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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (65 page)

Las cinco fauces se abrieron y lanzaron una llamada silenciosa que hendió los tímpanos de quienes escuchaban, que tuvieron que apretar los dientes para soportar el dolor y contener las lágrimas.

En respuesta a la llamada, apareció Mina en la arena.

Vestía la armadura negra de los Caballeros de Neraka, que no brillaba con la espeluznante luz sino que era una con la oscuridad de las alas del dragón. No llevaba yelmo y su semblante resaltaba fantasmagóricamente blanco. Sostenía en las manos una Dragonlance. Tras ella, casi perdido en las sombras, se hallaba el minotauro, fiel guardián a su espalda.

Mina contempló a la silenciosa multitud que ocupaba las gradas. Su mirada abarcaba tanto a vivos como a muertos.

—Soy Mina —anunció—. La elegida del Único.

Hizo una pausa, como si esperara vítores a los que tan acostumbrada estaba. Nadie habló, ni vivos ni muertos. Privados de la voz, observaban en silencio.

—Sabed esto —continuó, y su tono sonó frío, imperioso—. El Único es el único dios ahora y para siempre. No vendrán otros. Adoraréis al Único ahora y para siempre. Serviréis al Único ahora y para siempre, en la vida y en la muerte. Quienes sirvan lealmente serán recompensados. Los que se rebelen, serán castigados. En este día, el Único hace manifiesto su poder. En este día, el Único entra en el mundo en forma física y de ese modo une lo inmortal con lo mortal. Libre de moverse entre ambos mundos a voluntad, el Único regirá uno y otro.

Mina alzó la Dragonlance. Antaño una hermosa arma, la brillante lanza plateada relucía fría y lóbrega, su punta manchada de negro con sangre seca.

—Presento esto como prueba del poder del Único. En mi mano sostengo la legendaria Dragonlance. Antaño arma de los enemigos del Único, la Dragonlance se ha convertido en su arma. La hembra de dragón, Malystryx, murió merced a ella, murió por la voluntad del Único. El Único no teme a nada. Como muestra de ello, destruyo la Dragonlance.

Asió el arma con las dos manos y la golpeó contra su rodilla doblada. La lanza se partió en dos como si fuera un palo largo tiempo muerto y seco. Mina tiró los trozos por encima del hombro en un gesto despectivo, y cayeron sobre el suelo de la arena. Su luz plateada titiló breve, valientemente. Las cinco cabezas del dragón escupieron a las dos partes rotas. La luz perdió intensidad y se apagó.

Vivos y muertos observaron en silencio.

* * *

Galdar observaba en silencio.

Se encontraba detrás de Mina, guardándole la espalda, porque en alguna parte, en la oscuridad, merodeaba el extraño elfo, por no mencionar al despreciable Silvanoshei. El minotauro no temía gran cosa de este último, pero estaba decidido a que nadie le sobrepasara. Nadie importunaría a Mina en ese momento, su hora de triunfo.

«Será la única protagonista —se dijo Galdar para sus adentros—. Recibirá todos los honores. Es lo menos que Takhisis puede hacer por ella.» Se repitió lo mismo una y otra vez, pero el temor seguía corroyéndole.

Por primera vez, el minotauro presenciaba el verdadero poder de la Reina Oscura. Contempló con sobrecogimiento el estadio rebosante de personas, atrapadas en vida y llevadas allí a la fuerza para ser testigos de su victoriosa entrada en el reino mortal. Miró con temor reverencial su forma de dragón, cuya inmensa envergadura de alas borraba toda luz de esperanza y traía la noche eterna al mundo.

Comprendió que no la había tenido en cuenta y su alma cayó de hinojos ante ella. Era un esclavo rebelde que había cometido la necedad de intentar ir más allá de lo que le correspondía. Había aprendido la lección. Sería siempre un esclavo, incluso después de morir. Aceptaba su destino porque allí, en presencia de la todopoderosa Reina Oscura, se daba cuenta de que era lo que se merecía.

Pero Mina no. Mina no había nacido para ser esclava. Había nacido para dirigir. Había demostrado su valía, su lealtad. Había pasado a través de sangre y fuego sin demudarse, sin que su fe inquebrantable flaqueara lo más mínimo. Que Takhisis hiciera lo que quisiera con él, que devorara su alma. Mientras a Mina se la honrara y se la recompensara, él se sentiría satisfecho.

—Los enemigos del Único han sido derrotados —gritó Mina—. Sus armas, destruidas. Nadie puede impedir su entrada triunfal en el mundo.

La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.

—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!

Galdar soltó una exclamación ahogada, horrorizado. Quería parar esa locura, quería detener a Mina, pero aunque bramó su protesta, sus palabras fueron un grito silencioso que nadie escuchó.

Las cinco cabezas contemplaron a Mina.

—Acepto tu sacrificio —dijo Takhisis.

Galdar se lanzó hacia adelante y permaneció inmóvil. Levantó el brazo, que no se movió. Sujeto por la oscuridad, sólo podía presenciar cómo todo cuanto había amado y honrado se destruía.

