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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (18 page)

BOOK: El país de uno
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Es cierto que la presidencia es una campaña permanente, pero para lograr sus objetivos necesita claridad en el rumbo y coherencia en el mando —algo que no se vio a lo largo del sexenio —. La disección del gobierno foxista demuestra que la mercadotecnia es un instrumento útil para ganar; pero lo que no queda claro es que sea una técnica infalible para gobernar. Para seducir a un consumidor se requiere construir una imagen; para convencer a un elector se necesita hacerla realidad. Fox y los suyos tuvieron una gran estrategia de venta; pero al final de cuentas vendieron un producto defectuoso. Como Vicente Fox no pudo negociar en privado lo que prometió en público,
going public
resultó ser una estrategia equivocada, en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

LA POLÍTICA DE PACTOS CON EL PRI

Ésa es la realidad de un presidente que cometió errores y muy graves. Equívocos principales que determinaron el curso de su sexenio y explican su descenlace atribulado. Tres decisiones tomadas que Vicente Fox no puede endosar a nadie más que a sí mismo. Y quizá la más importante fue la política de concertación con el
PRI
, con la cual Fox acabó limpiándole la faz a un adversario rehabilitado que luego lo acorraló. Algunos culpan al
PRI
de la parálisis del gobierno foxista pero el presidente la fomentó al encamarse con las alimañas, las tepocatas y las víboras prietas en lugar de exterminarlas. Allí siguen hoy, en posiciones de mando, los priístas reconocidos como listos y hábiles, pero profundamente imbuidos de los vicios más arraigados del pasado. Ése es legado de Vicente Fox.

En la lógica de Fox —y sobre todo de Santiago Creel— había que convivir con los priístas porque llegaron en segundo lugar. Había que ayudarlos a levantarse de nuevo después de su derrota en el año 2000 porque eso hacen los presidentes de las transiciones. Aquellos que están por encima de la política y no se ensucian las manos con ella. Aquellos que quieren llegar al cielo o por lo menos regresar vivos al rancho.

Desde el momento en que arribó a Los Pinos, Vicente Fox justificó la presidencia disminuida con el argumento del gobierno dividido. Atribuyó expectativas encogidas a negociaciones necesarias. No tenía opción, declaraba. No había otro camino, sugería. Había que colaborar, enfatizaba. Pero precisamente el error más grande que cometió Vicente Fox fue pensar que el
PRI
era capaz de cambiar; que los priístas eran capaces de concertar con él; que sus enemigos podrían llegar a acuerdos y también cumplirlos.

Ante el escenario del “gobierno dividido” al que Fox se enfrentó, había personajes dentro del gobierno que buscaban, ante todo, asegurar una transición de terciopelo. Formados en el Grupo San Ángel y socializados por él, miembros prominentes del gobierno foxista pensaban que la política era la construcción de consensos en vez de la institucionalización de conflictos. Querían estrechar la mano de todos en vez de conseguir el apoyo de algunos. Y eso llevó a que tantos foxistas estuvieran dispuestos a perseguir una política de pacificacion con el priísmo. Por eso la combatividad de la campaña acabó siendo remplazada por la búsqueda del consenso a toda costa. Fox y los suyos comenzaron a pensar que matarían suavemente a sus adversarios a golpes de buena voluntad. Percibían a la política como un ejercicio de bondad colectiva en vez de un una batalla campal. Jugaban
softball
en vez de
hardball
.

De cara a los problemas persistentes que enfrentaron a lo largo del sexenio, la respuesta siempre fue la misma: negociar hasta el cansancio, buscar el consenso a toda costa, civilizar a los contrincantes o morir en el intento. “Chapultepec
forever
”, cantaba el secretario de Gobernación Santiago Creel frente al sainete de San Salvador Atenco. El secretario quedó atrapado en el seminario del Castillo de Chapultepec, en busca de enemigos a los cuales poder domesticar. El atorón en Atenco lo demostró: Santiago Creel quería revivir y reproducir esos momentos gloriosos en los que se forjaron acuerdos sin precedentes entre adversarios recalcitrantes. Quería ver a todos los que se odian sentados en la misma mesa, mirándose a los ojos. Para el caballero de la mesa de Bucareli, lo más importante era la gobernabilidad y la civilidad, el buen tono y las buenas maneras. Para Santiago Creel, más allá de la ley estaban los consensos. En su país perfecto, la política era asunto de pactos, de acuerdos, de documentos firmados y apretones de mano captados por las cámaras, en algún recinto histórico.

