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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (72 page)

—¡Ahhh!

—¡Dios mío! —gritó Litve, agachándose y moviéndose de un lado a otro como buscando a alguien en la habitación.

Khuv también se movió, inquieto, con los ojos desorbitados, tratando de penetrar la oscuridad. Todavía quedaban dos ataúdes para inspeccionar. Pero mientras los dos hombres se acercaban y miraban fijamente, advirtieron un cierto movimiento y el tenue vapor de la respiración que se levantaba del primer ataúd y, al cabo de un momento, del segundo. En ese instante Andrei Roborov y Nikolai Rublev se sentaron en sus ataúdes y clavaron sus ojos en los dos hombres.

Sus heridas, visibles incluso a pesar de la poca luz, demostraban que aquello era imposible… y, sin embargo, no lo era. A Rublev le faltaba toda la mejilla izquierda, por lo que el ojo izquierdo miraba desde la órbita ósea, mientras que el cadavérico cráneo de Roborov rezumaba pus y otros jugos del cerebro, que resbalaban por sus lívidas mejillas con la consistencia de la cera derretida. Sentados en sus ataúdes, tenían en ellos clavados los ojos y, finalmente, les sonrieron… con los colmillos superiores curvados sobre el labio inferior.

Khuv intentó articular un: «¡Oh, Dios mío!», pero la lengua parecía habérsele pegado en el velo del paladar. Los ojos de los hombres muertos…, mejor dicho, de los cadáveres de los hombres no muertos eran pozos de azufre candente con cráteres de sangre y continuaban sonriendo.

—¡Quémalos! —consiguió decir por fin Khuv—. ¡Rápido, quémalos de una vez!

—¿Qué? —dijo una voz conocida, una voz taimada que hablaba desde la puerta—. Si dices esto es porque debes de figurarte que ese lanzallamas no es ninguno de los muchos que yo he vaciado, ¿verdad?

Miraron hacia el lugar del que procedía aquella voz y vieron a Vasily Agursky que volvía al pasillo y cerraba la puerta con llave. Oyeron cómo giraba la llave en la cerradura.

—Agursky, ¡espera! —gritó Khuv.

—¡Oh, no, comandante! —llegó la voz débil a través de la puerta—. Tú me has encontrado y no hay por qué esperar.

Y después oyeron sus pisadas que se perdían rápidamente.

Entretanto Roborov y Rublev salieron de sus ataúdes. Khuv, que los vio, corrió hacia la puerta. Sorprendido al comprobar que sus piernas le obedecían, creyó que lo mismo ocurriría con sus manos. Inmediatamente se sacó las llaves que guardaba en el bolsillo y trató de distinguir la adecuada por el tacto.

En la puerta, mientras seguía manipulando el manojo de llaves, volvió la vista atrás. Los dos muertos (ahora, por vez primera, se le ocurrió pensar que eran vampiros) avanzaban hacia Litve con las manos tendidas en dirección hacia él. Khuv gritó con voz ronca:

—Pero ¿qué estás esperando, idiota? ¡Quémalos! ¡Quema a esos asquerosos!

Litve pareció salir del trance en que se encontraba, apuntó con el arma y apretó el gatillo. ¡Nada! El lanzallamas emitió un pitido y nada más. La luz piloto estaba oscilando.

—¡Jesús! —gritó Litve al tiempo que se echaba al suelo y hacía un regateo con el cuerpo cuando Roborov ya iba a cogerlo.

Khuv ya había probado la mitad de las llaves. En medio de aquella oscuridad casi total no podía darse cuenta de cuál era la llave que buscaba. Sacó del llavero las que ya había probado y las arrojó al suelo. Litve se agarró a él y gritaba con voz entrecortada:

—¡Abre la puerta! ¡Por el amor de Dios, abre la puerta!

Khuv lo apartó de un empujón y le arrojó las llaves que le quedaban.

—¡Abre tú! —le gritó.

