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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (4 page)

—Lo que en realidad quieres decir es que no quieres que haga algo de lo que tú puedas arrepentirte.

Hablaba en voz baja, cargada de una violencia mal contenida. Se acercó a Woodruff, de metro ochenta y dos, hasta que sus narices casi se tocaron.

—Bien, puedes contar con que va a ser así, caballero.

Él se echó hacia atrás rápidamente para alejarse de ella.

Casi tan rápido como se había detenido, Lara se dio la vuelta y reanudó su apresurada marcha por el pasillo futurista.

Woodruff observó cómo su figura se hacía cada vez más pequeña en la distancia, y luego se dirigió a un teléfono del vestíbulo para llamar a seguridad.

Una veintena de metros más allá, Lara se detuvo para pasar su tarjeta de identificación magnética por el lector de seguridad. A continuación introdujo su contraseña en un teclado compacto. Instantes después, un conjunto de puertas neumáticas siseó al abrirse. En aquella sección, el pasadizo estaba flanqueado por gruesos ventanales, verdosos, a prueba de explosiones y conducía a los laboratorios que estaban un poco más adelante. La mayoría de laboratorios de este pasadizo tenían puertas de acero inoxidable, cámaras estancas, y una «zona intermedia» de áreas de descontaminación flanqueadas por sistemas de seguridad numéricos adicionales, así como de identificación de retina. Éstos se encontraban en el nivel de bioseguridad (NBS), perteneciente a los cuatro laboratorios reservados a las formas más letales de todas las consideradas letales para las formas de vida creadas de forma artificial, que nunca habían existido en la naturaleza y que podrían significar una catástrofe si fueran liberadas del laboratorio.

Con las enzimas adecuadas y recortando un poco de ADN de aquí y otro poco de allí, se podía crear un tipo de vida que una década antes ni habría podido imaginarse. Los científicos recortaban genes de la levadura, los hongos, los perros, las ranas, las algas, y de cualquier hijo de vecino y los unían como les parecía, los legos de la genética molecular. Todo ADN era igual a escala molecular. Era la democracia en el ámbito nano: una base de ácido nucleico, un voto.

Fue allí donde Lara, obstinadamente, había descubierto los secretos del genoma de la etnicidad que habían abierto la puerta al primer medicamento comercialmente exitoso de GenIntron: un tratamiento para la enfermedad de Tay-Sachs.

Su investigación personal había localizado las secuencias correctas que permitían que otros medicamentos procurasen el tratamiento adecuado con un objetivo determinado, para enfermedades que, desproporcionadamente, afectaban a grupos étnicos concretos, tan conocidas como la anemia drepanocítica, que sufrían los descendientes de africanos, la fibrosis cística entre los caucásicos del norte de Europa, y otros numerosos síndromes menos conocidos.

Había sido capaz de encontrar los tratamientos centrándose en los intrones, también llamados ADN basura, que otros investigadores habían pasado por alto. Ya que, en estos vastos tramos de ADN, que los otros contemplaban como un erial, ella intuyó oportunidades; manipuló los intrones para que se plegasen o desplegasen, de tal forma, que alterasen los mecanismos mediante los cuales se producían las proteínas vitales. Creó nuevas moléculas, inexistentes en la naturaleza, que sólo eran activas en presencia del ADN que se encontraba en determinados grupos étnicos, con lo que podía aliviar el dolor, el sufrimiento y la muerte.

Allí delante, un hombre delgado de piel color café con leche, el pelo canoso, una afilada y prominente nariz, y fríos ojos azules salió de un pasillo contiguo. La saludó con la mano, empezó a sonreír y luego se dio cuenta de la expresión en el rostro de la mujer.

Ismail Brahimi, que había ganado el premio Nobel cuando enseñaba biología molecular en Cornell, había cofundado GenIntron y, como presidente, había dirigido muchos temas de la compañía durante los últimos dos años. Brahimi había sido la persona que había elegido Lara para que fuese el segundo presidente del consejo de administración, pero los nuevos propietarios japoneses habían pasado por encima de él a favor de Edward Rycroft, jefe de investigación. Rycroft era un brillante investigador pero taciturno, cuya mayor fuerza, además de su capacidad para alienar a la gente, era su ansia por obtener el premio Nobel y la envidia hacia la riqueza que Lara y Brahimi habían acumulado al fundar la compañía. Al ser una persona profundamente honesta y con un gran sentido de la ética, Brahimi no quiso enzarzarse en las oscuras y traicioneras intrigas y políticas que habrían sido necesarias para destronar a Rycroft.

Según Brahimi, la elección de Rycroft había sido, como todo lo que sucedía en el mundo, «voluntad de Dios». Lara no era tan confiada.

—¿Qué sucede? —preguntó cuando la mujer llegó a su altura.

—Woodruff. Kurata. Esto es lo que sucede —respondió a la pregunta lacónicamente.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó él gravemente.

—Me echan.

—¿Hay alguna novedad? —repitió.