Pero el problema con la concepción de la democracia como el diálogo
ad náuseam
, es que se corre el riesgo de la parálisis. Y eso es precisamente lo que ocurrió durante la presidencia de Vicente Fox. Cuando el proceso de la política suplanta a la meta, no hay meta. El proceso de la democracia es importante —como método para tomar decisiones— pero si el proceso no tiene objetivos claros, es sólo eso: proceso. Cuando lo que más importa es recorrer la ruta, no importa si ésta no va a ningún lado. Y por ello, en los primeros años del sexenio, Santiago Creel acabó caminando en círculos, cual viajero entusiasta sobre el
road to nowhere
del cual cantaban The Talking Heads.

El comportamiento de Santiago Creel colocó al gobierno foxista constantemente contra la pared. Reforzó la percepción de debilidad de un presidente que de entrada era percibido como demasiado buena gente. Cuando Santiago Creel anunció que la paz social era su prioridad principal, cualquiera podía ponerla en jaque. Cuando Santiago Creel definió el éxito como la ausencia de violencia, cualquiera que portaba un machete podía arrinconar al gobierno y chantajearlo. Cuando la victoria era cantada en función de las carreteras que no habían sido bloqueadas, el primer bloqueo se convirtió en derrota. Y al colocar la barrera de una manera tan baja, todos saltaban por encima de ella. San Andrés Atenco no fue la excepción; se convirtió en la regla del sexenio foxista. El que ponía en jaque la paz social se convertía en interlocutor privilegiado. Y a partir de ese momento se volvió más difícil negociar reformas pendientes con grupos que se oponían a ellas. Todos los miembros de sindicatos públicos del país leyeron el manual de Atenco, y llegaron a la conclusión de que si uno gritaba con las suficientes ganas podía parar lo que fuera.

Atenco ocurrió porque Santiago Creel logró imponer sus sello consensualista al gobierno de Vicente Fox; logró convencer a su jefe de que la política era la amalgama de los afectos, no la administración de los odios, y de allí los errores. Para pasar la reforma fiscal empujada por Vicente Fox no bastaba con apelar al supuesto patriotismo de los priístas. Para lograr la aprobación de iniciativas legislativas era necesario negociar duro y fuerte; era necesario otorgar favores y cobrarlos; era necesario cambiar la capa de terciopelo por la coraza de hierro; era necesario acosar al
PRI
en vez de apapacharlo.

Durante su paso por el poder los foxistas fueron ingenuos, generosos, ilusos. En vez de pensar cómo debilitar al bravucón del kínder, los mininos Montessori le regalaron dulces. En vez de diseñar una estrategia de confrontación, adoptaron un plan de acomodación. En vez de amenazar a los priístas, buscaron cómo sentarlos a la mesa. Y ello produjo una oposición fortalecida y reformas diluidas; un sexenio diluido y un gobierno paralizado; un
PRI
que le sonreía al presidente de frente pero se reía de él a sus espaldas.

Al tratar al
PRI
con guantes blancos, el gobierno se debilitó a sí mismo; al voltear la otra mejilla, los foxistas se debilitaron a sí mismos. Podrían haber usado la verdad y el escrutinio del pasado priísta como arma; podrían haber inaugurado una política de guerra eficaz y no de paz costosa; podrían haber inaugurado una política de enfrentamientos catalizadores y no de consensos artificiales; podrían haber desplegado una política de eficientes y no de decentes.

El guanajuatense tenía guantes con los cuales pelear, tenía un ring al cual subirse. El arma más importante con la que contaba el presidente era la información sobre el pasado. El dardo más venenoso que podría utilizar contra el priísmo hubiera sido la revelación de sus penurias. La batalla más valiosa y más valiente que podría haber dado Vicente Fox era la batalla contra la impunidad. Hubiera sido la madre de todas las batallas y podría haberla ganado, con la ley en la mano y la población de su lado. Tenía la oportunidad de arrancar de raíz al árbol torcido en el cual se ha convertido el país; tenía la capacidad de combinar lo que era éticamente necesario con lo que era tácticamente indispensable hacer. Al gobierno le hubiera convenido usar la información que tenía sobre los priístas para incitar su colaboración.

Después del 2 de julio del 2000, era el momento de ofrecerle zanahorias a los “modernizadores” del
PRI
y garrotes a todos los demás. Era el momento de otorgarle supervivencia política a quienes colaboraran con el presidente entrante, y el peso de la ley a quienes se rehusaran a hacerlo. Era el momento para construir apoyos legislativos con una parte del priísmo y exiliar políticamente a su parte podrida. Dividir al
PRI
era la única forma de lidiar con un gobierno dividido. Era la única forma en la cual podía haber remontado los obstáculos institucionales a los que el nuevo gobierno se enfrentó. Pero lamentablemente no fue así.

