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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego

 

Un virus mortal anda suelto. Un proyecto secreto, devastador, manejado por terroristas, destinado a acabar con los propios enemigos, aunque ello conlleve eliminar países enteros. El único fármaco que puede detenerlo se convierte en un objeto de un valor incalculable por el que algunos están dispuestos a todo.

El misterio desconcierta a médicos y a científicos por igual hasta que la doctora Lara Blackwood decide descubrir la verdadera naturaleza de esa dolencia genocida. Algo más terrible, sin embargo, perturbará la conciencia de la doctora: el malvado proyecto Ojo de Fuego se inspira en realidad en su propio trabajo como experta en biogenética.

¿Podrá Lara descubrir la clave oculta del Ojo de Fuego para llegar al corazón de una conspiración en la que están implicados los poderosos líderes que dominan el mundo?

Lewis Perdue

El ojo de fuego

ePUB v1.0

NitoStrad
17.03.13

Título original:
Slatewiper

Autor: Lewis Perdue

Fecha de publicación del original: enero de 2005

Traducción: Raquel Solá

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A Raymond Verdes (12 de enero de 1930 - 24 de junio de 2002), teniente coronel de la Legión Extranjera Francesa, un hombre amable, gentil, de gran talento, cuya alma guerrera no pudo derrotar. Has ganado la paz final.

Y a su socio y compañero, el doctor Wolfrang Schröder, que ocupa un lugar especial en nuestros corazones. Rogamos para que Dios le dé consuelo.

Nota del autor

Estamos mordisqueando de nuevo de la fruta del árbol del conocimiento, del bien y del mal. El conocimiento ya ha cegado a la humanidad con anterioridad, y los resultados han sido material propio de pesadillas. Los principales expertos en ética biomédica pueden citar sustanciales pruebas de que las condiciones que produjeron las atrocidades médicas de la Alemania nazi y el Japón imperial aún existen hoy, acechando en pasillos de laboratorios y cámaras de contención de alta tecnología de las instituciones de investigación de genética humana de todo el mundo.

Este libro está basado en hechos reales. El doctor Shiro Ishii, el «Mengele japonés» fue teniente general del ejército nipón. El doctor Ishii dirigía un programa oficial del gobierno que autorizaba que se efectuasen atrocidades médicas a prisioneros de guerra de los aliados y civiles chinos, unas atrocidades que igualaron los peores experimentos diabólicos de los nazis. Sin embargo, poca gente sabe algo del doctor Ishii. ¿Por qué lo hemos olvidado?

Recordamos que los nazis asesinaron a más de diez millones de judíos, gitanos, homosexuales, deficientes físicos y psíquicos, disidentes políticos y a otros grupos considerados indeseables por el Tercer Reich. Y, no obstante, poca gente sabe que los japoneses masacraron a más de seis millones de civiles inocentes durante la Segunda Guerra Mundial. Esto los sitúa a la par con los nazis. ¿Por qué lo hemos olvidado?

En la guerra civil de los Balcanes de la década de 1990, los serbios fueron condenados internacionalmente por hacer de la violación un instrumento de guerra, pero hemos olvidado que los japoneses institucionalizaron la violación como parte de su política militar hace ya más de medio siglo. Forzaron a cientos de miles de mujeres en burdeles organizados y dirigidos por el ejército, de manera que las tropas japonesas pudiesen cada día descargarse, mancillándolas una y otra vez. Aquellas mujeres que fueron forzadas a servir las más bajas necesidades del ejército imperial nipón eran madres, viudas, novias, hijas y hermanas.

¿Por qué las hemos olvidado?

¿Por qué los juicios de Nüremberg por crímenes de guerra grabaron tan firmemente los horrores de la Alemania nazi en nuestras conciencias, mientras que poca gente es consciente aún hoy de que los juicios de Tokio a los crímenes de guerra contemplaron los igualmente perversos criminales de guerra?

¿Qué tiene todo esto que ver con el proyecto del genoma humano?

Todos estos años, desde que la primera edición de este libro fue publicada como libro electrónico en la red, en 1996, he luchado con todas estas preguntas y aún no he encontrado ninguna buena respuesta. Por desgracia, mucho de lo que escribí se ha hecho realidad o casi. La primera edición apareció cuatro años antes de que se secuenciase el genoma humano, y cinco años antes de los horribles actos terroristas y asesinatos del 11 de septiembre de 2001. En 1996, muchos pensaron que un complot de armas biológicas que usasen nuevas formas de vida modificadas genéticamente era irreal. Otros pensaron que era absurdo que un solo individuo manipulador, ambicioso y rico pudiese alterar la faz de la política global, capitalizando la frustración, el odio y el extremismo de unos pocos fanáticos.

Por supuesto, Osama bin Laden demostró que el islam puede ser pervertido por la maldad política, de la misma forma satánica que envolvió la cristiandad y el judaísmo en el pasado. Escribí este libro antes de que Al Qaeda se convirtiese en sinónimo de fanatismo irracional, y de que los talibanes se transformaran en consigna de dictadores, opresores, misóginos, traficantes de droga, y que tomaran el nombre de su Dios en vano y blasfemasen contra todo lo que millones de verdaderos musulmanes consideran preciado y sagrado.

Entonces no sabía que mucho de lo que escribí resultaría profético en 2001. Pero ruego en nombre de Dios, al más generoso, más misericordioso, el más preciado y creador de los mundos, el señor del Juicio Final, que nada más de lo que escribí en este libro se haga realidad. Ruego para que este libro sirva ya no más de profecía, sino de lección de que la ambición, la codicia, el ansia de poder, el odio racial y la maldad nos destruirá, a menos que reconozcamos que todos somos hermanos y hermanas bajo nuestra piel y que el Dios que adoramos es el mismo, al margen del nombre que le demos.