—Hoy —se detuvo ante la puerta del laboratorio con su nombre escrito en la puerta y tecleó su contraseña—. Woodruff ha venido de paquete conmigo en el coche.

—¿Y eso a qué se debe? —preguntó.

Ella movió la cabeza y se encogió de hombros.

—Alguna pataleta en Tokio, creo.

La pantalla de cristal líquido que había sobre el teclado destellaba con las palabras «acceso denegado».

—¡Mierda! —murmuró Lara. Volvió a teclear los números, y de nuevo apareció «acceso denegado».

—¿Qué pasa con el sistema?

Instantes después, la puerta de la esclusa siseó al abrirse y expulsó a Edward Rycroft, seguido por un guarda de seguridad de GenIntron, armado con una porra y un spray de pimienta. Jason Woodruff les seguía a una distancia prudencial.

—Tal vez quieras evitarte todo esto —sugirió Lara—. Esto no le va a hacer ningún bien a tu carrera en la compañía.

—No, ni hablar. Me quedaré aquí, a tu lado.

Por un instante, Lara miró con orgullo a aquel hombre gentil y amable, cuyas profundas creencias religiosas lo hacían valiente y firme cuando las circunstancias lo requerían.

—No, de verdad, vete —insistió ella.

—Está bien, pero…

—Ismail, no hay nada que puedas hacer aquí. Sólo puedes conseguir complicarte las cosas y hacer que tu propia vida sea más difícil, así que ¡vete!

—Como quieras —dijo Brahimi a regañadientes, y se fue.

Lara se dirigió a Rycroft y su séquito que se aproximaban.

—Déjame entrar en mi laboratorio —gritó mientras se aproximaban.

—Ya no es tu laboratorio —replicó Rycroft, con palabras barnizadas con un acento de la cámara de los lores que casi camuflaban sus raíces de clase obrera de Midlands. Se detuvo a un metro de ella. El guarda de seguridad, uniformado de gris, permaneció tras él.

Lara miró la cara del guarda y se dio cuenta de que le reconocía vagamente, sólo por el rostro, y no podía recordar su nombre. En los meses que siguieron a la compra de GenIntron, todo el personal de seguridad leal de la empresa, cuyos nombres y vidas conocía íntimamente, había sido remplazado por personal de otra filial de Daiwa Ichiban. Sabía que en ellos había profesionalidad, pero no simpatía.

Tras el guarda, Woodruff, incómodo, cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, constantemente.

—¿Qué significa que ya no es mi…?

—Vendiste el laboratorio cuando vendiste la compañía.

—Pero teníamos un trato —insistió Lara—. El propio Kurata estuvo de acuerdo en que yo usaría el laboratorio hasta que terminase el trabajo que había empezado. Hay un documento importante que trata de ese tema.

—La política ha cambiado —repuso Rycroft con firmeza, alzando un poco la barbilla—. Como bien sabes, las condiciones económicas han forzado a Daiwa Ichiban a asegurarse de que todas sus compañías operan con el mínimo de gastos posible.

—¡Gastos! —Lara avanzó un paso hacia él—. ¿Me estás llamando gasto?

El guarda de seguridad se movió para proteger a Rycroft.

—Está bien —alzó un brazo para detenerle—, no va a hacerme daño.

—Lo estás deseando —dijo Lara con aspereza.

Rycroft se tambaleó inseguro. Una pesada pausa se interpuso entre los dos durante un largo espacio de tiempo.

—Mi trabajo está ahí dentro y arrastraré tu culo hasta los tribunales si es preciso.

—Ya no es tu trabajo —dijo Rycroft cansinamente—. Además sabes tan bien como yo que nunca ha sido realmente tu trabajo. Tú has hecho la investigación utilizando el tiempo de la empresa, las instalaciones y el equipo.

Exasperada, Lara soltó un audible suspiro.

—Sí, Edward, soy consciente de ello. Ya casi he terminado, entonces ¿por qué no dejas que acabe las cosas y entonces la compañía tendrá los beneficios de los resultados de los conocimientos adquiridos? —De forma inconsciente, su mano derecha acariciaba los pendientes de zafiros.

—Las decisiones se han tomado en los niveles más altos, y no estoy autorizado a contravenir órdenes —dijo Rycroft.

—Al menos deja que me lleve mis notas…

—Son las notas de GenIntron. En mi opinión, creo que tenemos suficiente personal y recursos para llevar el trabajo a buen término.

Lara frunció el ceño, abrió la boca para discutir, cuando la realidad se le hizo evidente.

—Vas a robar mi trabajo, y apropiártelo para llevarte tú los laureles, ¿verdad?

Su voz se elevó y endureció.

—Tu ambición y tu ego han sobrepasado tanto tu inteligencia y capacidad científica que quieres plagiar mi trabajo para salir adelante.

—Esa acusación que formulas es muy inadecuada. Se trata simplemente de una cuestión de asignación de recursos. Necesitamos tu laboratorio para efectuar un trabajo más vital —empezó Rycroft—. Daiwa Ichiban ha decretado que se deben dedicar los máximos recursos a monetizar la investigación y capitalizarla en oportunidades rentables.

