—¿Qué hacías antes de trabajar aquí?
—Soy huérfana. Mi padre y mi hermano murieron en el mar, en el
Trois-Mages
. Mi madre murió hace ya mucho tiempo. Primero, fui vendedora en la papelería de la plaza de Correos.
¿Qué buscaba su mirada inquieta?
—¿Tienes algún amante?
Volvió la cabeza sin decir nada y Maigret, con la mirada fija en su rostro, fumó más despacio y bebió un trago de cerveza.
—¡Debe haber algún cliente que te haga la corte! Los que estaban aquí hace un momento son clientes. Vienen todas las tardes. Les gustan las chicas guapas. ¡Vamos! ¿Cuál de ellos?
Más pálida, articuló con una mueca de cansancio:
—Sobre todo el doctor.
—¿Eres su amante?
Le miró con veleidad de confianza.
—Hay otras. A veces soy yo, cuando le da por ahí. Duerme aquí. Me dice que vaya a su habitación.
Rara vez habían hecho a Maigret una confesión tan sincera.
—¿Te da algo?
—Sí. No siempre. Dos o tres veces, cuando es mi día de salida, me ha llevado a su casa. Anteayer también. Aprovecha que su madre está de viaje. Pero hay otras chicas.
—¿Y el señor Le Pommeret?
—Lo mismo. Excepto que sólo he ido una vez a su casa, hace mucho tiempo. Había una empleada de la pescadería y… ¡no quise! Tienen alguna nueva todas las semanas.
—¿También el señor Servières?
—No es lo mismo. Está casado. Según parece va de juerga a Brest. Aquí, se contenta con bromear, y pellizcarme cuando paso.
Seguía lloviendo. A lo lejos se oía la sirena de un barco que debía buscar la entrada del puerto.
—¿Y ocurre así durante todo el año?
—No todo el año. En invierno, están solos. A veces, beben una botella con algún viajante de comercio. Pero en verano hay gente. El hotel está lleno. Por la noche, siempre se reúnen diez o quince a beber champaña o hacen una fiesta en algún hotel. Hay coches, chicas guapas. Nosotros, tenemos trabajo. En verano no soy yo quien sirve sino los camareros. Entonces, estoy abajo.
¿Qué es lo que buscaba de ella? Estaba mal sentada al borde de la silla y parecía dispuesta a levantarse de repente.
Se oyó un débil timbrazo. Miró a Maigret y luego al tablero eléctrico que estaba colocado detrás de la caja.
—¿Me permite?
Subió. El comisario oyó pasos y un murmullo confuso de voces, en el primero, en la habitación del doctor.
El farmacéutico entró, un poco borracho.
—¡Ya está, comisario! ¡Cuarenta y ocho botellas analizadas! ¡Y a conciencia, se lo juro! No hay la menor huella de veneno excepto en el
pernod
y el
calvados
. El dueño puede ya enviar a alguien a recoger su material. Dígame, entre nosotros, ¿cuál es su parecer? Anarquistas, ¿verdad?
Emma volvió, y en seguida salió a la calle para cerrar las contraventanas y esperó a poder cerrar la puerta.
—¿Y bien? —dijo Maigret cuando estuvieron de nuevos solos.
La chica de la recepción volvió la cabeza sin contestar, con un pudor inesperado, y el comisario tuvo la impresión de que si insistía un poco se iba a deshacer en lágrimas.
—¡Buenas noches, pequeña! —dijo.
* * *
Cuando el comisario bajó, creyó que había sido el primero en levantarse al ver lo oscuro que estaba el cielo. Desde su ventana, había visto el puerto desierto, en el que una grúa solitaria descargaba arena de un barco. Por las calles, algunos paraguas e impermeables huían rozando las casas.
En medio de la escalera, se cruzó con un viajante de comercio que acababa de llegar y cuya maleta llevaba un mozo.
Emma barría la sala de abajo. En una mesa de mármol había una taza con un poco de café en el fondo.
—¿Es de mi inspector? —preguntó Maigret.
—Hace mucho tiempo que me ha preguntado el camino de la estación para llevar un paquete grande.
—¿El doctor?
—Le he subido el desayuno. Está enfermo. No quiere salir.
Y la escoba seguía levantando polvo mezclado con aserrín.
—¿Qué toma?
—Café solo.
Tuvo que pasar muy cerca de él para ir a la cocina. En ese momento, la cogió por los hombros con sus manazas, la miró a los ojos, brusco y cordial al mismo tiempo.
—Dime, Emma.
Intentó sólo un movimiento tímido para soltarse, permaneció inmóvil, temblorosa, haciéndose lo más pequeña posible.
—Entre nosotros, ¿qué sabes de esto? ¡Cállate! ¡No vas a decirme la verdad! Eres una pobre chiquilla y no quiero buscarte líos. ¡Mírame! La botella, ¿eh? Habla, ahora… claro.
—Le juro…
—¡No es necesario jurar!
—¡No he sido yo!
—¡Diablos! ¡Ya sé que no has sido tú! ¿Pero quién ha sido?