Preparó la metralleta, la dirigió hacia los vampiros, mientras éstos iban acercándose a pasos muy cortos, surgiendo lentamente de las sombras del depósito de cadáveres. La sonrisa de Roborov era maliciosa cuando dijo:

—¿Qué pasa, camarada comandante? Me parece que ésta es la primera vez que te veo verdaderamente apurado. ¿Qué mosca te ha picado?

—¡Atrás! —gritó Khuv con voz chillona.

—¿Atrás? —repitió Rublev, como imitándolo—. ¿Es que lo hemos ofendido, comandante? Pues sí que lo siento…

Ya casi los tenía al alcance de la mano y entretanto Litve seguía diciendo palabras incoherentes y lanzando imprecaciones al tiempo que continuaba buscando la llave adecuada. Khuv disparó, una ensordecedora muestra de ruidos que levantó ecos en aquel reducido espacio. Apretó el gatillo del arma y lo mantuvo apretado hasta que el olor de la pólvora comenzó a causarle picazón en los ojos y se le agarró a la garganta. Lo soltó y, mientras el humo se iba disipando, entrevió que aquella lluvia de plomo los había alcanzado y proyectado en medio de la sala. Allí estaban, tumbados en el suelo en medio de profundos gemidos aunque, por increíble que pudiera parecer, porfiando por levantarse de nuevo.

Litve, con un jadeo de alivio, comprobó que la llave que estaba probando giraba en la cerradura. Abrió la puerta de un empujón y salió dando tumbos al exterior, seguido de Khuv, que venía pisándole los talones. El comandante, al salir, se agachó para recoger el arma que Litve había abandonado. Éste cerró la puerta con llave y los dos se inclinaron sobre el arma. Khuv con el entrecejo fruncido mientras comprobaba el lanzallamas.

—Por el peso se diría que está cargado —dijo—. ¿Cómo? —exclamó señalando con un dedo tembloroso la palanca de la mixtura en la caja del arma—. ¡Mira! Le dabas demasiado aire y no la suficiente mezcla. ¡Imbécil!

Ajustó la palanca, apuntó el arma en dirección al pasillo y disparó. Inmediatamente salió un haz de llamas acompañado de un rugido, blanco en el núcleo y con la punta de un azul deslumbrante a medida que iba afinándose. Apagando la llama, dijo:

—Ahora abre esa puerta.

Litve abrió la puerta cerrada con llave, le pegó un puntapié y se echó para atrás. Roborov y Rublev estaban de pie y seguían avanzando. Detrás de ellos estaban también los soldados, que habían salido de sus ataúdes. Khuv no aguardó a que se produjeran nuevos acontecimientos y convirtió a los cuatro en antorchas chirriantes que lanzaban espantosos gritos y se pusieron a arder hasta caer derrumbadas, fundidas con todo un borboteo, un montón hediondo e informe de carne desintegrada. Después, cuando Litve volvió a cerrar la puerta, se dio media vuelta y luchó unos momentos para conservar el control, luchó desesperadamente para no derrumbarse y caer desmayado.

—Grenzel no estaba —dijo Litve, comentario que distrajo a Khuv.

—Es verdad —dijo con voz ahogada, tapándose la boca con una mano—. Lo que quiere decir que hay dos que andan sueltos.

—¿Dónde vamos ahora?

Litve ya había vuelto a ser dueño de sí mismo y ahora que se habían librado de aquel horror inmediato, la mente de Khuv se volvió a poner en movimiento y a trabajar con la eficiencia de costumbre. Quizás incluso con eficiencia excesiva. La mandíbula inferior se abrió desmesuradamente mientras agarraba el brazo de Litve, después de lo cual lo soltó y echó a correr por el pasillo excavado en la roca.

—¿Dónde? —le gritó—. ¿Adonde irías tú si fueras Agursky o Grenzel? ¿Qué harías?

—¿Cómo? —dijo Litve echando a correr tras él.

—Sabemos qué son —exclamó Khuv— y él sabe que lo quemaremos si se nos pone a tiro. No puede permitir que ninguno de nosotros siga con vida. No puede ir más que a un sitio.