Lewis Perdue

Sonoma, California, 25 de noviembre de 2002

Capítulo 1

Las nubes del tifón se arremolinaban amenazantes en el cielo de septiembre de Tokio. Bajo las nubes, en la anticuada prefectura de Toshima, los empleados del Hospital General de Otsuka avanzaban con gran esfuerzo entre la penumbra del mediodía para despejar las aceras de muertos y moribundos antes de que las lluvias torrenciales empezasen a caer.

Cientos de personas, la mayoría enfermas, estaban echadas por todas partes como haces de leña amontonada, envueltos en una fetidez miásmica que brotaba de los abscesos cutáneos y la descomposición sanguinolenta. Algunos permanecían silenciosos, otros gemían con agudos quejidos, todo lo fuerte que sus débiles cuerpos les permitían. Los muñones podridos de los brazos, las piernas y los dedos atraían a las moscas y mostraban los huesos desnudos. La carne parecía deshacerse sobre los esqueletos de los muertos.

Los que estaban en las primeras fases de lo que los periódicos llamaban «la lepra coreana» permanecían sentados con los pantalones o las faldas manchados, con la cabeza inclinada, apoyada entre las rodillas, quejándose y tosiendo. Por todas partes se agrupaban familias enteras, que creaban microcosmos de muchedumbre con sus muertos, moribundos y heridos que aún se tenían en pie. Madres y padres acunaban a sus hijos en un intento fútil de protegerles del horror que los atacaba desde el interior.

Se amontonaban por las aceras, las zonas de césped, las rampas de carga de las ambulancias; llenaban cualquier espacio vacío del recinto del aparcamiento, incluso en los resquicios entre los vehículos. Los realmente afortunados estaban echados unos junto a otros por los vestíbulos de la sala de urgencias, donde los doctores de las Fuerzas de Autodefensa embutían a las víctimas un montón de antibióticos y sueros intravenosos con movimientos existencialmente inútiles.

En el perímetro de los terrenos del hospital, los soldados de las FAD, vestidos con batas desechables, máscaras y guantes de goma, trabajaban en el exterior entre la multitud, cargando a los vivos en camillas y transportes militares. Los restos gelatinosos de los muertos eran recogidos con palas y colocados en un batiburrillo de contenedores, requisados de forma provisional: barriles, tubos de metal, arcones para el hielo, neveras de refrescos e incluso piscinas portátiles para niños.

Entre la mortandad caminaban tres hombres; un japonés de pelo blanco de unos setenta años, que vestía una bata blanca de médico, y dos caucásicos rubios, con vaqueros y camisetas, mucho más altos que él. Cada uno de los altos caucásicos sostenía una gran bolsa de lona. Los tres llevaban puestos guantes de goma y máscaras quirúrgicas, que sólo dejaban al descubierto los ojos.

Los caucásicos se limpiaban constantemente los ojos, que se les humedecían a causa de la intensa neblina cáustica que cubría los terrenos del hospital. A su alrededor, grupos de soldados de las FAD caminaban rociando con unos aplicadores una solución desinfectante de la bomba que llevaban a la espalda en una gran mochila, de las que se suele usar para rociar con sustancias químicas el césped.

El trío se movía de un lado a otro, como si diese bandazos. Daban unos pocos pasos en una dirección y se detenían cuando la figura de la bata blanca se adelantaba a los otros dos, daba la vuelta hacia ellos y les bloqueaba el paso. Intercambiaban palabras, luego uno de los caucásicos iniciaba el movimiento de ir en otra dirección, dejando al japonés atrás, que salía disparado para alcanzarles y repetir el proceso.

—Realmente tenemos controlada la situación —dijo el japonés mientras caminaba de nuevo al lado de los otros dos. El doctor Yoshichika Iwamoto era el administrador jefe del Hospital de Otsuka, catedrático de la Universidad de Tokio y ex miembro del parlamento japonés, el Diet.

—De verdad, no era necesario que viniesen —insistió—. Es muy amable por su parte pero del todo innecesario.

Como muchos doctores japoneses, Iwamoto hablaba inglés. Y, también, como muchos de ellos lo consideraba un idioma bárbaro.

El rostro de Iwamoto no mostraba en absoluto la agitación interna que había provocado la llegada inesperada, media hora antes, de los dos doctores del ejército estadounidense. Lucía su
shiran kao
, su rostro impasible, e intentaba explicarles que se trataba de una epidemia, un tema para especialistas, que ellos solos podían controlar el tema. Para su desespero, los norteamericanos habían demostrado que también eran expertos en este tipo de urgencias médicas, incluso le enseñaron artículos publicados de los que eran coautores y que habían llevado consigo como precaución para anticiparse a las trabas que podrían ponerles.

Lo que en realidad quería explicarles Iwamoto a estos intrusos maleducados era que se trataba de una situación que incumbía a los japoneses, algo parecido a una incidencia familiar que tenía que tratarse de la forma más discreta posible. Primero la cadena estatal NHK, y luego otras cadenas de televisión habían emitido informaciones desde que el brote de lepra coreana se había hecho intolerable hacía una semana. Airear los propios trapos sucios era algo vergonzoso, inaceptable. Entonces movió la cabeza al pensar en las emisiones de noticias y en los artículos de los periódicos que siguieron al brote. Rápidamente habían atraído la atención de los periodistas extranjeros, más
gaijin
. ¿Qué les debe pasar a los japoneses en Japón? Kurata-
san
lo arreglará.

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