De repente, los párpados se le hincharon y sus ojos se llenaron de lágrimas. El labio inferior se levantó espasmódico y la chica de la recepción estaba tan conmovida que Maigret dejó de sujetarla.
—¿El doctor… esta noche?
—¡No! No fue para lo que usted cree.
—¿Qué quería?
—Me preguntó lo mismo que usted. Me amenazó. Quería que le dijese quién había tocado las botellas. Casi me ha pegado. ¡Y no lo sé! Por mi madre, le juro que…
—Tráeme mi café.
Eran las ocho de la mañana. Maigret fue a comprar tabaco, dio una vuelta por la ciudad. Cuando volvió, hacia las diez, el doctor estaba en el café, en zapatillas, con un pañuelo enrollado a la garganta, igual que un cuello postizo. Parecía cansado y su cabello rojizo estaba despeinado.
—No parece encontrarse muy bien.
—Estoy enfermo. Debí esperármelo. Son los riñones. En cuanto me ocurre lo más mínimo, una contrariedad, una emoción, es así como se manifiesta. No he pegado ojo en toda la noche.
No quitaba la mirada de la puerta.
—¿No vuelve a su casa?
—No hay nadie. Aquí estoy mejor cuidado.
Había enviado a comprar todos los periódicos de la mañana. Allí estaban en desorden encima de la mesa.
—¿No ha visto usted a mis amigos? ¿Servières? ¿Le Pommeret? Es raro que no hayan venido a enterarse de algo nuevo.
—¡Bah! sin duda estarán durmiendo todavía —suspiró Maigret—. ¡Por cierto! No he visto a ese horrible perro amarillo. ¡Emma! ¿Ha vuelto usted a ver al perro? ¿No? Aquí viene Leroy, sin duda lo habrá visto en la calle. ¿Qué hay de nuevo, Leroy?
—He mandado las botellas y los vasos al laboratorio. He pasado por la gendarmería y por el Ayuntamiento. Según creo, estaba usted hablando del perro. Parece ser que un campesino lo ha visto esta mañana en el jardín del señor Michoux.
—¿En mi jardín?
El doctor se había levantado. Sus blancas manos temblaban.
—¿Qué es lo que hacía en mi jardín?
—Por lo que me han dicho, estaba echado en el umbral del hotel y, cuando el campesino se acercó, gruñó de tal manera que el hombre prefirió marcharse.
Maigret observó de reojo los rostros.
—Oiga, doctor, ¿y si fuésemos juntos hasta su casa?
Una sonrisa contraída:
—¿Con esta lluvia? ¿Con mi crisis? Esto me costaría por lo menos ocho días más de cama. ¡Qué importa ese perro! Un vulgar perro vagabundo, sin duda.
Maigret se puso el sombrero, el abrigo.
—¿Dónde va?
—No sé. A respirar el aire. ¿Me acompaña, Leroy?
Una vez fuera, todavía pudieron ver la larga cabeza del doctor que deformada por los cristales parecía aún más larga, cubriéndola de un color verdoso.
—¿Dónde vamos? —preguntó el inspector.
Maigret se encogió de hombros y vagabundeó durante un cuarto de hora alrededor del muelle, como alguien que se interesa por los barcos. Al llegar cerca de la escollera, torció a la derecha y tomó un sendero designado por un cartel como el camino de
Sables-Blancs
.
—Si hubiesen analizado las cenizas de cigarrillo encontradas en el corredor de la casa vacía… —empezó a decir Leroy después de toser.
—¿Qué piensa de Emma? —le interrumpió Maigret.
—Pienso… La dificultad, a mi parecer, sobre todo en un sitio como éste, donde todo el mundo se conoce, debe ser la de procurarse semejante cantidad de estricnina.
—No le pregunto eso. Por ejemplo, ¿sería usted su amante?
El pobre inspector no supo qué contestar. Y Maigret le obligó a pararse y a desabrochar su abrigo para poder encender su pipa resguardado del viento.
* * *
La playa de
Sables-Blancs
, bordeada por algunos hoteles y, entre otras, una suntuosa vivienda de las que merecen el nombre de castillo, y que pertenecía al alcalde de la ciudad, se extiende entre dos puntas rocosas, a tres kilómetros de Concarneau.
Maigret y su compañero chapotearon por la arena cubierta de algas y apenas miraron a las casas vacías con las contraventanas cerradas.
Más allá de la playa, el terreno se alza y unas rocas picudas, coronadas de abetos, se hunden en el mar.
Un gran cartel: «Urbanización de
Sables-Blancs
». Un plano, en varios colores, con las parcelas vendidas ya y las parcelas disponibles. Un kiosco de madera: «Oficina de venta de terrenos».
Por último: «En caso de ausencia, dirigirse al señor Ernest Michoux, administrador».
En verano, todo esto recién pintado debe resultar alegre. Con la lluvia y el barro, con el ruido de la resaca, era más bien siniestro.
En el centro había un gran hotel nuevo, de piedra gris, con terraza, piscina y jardín que aún no estaba florido.