Lara lo miró atónita, con la boca abierta.

Cuando Rycroft habló de nuevo, su voz estaba llena de arrogancia y condescendencia.

—Ya ves, querida, ésta es la realidad. Se acabó tu acceso al laboratorio. Tu sistema de acceso remoto a las cuentas ha sido eliminado. Seguridad ha sido informada de que ya no deben dejarte pasar por la puerta de la compañía. Ahora yo estoy al mando, y ésta es mi última palabra. Ahora vete. Vete a Washington y acepta el puesto como consejera que la Casa Blanca te ofreció. Aquí ya no eres bienvenida.

Lara retrocedió, con los hombros caídos por la derrota. Tan sólo por un momento, Rycroft sonrió abiertamente; el guarda de seguridad se relajó, e incluso Jason Woodruff dejó de bailar de un pie a otro nerviosamente.

Antes de que ninguno de ellos pudiese reaccionar, Lara se abalanzó con rapidez hacia delante, con el brazo derecho doblado como un ala. Usó el codo derecho y el brazo como una porra y golpeó de lleno a Rycroft en la cara, después avanzó rápidamente y le golpeó en los pies, separándolos del suelo y haciéndole caer.

—Monetiza esto, querido —dijo ella.

El guarda de seguridad agarró el spray de pimienta.

—No lo hagas —exclamó Lara y lo agarró por la muñeca; el guarda permaneció inmóvil. Rycroft gemía en el suelo y sangraba por la nariz.

El guarda sobrepasaba una cabeza a Lara, pero ella estaba en mejor forma y él lo sabía. De hecho, en sus primeros días de trabajo, durante la transición, había escuchado atentamente las historias que los guardas del departamento de seguridad habían hecho correr sobre ella; algunas eran verdad, otras eran apócrifas, pero todas trataban de su fuerza y sus capacidades físicas. En concreto, eran verdad las historias sobre su excelencia en las clases de artes marciales y armas de fuego que se les requería a los guardas de seguridad de GenIntron.

—Ayúdale —le dijo Lara al guarda, sin apartar la vista de su rostro y la garra de acero de su muñeca.

—Ahora me iré.

Él dejó que ella le quitase el spray de pimienta de la mano. Se separaron. Cuando el guarda se inclinó para asistir a Rycroft, Lara se dio la vuelta y se alejó.

Los muertos y los moribundos se extendían hacia el crepúsculo como hileras perfectamente plantadas en un jardín que se desvanecía en algún lugar, en el distante horizonte. Bajo los pálidos tonos ocres del sol poniente, Akira Sugawara paseaba entre las hileras de muerte, flanqueado a la izquierda por Tokutaro Kurata y a la derecha por Edward Rycroft. Sonreían y caminaban, como si fuesen granjeros paseando entre una extraordinaria cosecha.

Las plantas de esta plantación les miraban con los rostros tensos y mates por el dolor, con las bocas abiertas de par en par con gritos sin sonido bajo la luz pálida y decreciente. Rycroft sonreía. Todo parecía tan natural, así es cómo debían ser las cosas. Las úlceras y las lesiones, la carne deshaciéndose, los huesos a la vista —bien, así es cómo la cosecha se suponía que debía ser.

Sugawara avanzaba, sin preocuparle no poder escuchar lo que decían Rycroft y su tío, aunque comprendía cada idea y detalle cuando ellos estimaron la cosecha, hablaron del extraordinario resultado obtenido comparado con lo que habían sembrado, cuestionaron a posteriori el tiempo, y anticiparon las recompensas de llevarla al mercado.

Sí, estaban de acuerdo, sería una cosecha extraordinaria, extraordinariamente provechosa, y sobre todo merecía la pena el riesgo que habían corrido.

En tan sólo un momento, el aire se volvió helado mientras el sol se deslizaba hacia el ocaso. Ahora el viento aullaba y se unía a los sordos alaridos de dolor y los gritos de agonía de la gente que se agarraba a sus pies, colgándose de sus pantalones y sus piernas. Sugawara sintió el horror de sus huesudos dedos agarrándose a su carne, luego sintió que se le removían los intestinos cuando la carne empezó a desprenderse de los rostros de Rycroft y Kurata como cera fundiéndose al fuego. Los dos hombres menguaban, y emitían alaridos ululantes sin fin, como sirenas del infierno.

Alrededor de los dos hombres, los rostros de las plantas crecían, las lesiones sanaban, los bebés y las hileras de familias sonreían.

Sugawara pensó en todo esto tan sólo un momento después de que un intenso dolor le atenazase, como si la misma muerte le desgarrase el alma; sintió que le había caído el rostro sobre el pecho. Miró sus manos horrorizado mientras la piel y la carne se desprendían, exponiendo primero la carne supurante, después los tendones y por último los huesos. Las manos agarraron sus entrañas y arrancaron los intestinos.

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