—¿Se puede publicar la detención del doctor? ¿Ha confesado?
—¡En absoluto!
Maigret les apartó con un gesto y dijo a Emma:
—Dos
pernods
, pequeña.
—Pero, si ha detenido usted al doctor Michoux.
—¿Quieren saber la verdad?
Tenían ya el cuaderno en la mano. Esperaban con la pluma preparada.
—Pues bien, todavía no hay ninguna verdad. Tal vez haya una algún día. Tal vez no.
—Se dice que Jean Goyard…
—¡Está vivo! ¡Mejor para él!
—Lo que no quita que haya un hombre que se esconde, al que se persigue en vano.
—¡Lo que demuestra la inferioridad del cazador ante la pieza!
Y Maigret, reteniendo a Emma por la manga, dijo suavemente:
—Harás que me sirvan la comida en mi habitación.
Bebió su aperitivo de un trago y se levantó.
—¡Un buen consejo, señores! ¡No saquen conclusiones prematuras! ¡Y sobre todo, no hagan deducciones!
—¿Pero el culpable…?
Se encogió de hombros y dijo:
—¿Quién sabe?
Se encontraba ya al pie de la escalera. El inspector Leroy le lanzó una mirada interrogante.
—No, amigo mío. Quédese a comer aquí. Necesito descansar.
Le oyeron subir la escalera con pasos pesados. Diez minutos después, Emma subió a su vez con una bandeja llena de entremeses.
Luego la vieron llevar una concha de peregrino, un asado de ternera y espinacas.
En el comedor, las conversaciones tocaban a su fin. Llamaron por teléfono a uno de los periodistas y declaró:
—¡Sí, hacia las cuatro! ¡Espero darle un artículo sensacional! ¡Todavía no! Hay que esperar.
Solo en una mesa, Leroy comía con modales de niño bien educado, limpiándose a cada momento la boca con la punta de su servilleta.
La gente del mercado observaba la fachada del café del
Almirante
, esperando confusamente que algo pasaría.
Un guardia estaba apoyado en la esquina de la callejuela por donde había desaparecido el vagabundo.
—¡El señor alcalde llama por teléfono al comisario Maigret!
Leroy se agitó, ordenó a Emma:
—Suba a avisarle.
Pero la chica de recepción volvió diciendo:
—¡Ya no está allí!
El inspector subió la escalera de cuatro en cuatro, se puso muy pálido, cogió el aparato.
—¡Oiga! Sí, señor alcalde. No sé… Yo… Estoy muy preocupado. El comisario ya no está aquí. ¡Oiga! ¡No! No puedo decirle nada. Ha comido en su habitación. No le he visto bajar. Yo… le telefonearé dentro de un momento.
Y Leroy, que no había soltado su servilleta, la utilizó para limpiarse la sudorosa frente.
El inspector no subió a la habitación hasta media hora después. Encima de la mesa encontró una nota que decía:
«Suba esta noche hacia las once encima del tejado. Me encontrará allí. No haga ruido. Vaya armado. Diga que me he marchado a Brest desde donde le he telefoneado. No salga del hotel.
MAIGRET».
Un poco antes de las once, Leroy se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de fieltro que se había comprado por la tarde con vistas a la expedición que no dejaba de impresionarle.
Después del segundo piso ya no había escalones, sino una escalera de mano fija, que iba a dar a una trampa que había en el techo. Más arriba había un desván helado a causa de la corriente de aire, donde el inspector se arriesgó a encender una cerilla.
Unos momentos después, saltó por el tragaluz, pero no se atrevió a bajar inmediatamente por la cornisa. Todo estaba frío. Al contacto de las placas de cinc, los dedos se quedaban helados. Y Leroy no había querido ponerse un abrigo.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad le pareció distinguir una masa oscura, gruesa, como un animal enorme al acecho. Su nariz reconoció las bocanadas de la pipa. Silbó ligeramente.
Un momento después se encontraba subido en la cornisa, al lado de Maigret. No se veían ni el mar ni el pueblo. Se encontraban en el lado del tejado opuesto al muelle, al borde de la zanja negra que no era otra cosa que la famosa calleja por donde el vagabundo de grandes pies se había escapado.
Todos los planos eran irregulares. Había tejados muy bajos y otros a la altura de los dos hombres. A un lado y a otro, algunas ventanas estaban iluminadas. Otras tenían cortinas tras las cuales parecían representarse un espectáculo de sombras chinescas. En una habitación, bastante lejos, una mujer lavaba a un niño pequeño en una palangana esmaltada.
La masa del comisario se movió, trepó más bien hasta que su boca se pegó al oído de su compañero.
—¡Atención! No haga movimientos bruscos. La cornisa no es sólida y tenemos debajo una tubería que haría un ruido tremendo. ¿Y los periodistas?
—Están abajo, excepto uno que ha ido a buscarle a Brest, convencido de que le sigue la pista a Goyard.
—¿Emma?
—No sé. No me he preocupado de ella. Fue ella quien me sirvió el café después de cenar.