Naturalmente: al Centro de Control del Protector de Fallos.

Capítulo 24

El infierno - Harry y Karen

Chingiz Khuv y Gustav Litve corrían como alma que lleva el diablo porque luchaban por sus vidas, por las vidas de todos cuantos estaban involucrados, recorriendo las entrañas retorcidas del Perchorsk Projekt en dirección al Centro de Control del Protector de Fallos. Estaban esperando que en el momento más impensado oirían las alarmas del protector de fallos y se daban cuenta de lo que ocurriría cuando comenzasen a sonar: pánico, horror, huida loca e inútil y, por encima de todo, la pesadilla de más de cien personas despertándose, saltando vacilantes de sus camas, abriendo puertas para ver la muerte líquida saliendo de los rociadores y oyendo el rugido de un infierno asolador que lo consumía todo.

Porque si Vasily Agursky, o aquello en que se había convertido, llegaba al Centro de Control del Protector de Fallos antes que ellos… Era evidente lo que haría. Se salvaría él y los quemaría a ellos. Y no sólo a ellos sino el Projekt entero.

Sin embargo, los dos hombres de la KGB no carecían de valor. Por dos veces, al llegar junto a unos teléfonos, Khuv hizo un alto e intentó llamar. La primera vez el teléfono estaba desconectado y la segunda vio enseguida el cable cortado y que sus extremos seccionados colgaban de la pared. Agursky había tomado la delantera. Litve, mientras seguía corriendo, al llegar a la parte donde se alojaban los científicos pensó en echar una ojeada a la habitación de Agursky. Al salir de ella, bramando como un toro, comenzó a dar puntapiés a las puertas y a gritar a todos cuantos quisieran oírle:

—¡Desocupada, desocupada, desocupada!

Khuv, cada cuarenta o cincuenta pasos, hacía una breve pausa y un disparo ensordecedor del arma contra el techo, y lo siguió haciendo hasta que vació el cargador y ya no le quedó mas que la pistola automática como única arma. Pero se reservaba aquellos proyectiles. Era todo lo más que podían hacer los dos hombres: desconectados estaban los teléfonos, también las alarmas del pasillo. Agursky lo tenía todo previsto.

Finalmente subieron por una rampa en espiral hasta el nivel superior, donde encontraron mucha más actividad. Era evidente que Viktor Luchov se las había arreglado para transmitir algún tipo de mensaje, pues aquí la caza del hombre estaba en marcha. Una docena de soldados o más registraban habitaciones, patrullaban por parejas a lo largo de los corredores laterales, se servían de
walkie-talkies
para mantenerse en contacto y de megáfonos para sacar a la gente de la cama o arrancarla de su trabajo. Esto iba contra el consejo que Khuv había dado a Luchov, pero el comandante no sabía con seguridad en qué sentido se habían desarrollado los acontecimientos a partir de entonces. En cualquier caso las medidas estaban teniendo su efecto, por turbulento que fuese. El personal del último turno estaba saliendo de los laboratorios y se apiñaba en los pasillos y en los túneles, sin saber realmente dónde iban ni exactamente qué hacían. Khuv y Litve no podían hablar con todos y se limitaban a dar órdenes a voz en grito mientras se esforzaban en abrirse camino.

—¡Salid! —gritaron—. ¡El lugar va a saltar por los aires! ¡Salid enseguida si no queréis morir quemados!

Aquello producía efecto, aunque sólo servía para hacerlos avanzar más lentamente, mientras la muchedumbre comenzaba a moverse con ellos en la misma dirección. Entonces Khuv se dio cuenta de que si Agursky se mezclaba con toda aquella muchedumbre asustada, todavía sería más difícil localizarlo. Pero Agursky no era una persona por la que hubiera que preocuparse. Por lo menos de momento.