LA OBSESIÓN CON AMLO

El segundo gran error de Vicente Fox fue la decisión del desafuero, con la que rompió una de las reglas básicas del pacto democrático descritas por Robert Dahl en
Polyarchy
; ese acuerdo de “seguridad mutua” con el cual el gobierno se compromete a no destruir a la oposición y la oposición se compromete a no destruir al gobierno. Al violarlo, Fox le proveyó de herramientas a Andrés Manuel López Obrador para después descalificar una elección en la que no logró imponerse de forma contundente. Fox le “ganó” a
AMLO
pero a costa de la confianza democrática que tanto trabajo le costó al país construir.

Jorge Castañeda lo sugirió, y fue un error hacerlo; dijo que a
AMLO
había que pararlo a la buena o a la mala. Y, ¿cúales fueron los resultados de usar el desafuero como instrumento para sacar a López Obrador de la contienda presidencial? Un presidente que ya no podía salir de Los Pinos sin escuchar reclamos de estudiantes. Un gobierno criticado —a nivel internacional— por traicionar un proceso democrático que le permitió llegar al poder. Una primera dama —la Salomé de Celaya— recordada por pedir la cabeza de alguien a quien odiaba. Un secretario de Gobernación, Santiago Creel, conocido como el “chico totalmente torpe”. Un vocero presidencial que ya no quería hablar. Una Procuraduría que padeció revés tras revés. Una Suprema Corte a la que le caían, de manera cotidiana, papas calientes en el regazo. Un
PAN
que se enorgulleció de “exponer” a un “mártir” cuando contribuyó a crearlo.

Porque como afirma el politólogo Adam Przeworski en un texto clásico, la democracia es la institucionalización de la incertidumbre. Es la sujeción de todos los intereses —de la derecha y de la izquierda— a la incertidumbre. Es un proceso con resultados poco predecibles: a veces encumbra a los buenos y a veces a los malos; a veces produce presidentes que gobiernan con inteligencia y a veces produce presidentes que gobiernan con visceralidad; a veces empodera a la derecha y a veces empodera a la izquierda; a veces produce un Franklin Roosevelt y otras un George W. Bush. No es un compromiso con un resultado predeterminado sino con un proceso acordado. No es un compromiso sustantivo; es un compromiso contingente. Y quienes lo asumen, sujetan sus intereses a esa incertidumbre.

Marcha contra el desafuero.

Pero en México, el
PRI
, el
PAN
y el presidente Vicente Fox simple y sencillamente no quisieron hacerlo. No quisieron asumir ese riesgo. No quisieron enfrentar sus posibles consecuencias. No se atrevieron a ser demócratas “de a deveras”. Porque en una democracia real, ningún grupo interviene para prevenir un resultado que afectaría sus intereses. Pero ellos sí intervinieron y de eso de trató el desafuero. De usar a la derecha “responsable” para frenar a la izquierda “temible”. De usar a las instituciones para eliminar a un político indeseable. De debilitar a la democracia para “salvar” al país. De quitarle a los ciudadanos la opción de decidir, de evaluar, de sopesar, de votar por
AMLO
o en su contra.

Porque eso fue el desafuero, tal y como se llevó a cabo. Fue caer en lo que T.S. Eliot llama “la última tentación”, la gran traición: hacer la cosa correcta por el motivo equivocado. Inaugurar el Estado de Derecho con el puntero en la contienda presidencial. Aplicar la ley con uno cuando no se aplica con otros. Imponer un castigo desproporcionado —la pérdida de los derechos políticos— a un delito que ni había sido probado. Perseguir desaforadamente un error o una omisión relativamente menor, cuando se cerraba los ojos ante aquellos que son mayores. Y lo más dañino, lo más reprobable: usar la justicia selectiva para construir una democracia selectiva.

Sin duda los epítetos lanzados contra Andrés Manuel López Obrador eran merecidos y quizá no debe ser presidente jamás. Pero tomar esa decisión no le correspondía a Vicente Fox o a Santiago Creel o a Roberto Madrazo o a Marta Sahagún o al Consejo Coordinador Empresarial. Esa decisión no era suya. Lo que estaba en juego en la debacle del desfuero no era sólo el futuro político de Andrés Manuel López Obrador, o la elección presidencial del 2006. Lo que estaba en juego era la calidad, la viabilidad, la longevidad de la democracia mexicana más allá de esa fecha. Lo que estaba en juego era el Estado de Derecho al servicio de la democracia, frente a su tergiversación para sabotearla.

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