Uno se sentía desorientado al encontrarse de aquel modo sin saberlo nadie, encima de una casa llena de vida, gentes que caminaban en el calor, en la luz, sin tener necesidad de hablar bajo.
—Bueno. Vuélvase despacio hacia la casa en venta. ¡Despacio!
Era la segunda casa a la derecha, una de las pocas que se igualaba en altura al hotel. Se encontraba en completa oscuridad y, sin embargo, el inspector tuvo la impresión de que un resplandor se reflejaba en una ventana sin cortina del segundo piso.
Poco a poco, se dio cuenta de que no se trataba de un reflejo procedente de fuera, sino de una débil luz interior. A medida que miraba el mismo punto, aparecían nuevas cosas.
Un suelo encerado. Una vela a medio quemar estaba muy derecha, rodeada de un halo.
—Ahí está —dijo de repente, levantando la voz a pesar suyo.
—¡Chisss! Sí.
Alguien estaba acostado en el suelo, con la mitad de su cuerpo en la parte iluminada por la luz de la vela, y la otra mitad sumida en la penumbra. Se veía un zapato enorme, un torso ancho con un jersey de marino.
Leroy sabía que había un guardia en el extremo de la calleja, otro en la plaza, y otro más que montaba la guardia en el muelle.
—¿Quiere detenerle?
—No sé. Hace tres horas que duerme.
—¿Está armado?
—Esta mañana no lo estaba.
Apenas se adivinaban las sílabas pronunciadas. Era un murmullo indistinto, mezclado al soplo de las respiraciones.
—¿A qué esperamos?
—Lo ignoro. Me gustaría saber por qué, cuando es perseguido y duerme, ha encendido la lámpara. ¡Cuidado!
En una pared acababa de aparecer un cuadro amarillo.
—Han encendido la luz en la habitación de Emma, debajo de nosotros. Es el reflejo.
—¿No ha cenado, comisario?
—He traído pan y salchichón. ¿No tiene frío?
Estaban los dos helados. En el cielo, veían pasar el rayo luminoso del faro a intervalos regulares.
—Ha apagado.
—Sí. ¡Chiss!
Hubo cinco minutos de silencio, de triste espera. Luego la mano de Leroy buscó la de Maigret, y la apretó de una manera significativa.
—Abajo.
—Lo he visto.
Una sombra, en la pared blanqueada con cal que separaba el jardín de la casa vacía y la calleja.
—Va a reunirse con él —cuchicheó Leroy, que no podía resignarse al silencio.
Arriba, el hombre seguía durmiendo, al lado de la lámpara. Se oyó un ruido en el jardín. Un gato huyó por el desagüe.
—¿No tiene un mechero con mecha de yesca?
Maigret no se atrevía a volver a encender su pipa. Dudó mucho tiempo. Acabó por hacerse una pantalla con la chaqueta de su compañero y encendió con fuerza una cerilla mientras que el inspector sintió de nuevo el olor caliente del tabaco.
—¡Mire!
No dijeron nada más. El hombre se levantó con un movimiento tan repentino que estuvo a punto de tirar la vela. Retrocedió hacia la oscuridad, mientras la puerta se abría. Emma apareció en la luz, dudosa, tan triste que daba la impresión de un culpable.
Llevaba algo bajo del brazo: una botella y un paquete que depositó en el suelo. Una parte del papel se rompió y dejó al descubierto un pollo asado.
La mujer hablaba. Sus labios se movían. Sólo decía unas palabras, humildemente, tristemente. Pero su compañero no estaba a la vista de los policías.
¿Acaso lloraba? Llevaba su vestido negro de chica de recepción y la cofia bretona. Sólo se había quitado el delantal blanco y eso le daba un aspecto más contrahecho que de costumbre.
¡Sí! Debía llorar mientras hablaba, pronunciando palabras espaciadas. Y la prueba es que de repente se apoyaba en la chambrana de la puerta, y escondía el rostro en su brazo doblado. Su espalda se movía con un ritmo irregular.
Al surgir el hombre, ennegreció casi todo el rectángulo de la ventana, y dejó de nuevo al descubierto la perspectiva avanzando hacia el fondo de la habitación. Su enorme mano se apoyó en el hombro de la joven, y le dio tal sacudida que Emma dio una vuelta completa, estuvo a punto de caerse, mostró una cara pálida y los párpados hinchados por el llanto.
Pero era tan impreciso, tan turbio como un film proyectado cuando las lámparas de la sala estaban encendidas. Y faltaba otra cosa: los ruidos, las voces…
Era como el cine: cine mudo.
Y sin embargo, quien hablaba era el hombre. Debía hablar alto. Era un oso. Con la cabeza hundida en los hombros, con el jersey ajustado al torso marcando los músculos pectorales, su cabello cortado al cepillo como el de un presidiario, con los puños en las caderas, gritaba reproches, o injurias, o quizá amenazas.
Debía estar a punto de pegarla. Hasta tal punto que Leroy trató de tocar a Maigret como para tranquilizarse.
Emma seguía llorando. Ahora su cofia estaba torcida. Su moño iba a deshacerse. Una ventana se cerró en alguna parte y les distrajo durante un segundo.
—Comisario… ¿Cree que?…
El olor a tabaco envolvía a los dos hombres y les daba una ilusión de calor.
¿Por qué Emma juntaba las manos? Hablaba de nuevo. Su rostro estaba deformado por una turbia expresión de terror, de ruego, de dolor, y el inspector Leroy oyó a Maigret que cargaba su revólver.
Entre los dos grupos sólo había de quince a veinte metros. Un chasquido seco, un cristal que saltaría en pedazos y el coloso no volvería a molestar.
Ahora daba vueltas de un lado para otro, con las manos a la espalda, parecía más bajo, más ancho. Su pie tropezó con el pollo. Estuvo a punto de resbalar y con rabia le dio una patada que le hizo rodar hasta la oscuridad.
Emma miró hacia ese lado.
¿Qué podían estarse diciendo? ¿Cuál podía ser el motivo de aquel patético diálogo?
¡Pues el hombre parecía repetir las mismas palabras! ¿Pero no las repetía con más blandura?
Emma cayó de rodillas, se lanzó más bien, a su paso y tendió los brazos hacia él. El hombre fingió no verla, la evitó, y ella ya no estaba de rodillas, sino casi tumbada, implorando con un brazo levantado.
Tan pronto se veía al hombre ya que lo absorbía la oscuridad. Cuando volvió, se irguió ante la chica que le suplicaba y la miró de arriba a abajo.
Empezó de nuevo a dar vueltas, se acercó, se volvió a alejar, y entonces a ella le faltó la fuerza para extender el brazo hacia él, y suplicarle. Se dejó caer completamente en el suelo. La botella de vino estaba a menos de veinte centímetros de su mano.
Fue inesperado. El vagabundo se inclinó, más bien bajo una de sus pesadas piernas, cogió el vestido por el hombro y con un solo movimiento, puso a Emma de pie. Todo esto tan bruscamente que la hizo vacilar cuando dejó de sujetarla.
Y sin embargo, ¿no traicionaba su rostro descompuesto alguna esperanza? El moño se había deshecho. El gorro blanco estaba por el suelo.
El hombre paseaba. Evitó por dos veces el contacto con su compañera.
La tercera vez, la cogió en sus brazos, la estrechó contra su cuerpo, le echó la cabeza hacia atrás y la besó apasionadamente.
Sólo se veía la espalda de él, una espalda inhumana, con una mano de mujer crispada en su hombro.
Con sus gruesos dedos, la bestia sentía el deseo sin apartar sus labios, de acariciar el cabello que colgaba, de acariciarlo como si hubiese querido aniquilar a su compañera, aplastarla mejor, incorporarse a ella.
—¡Caramba! —dijo la voz temblorosa del inspector.
Y Maigret estaba tan conmovido que, al darse cuenta, estuvo a punto de soltar la carcajada.
* * *
¿Llevaba allí Emma un cuarto de hora? Dejaron de abrazarse. La vela sólo podría durar unos cinco minutos. Y había en la atmósfera un descanso casi visible.
¿No reía la chica de la recepción? Debía haber encontrado en algún sitio un trozo de espejo. En plena luz se la veía arreglar su largo cabello, sujetarlo con una horquilla, buscar por el suelo otra horquilla que había perdido, y ponerla entre sus dientes mientas se colocaba el gorro.
Estaba casi guapa. ¡Estaba guapa! Todo era conmovedor, hasta su falda negra, sus párpados rojos. El hombre había recogido el pollo. Y sin perderlo de vista, lo mordía con apetito, hacía crujir los huesos, arrancaba tiras de carne.
Buscó una navaja en su bolsillo, no la encontró, rompió el cuello de la botella golpeándolo contra su tacón. Bebió. Quiso hacer beber a Emma, que quiso rechazarlo, riendo. ¿Le daba tal vez miedo el cristal roto? Pero la obligó a abrir la boca, y suavemente echó el líquido.
Ella se atragantó, tosió. Entonces él la cogió por los hombros, la volvió a abrazar, pero esta vez no la besó. La abrazaba alegremente, la besó en las mejillas, en los ojos, en la frente y hasta en su gorro de encaje.
Ella estaba preparada. El hombre pegó la cara a la ventana una vez más, llenando nuevamente el rectángulo luminoso. Cuando se volvió, fue para apagar la vela.
El inspector Leroy estaba crispado.
—Se van juntos.
—Sí.
—Les van a coger.
El grosellero del jardín tembló. Luego una sombra apareció colgada de lo alto del muro. Emma se encontró en el callejón y esperó a su amante.
—Vas a seguirles de lejos. ¡Sobre todo, que no te aperciban en ningún momento! Me darás noticias en cuanto puedas.
Del mismo modo que el vagabundo lo había hecho con su compañera, Maigret ayudó al inspector a alzarse por encima de las pizarras hasta el tragaluz. Luego se inclinó para mirar al callejón, donde sólo se veían las cabezas de las dos personas.