Más lejos, los cimientos de otros hoteles: unos trozos de pared que salían del suelo y dibujaban ya las habitaciones.
El kiosco no tenía ventanas. Montones de arena esperaban ser instalados en el nuevo camino que estaba medio cerrado por una apisonadora. En la cumbre del acantilado, había un hotel, o más bien un futuro hotel, sin terminar, con las paredes de un blanco crudo, y las ventanas cerradas con planchas de cartón.
Maigret avanzó tranquilamente y empujó la barrera que daba acceso al hotel del doctor Michoux. Cuando estaba en el umbral y tendió la mano hacia el botón de la puerta, el inspector Leroy dijo:
—¡No tenemos orden del juez! ¿No cree usted que?…
Una vez más, su jefe se encogió de hombros. Por los paseos, se veían las huellas profundas que habían dejado las patas del perro canelo. Había otras huellas: las de unos pies enormes calzados con zapatos de clavos. ¡Por lo menos del cuarenta y seis!
El botón giró. La puerta se abrió como por encanto y pudieron ver en la alfombra las mismas huellas de barro: las del perro y las de los famosos zapatos.
El hotel, de una arquitectura complicada, estaba amueblado de una forma pretenciosa. Por todas partes rincones, con divanes, bibliotecas bajas, muebles camas bretones transformados en vitrinas, pequeñas mesas turcas o chinas. ¡Y demasiadas alfombras y colgaduras!
La voluntad manifiesta de realizar, con cosas viejas, un conjunto rústico-moderno.
Algunos paisajes bretones. Desnudos firmados, dedicados:
«A mi buen amigo Michoux
». O también:
«Al amigo de los artistas
».
El comisario miraba todo ese baratillo con aire de mal humor, mientras el inspector Leroy no podía dejar de impresionarse por esta falsa distinción.
Y Maigret abrió las puertas, echó un vistazo a las habitaciones, varias de las cuales no estaban amuebladas. El yeso de las paredes aún estaba húmedo.
Acabó por empujar una puerta con el pie y tuvo un murmullo de satisfacción al ver la cocina. Encima de la mesa de madera blanca había dos botellas de
burdeos
vacías.
Unas diez latas de conserva habían sido abiertas torpemente con un cuchillo cualquiera. La mesa estaba sucia, grasienta. Habían comido, en las mismas latas, arenques al vino blanco, guisado frío, setas y albaricoques.
El suelo estaba sucio. Había restos de carne, y una botella de champaña rota; el olor del alcohol se mezclaba con el de los alimentos.
Maigret miró a su compañero con una sonrisa extraña.
—¿Cree usted, Leroy, que ha sido el doctor quien ha hecho esta comida de cerdos?
Y como el otro no contestaba:
—¡Espero que tampoco haya sido su mamá! ¡Ni siquiera la criada! ¡Mire! A usted que le gustan las huellas. Más bien son cortezas de barro que dibujan una suela. Del número cuarenta y cinco a cuarenta y seis. ¡Y las huellas del perro!
Llenó una nueva pipa, y cogió cerillas de un estante.
—¡Investigue todo lo que haya que investigar aquí dentro! No es trabajo lo que falta. ¡Hasta ahora!
Se fue, con las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo levantado, por la playa de
Sables-Blancs
.
Cuando entró en el
Hotel del Almirante
, la primera persona que vio fue al doctor Michoux, en su rincón, aún en zapatillas, sin afeitar, con su pañuelo alrededor del cuello.
Le Pommeret, tan correcto como el día anterior, estaba sentado a su lado y los dos hombres dejaron acercarse al comisario sin decir ni palabra.
Fue el doctor quien articuló con voz mal timbrada:
—¿Sabe lo que acaban de decirme?, que Servières ha desaparecido. Su mujer está enloquecida. Nos dejó ayer por la noche. Desde entonces, no le han vuelto a ver.
Maigret tuvo un sobresalto, no por lo que acababan de decirle, sino porque acababa de ver al perro canelo, echado a los pies de Emma.
Le Pommeret sintió la necesidad de confirmar, por el placer de escucharse a sí mismo:
—La mujer vino a mi casa hace un momento, suplicándome que hiciese algo. Servières, cuyo verdadero nombre es Goyard, es un viejo compañero.
La mirada de Maigret pasó del perro canelo a la puerta que se abrió, al vendedor de periódicos que entró como una ráfaga y, por último, a los titulares que podían leerse desde lejos:
«EL MIEDO REINA EN CONCARNEAU»
Luego, unos subtítulos decían:
«Un drama cada día»
«Desaparición de nuestro colaborador Jean Servières»
«Manchas de sangre en su coche»
«¿A quién le toca el turno?»
Maigret agarró de la manga al muchacho de los periódicos.
—¿Has vendido muchos?
—Diez veces más que los otros días, y somos tres vendiendo desde la estación.
En cuanto Maigret le soltó, el muchacho volvió a correr por el muelle, gritando:
«¡El Faro de Brest
! ¡Número sensacional!».
El comisario no había tenido tiempo de empezar el artículo, cuando Emma le anunció: