que parece bastante destrozada de todos modos —dijo Gunvald Larsson.

El médico volvió a mirarle con gesto serio.

— No me entienden. Le ordené que no volviera a aparecer. Llegué incluso a darle dinero, aunque a mí me venía justo. Y, pese a todo…

— ¿A dónde quiere usted llegar? —le preguntó Rönn amablemente.

— ¡Me perseguía! Aquella tarde, cuando llegué a casa, me la encontré metida en mi cama. Desnuda. Conocía el lugar en que yo solía esconder mi llave de reserva, y se coló en mi casa. ¡Y faltaba un cuarto de hora para que llegase mi esposa… mi prometida! No había nada más que hacer.

— ¿Y después?

— La metí en la sala de refrigeración que usábamos para las pieles.

— ¿Y no le dio miedo que alguien pudiera encontrarla allí?

— Sólo había dos llaves. Una la tenía yo; la otra, Nisse Göransson. Y él estaba de viaje.

— ¿Cuánto tiempo la tuvo allí metida? —preguntó Rönn.

— Cinco días. Quise esperar a que lloviera.

— Sí, la verdad es que a usted le gusta la lluvia —comentó Gunvald Larsson.

— ¿Pero es que no me entienden? ¡Estaba loca! ¡Podría haber destruido toda mi vida en un minuto! ¡Todos mis planes de futuro!

Rönn asintió para sí. La cosa iba bien.

— ¿De dónde sacó la metralleta? —preguntó Gunvald Larsson de repente.

— Me la traje de la guerra.

Forsberg se interrumpió durante un rato. Luego añadió con orgullo:

— Maté a tres bolcheviques con ella.

— ¿De fabricación sueca? —preguntó Gunvald Larsson.

— Finlandesa. Suomi modelo 37.

— ¿Y ahora dónde está?

— Donde no hay riesgo de que nadie la encuentre.

— ¿En el mar?

Forsberg asintió. Pareció abstraerse en sus pensamientos.

— ¿Apreciaba usted a Nils Erik Göransson? —preguntó Rönn pasado un rato.

— Era majo. Un buen tío. Yo era como un padre para él.

— ¿Pero aún así lo mató?

— Constituía una amenaza para mi existencia. Mi familia. Todo aquello por lo que vivo. Todo lo que daba sentido a mi vida. Él no podía evitarlo. Pero le di un final rápido, sin dolor. Yo no le torturé como ustedes me están torturando a mí.

— ¿Sabía Nisse que usted era el asesino de Teresa? —preguntó Rönn. Hablaba en todo momento de manera tranquila y afable.

— Lo descubrió —dijo Forsberg—. Nisse no era tonto. Y era un buen amigo. Cuando me casé, le di diez mil coronas y un coche nuevo. Luego nos separamos para siempre.

— ¿Para siempre?

— Sí, nunca más volví a saber de él… hasta el pasado otoño. Me llamó para decirme que alguien le estaba siguiendo día y noche. Estaba asustado y necesitaba dinero. Le di dinero. Intenté convencerle de que se fuera al extranjero.

— Pero… ¿no lo hizo?

— No, estaba ya demasiado hundido. Y temía por su vida. Pensaba que si se largaba, podía resultar sospechoso.

— ¿Así que lo mató?

— Me vi obligado. La situación no me dejaba otra elección. De lo contrario hubiera destruido mi existencia. El futuro de mis hijos. Mi empresa. Todo. No es que él quisiera hacerlo, pero era débil, no se podía confiar en él, estaba asustado. Yo sabía que antes o después acabaría viniendo a mí, en busca de protección. Y eso hubiera sido mi ruina. O si no, le habría cogido la policía y le habría hecho cantar. Era drogadicto, un hombre débil. No se podía confiar en él. La policía le hubiera torturado hasta hacerle confesar todo lo que sabía.

— La policía no tiene por costumbre torturar a la gente —puntualizó Rönn mansamente.

Forsberg volvió la cabeza por primera vez. Estaba esposado de manos y pies. Miró a Rönn y dijo:

— ¿Y esto qué es?

Rönn agachó la mirada.

— ¿Dónde tomó usted el autobús?

— En Klarabergsgatan. Frente a los almacenes Åhlens.

— ¿Cómo se trasladó hasta allí?

— En mi coche. Aparqué junto a mi oficina. Allí tengo una plaza de garaje.

— ¿Y cómo sabía usted en qué autobús viajaba Göransson?

— Llamó y recibió instrucciones.

— O sea, en otras palabras, le dio usted órdenes sobre cómo debía actuar para ser asesinado.

— ¿Pero es que no entiende usted que no me quedaba otra elección? Además, actué con humanidad. No tuvo tiempo de comprender ni de enterarse de nada.

— ¿Con humanidad? ¡Explíqueme eso!

— ¿Es que no pueden dejarme en paz?

— Aún no. Intentemos aclarar primero el asunto del autobús.

— Vale, vale. Pero luego se irán. ¿Lo prometen?

Rönn lanzó una mirada a Gunvald Larsson y luego dijo:

— Bueno, vale.

— Nisse me llamó a la oficina el lunes a mediodía. Estaba desesperado y dijo que aquel individuo lo seguía a todas partes. Comprendí que estaba a punto de derrumbarse. Y sabía también que mi mujer y la asistenta estarían fuera esa tarde. El tiempo era desapacible. Y los niños se duermen siempre pronto, así que yo…

— ¿Sí?

— Le dije a Nisse que quería ver personalmente al individuo que lo seguía. Que se lo llevara hasta Djurgården, cogiera un autobús de dos pisos a eso de las nueve y luego hiciera todo el trayecto hasta el final. Le dije también que, un cuarto de hora antes de tomar el autobús, me llamase a la oficina, al teléfono que tiene línea directa. Me fui de casa pasadas las nueve, aparqué el coche, subí a la oficina y me senté a esperar. No di la luz. Cuando llamó, según lo previsto, bajé a la calle y esperé el autobús.

— ¿Examinó previamente el lugar?

— Hice el trayecto antes ese mismo día. Me pareció un buen lugar. Pensé que no habría nadie en las inmediaciones, especialmente si se ponía a llover. Y contaba con que pocos pasajeros seguirían hasta el final de trayecto. Lo mejor hubiera sido que en el autobús no hubiese quedado más que Nisse, el que lo seguía, el conductor y alguna persona más.

— Alguna persona más —repitió Gunvald Larsson—. ¿A quién se refiere usted?

— A nadie en concreto. Alguien cualquiera. Para encubrir.

Rönn miró a Gunvald Larsson y sacudió la cabeza. Luego se dirigió al hombre tumbado en la camilla y dijo:

— ¿Qué sintió usted?

— Siempre cuesta trabajo tomar una decisión difícil. Pero es que yo, cuando tomo la decisión de hacer algo…

Se interrumpió.

— ¿No habían prometido largarse?

— Pero es que nosotros, una cosa es lo que prometemos y otra lo que hacemos —intervino Gunvald Larsson.

Forsberg lo miró y dijo amargamente:

— Ustedes lo único que saben hacer es torturarme y mentir.

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