Más adelante, cuando faltaban solamente unos treinta metros para llegar al Centro de Control del Protector de Fallos, los pasadizos convergían en una puerta. Khuv y otros altos funcionarios del Projekt tenían sus despachos en uno de esos pasillos, mientras que Luchov y varios jefes suyos estaban acomodados en el otro. En puntos más avanzados del complejo, los pasillos presentaban derivaciones más pequeñas que conducían hacia el interior e inevitablemente hacia abajo, pero aquí, en el extremo más próximo a la salida hacia el barranco de Perchorsk, se juntaban todos y formaban una especie de cuello de botella. Lo peor de todo era que la puerta, de un metal denso y encajada en el cemento, cuando estaba cerrada constituía algo así como un cierre hermético. Desde la introducción del protector de fallos de Luchov, la puerta se había mantenido permanentemente abierta, firmemente afianzada a la pared.

Pero ahora, mientras Khuv y Litve se distanciaban del grueso del personal que huía, al llegar a una esquina donde los corredores se juntaban, al acercarse a la puerta, se oyeron los estampidos de una arma automática que sonaban más adelante. Acercándose cautelosamente a una segunda esquina, avistaron la puerta y, al percatarse del origen de los disparos, se refugiaron en un hueco de la pared.

Leo Grenzel estaba en la puerta. Había sacado dos o tres cerrojos y estaba ocupado en retirar el tercero, que al parecer había quedado atrancado. Cada vez que aparecía para tratar de forzar el cerrojo, los soldados que se habían refugiado en el hueco más próximo a la puerta abrían fuego con sus armas, obligándolo de nuevo a esconderse. El grosor de la propia puerta y un hueco que estaba detrás de ella lo protegía contra los disparos, pero cuando Khuv y Litve llegaron al escenario de los hechos todavía tuvieron tiempo de ver cómo era alcanzado por una bala y después se tambaleaba y desaparecía del campo de visión. En otro momento reapareció con una metralleta, abrió fuego y envió una ráfaga de plomo a través del pasillo. Dos soldados se desplomaron gritando y cayeron desalojados de los huecos donde se escondían, mientras sus camaradas los arrastraban nuevamente hacia el interior, desde donde salían sus gimoteos.

—¡Vosotros! —gritó Khuv durante un momento de calma—. ¿Quién está atacando?

—¡Yo! —gritó un sargento, sacando la cabeza y volviendo a retirarla rápidamente mientras Grenzel volvía a abrir fuego.

Khuv tuvo tiempo de atisbarlo antes de retirarse con su rostro lívido, sus ojos desencajados y su mirada vidriosa. Entendía perfectamente aquella mirada. No era probable que el sargento supiera que Grenzel estaba muerto, pero debía de ser muy difícil para él entender por qué no lo estaba. Los soldados seguían disparando contra Grenzel, pero no podían derribarlo. Cuando Grenzel volvió a aparecer en la puerta, peleando furiosamente contra aquel último cerrojo, el daño que había sufrido era evidente.

Tenía el cuerpo torcido y Khuv supuso que era a causa de su columna vertebral fracturada. Se maravilló de su propia capacidad de aceptar un hecho tan imposible como aquél. ¡Que pudiera tener la columna vertebral rota y que pudiera seguir moviéndose, aunque lo hiciera torpemente! Pero ¿por qué no, si estaba muerto? Pero aquí no acababa todo. Llevaba un mono blanco, que ardía por la parte del costado derecho, donde le colgaba hecho jirones. Junto con éstos colgaban igualmente trozos de carne, grisácea o rojiza, si bien sorprendía la ausencia de sangre. Aquellos seres no sangraban tan fácilmente. En el hombro derecho de Grenzel había tres pequeños agujeros, tan perfectos como los puntos de un dado, visibles porque una ráfaga de balas le había perforado el mono. Los agujeros eran del tamaño de manzanas pequeñas y tenían un color entre rojo y negruzco. Grenzel inclinaba el hombro hacia ese lado, con lo que su figura todavía resultaba más desequilibrada. Las dificultades que tenía con el cerrojo eran resultado de que debía manipularlo con la mano izquierda.

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