Unos nubarrones negros y pavorosos, surcados de relámpagos, se descolgaron de los Señores de la Muerte. Las nubes se arremolinaron en torno a la Reina Oscura ocultándola a la vista. Las nubes giraron y bulleron, levantando un ventarrón que azotó a Galdar con dolorosa fuerza haciéndolo arrodillarse.

La oración de Mina, su fe, abrió la puerta de la prisión.

Las nubes tormentosas se transformaron en un carro de guerra tirado por cinco dragones. En el carro, con las riendas en la mano, se encontraba Takhisis en su forma de mujer.

Era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante, el aliento tornándose hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.

Su carro de guerra notaba en el aire, sustentado por el aleteo de las alas de los cinco dragones. Takhisis bajó del carro a la arena del estadio. Caminaba sobre los relámpagos, las nubes tormentosas eran su capa, ondeando tras ella.

Takhisis se dirigió hacia Mina. Los cinco dragones alzaron las cabezas y entonaron un himno triunfal.

Galdar no podía moverse, no podía salvarla. El viento lo azotaba con tal fuerza que ni siquiera era capaz de levantar la cabeza. Gritó el nombre de Mina, pero el feroz ventarrón se llevó su voz y su llamada no se oyó.

Mina esbozó una trémula sonrisa.

—Mi reina —susurró.

Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. Mina aguardó, estoica, sin inmutarse.

La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.

Takhisis alargó su mano pero no pudo tocar a Mina.

La joven se quedó desconcertada, sobresaltada. Su cuerpo empezó a temblar. Alargó la mano hacia su reina, pero le fue imposible tocarla.

La mirada de Takhisis se tornó feroz. Sus ojos llameantes irradiaron la luz de su cólera por todo el estadio.

—¡Criatura desobediente! —bramó—. ¿Cómo osas oponerte a mi deseo?

—¡No me opongo! —jadeó, temblorosa, Mina—. Juro que no...

—No es ella la que se opone. Soy yo —dijo una voz.

El extraño elfo pasó junto a Galdar y lo dejó atrás.

El viento de la Reina Oscura sopló con furia alrededor del elfo y lo golpeó. Sus relámpagos se descargaron sobre él con intención de calcinarlo. Sus truenos retumbaron ensordecedores para aplastarlo. El elfo cayó derribado por los rayos, pero volvió a levantarse y continuó caminando. Impertérrito, sin temor, llegó ante la Reina de la Oscuridad.

—¡Paladine! ¡Mi querido hermano! —Takhisis escupió las palabras—. Así que has encontrado tu mundo perdido. —Se encogió de hombros—. Llegas demasiado tarde. No puedes detenerme. —Con aire divertido hizo un gesto hacia las gradas.

»
Busca un sitio. Ponte cómodo. Me alegra que hayas venido. Así presenciarás mi triunfo.

—Te equivocas, hermana —contestó el elfo con vibrante voz plateada—. Podemos detenerte. Sabes que podemos. Está escrito en el libro. Todos estamos de acuerdo.

Las llamas de los ojos de la Reina Oscura temblaron. Los dedos de largas garras se crisparon. Por un instante la duda, la ansiedad, estropeó su belleza cristalina. Sólo durante un instante. Después sus dudas se disiparon y su belleza recobró todo su esplendor.

Sonrió.

—Tú no me harías eso, hermano —dijo, mirándolo con desdén—. El grande y poderoso Paladine jamás realizaría ese sacrificio.

—Me juzgas mal, hermana. Ya lo he hecho.

El elfo metió la mano en un saquillo que llevaba colgado al costado y sacó un pequeño cuchillo, una daga que antaño perteneció a un kender conocido suyo.

Paladine pasó la hoja sobre la palma de su mano.

La sangre manó de la herida y goteó sobre la arena del estadio.

—El equilibrio ha de mantenerse —dijo—. Soy mortal. Como tú.

Las nubes tormentosas, los dragones, los relámpagos, el carro de guerra, todo desapareció. El sol resplandeció intensamente en el cielo azul. Las gradas del estadio se quedaron vacías de repente, a excepción de los dioses.

Iban a someter a juicio la cuestión.

Cinco del lado de la luz: Mishakal, la dulce diosa de la curación; Kiri-Jolith, adorado por los Caballeros de Solamnia; Majere, amigo de Paladine, venido del Más Allá; Habbakuk, dios del mar; Branchala, cuya música tranquiliza el corazón.

Cinco ocupaban el lado de la oscuridad: Sargonnas, dios de la venganza, que se mostraba impasible ante la caída de su consorte; Morgion, dios de la enfermedad y la podedrumbre; Chemosh, señor de los muertos vivientes, encolerizado por la intrusión de Takhisis en lo que había sido su ámbito de competencia; Zeboim, que la culpaba por la muerte de su amado hijo, Ariakan; Hiddukel, al que sólo le importaba que el equilibrio de la balanza se mantuviera.

Entre unos y otros se encontraban seis más: Gilean, que sostenía el libro; Sirrion, dios del fuego; Shinare, dios del comercio; Reorx, el forjador del mundo; Chislev, diosa de la naturaleza y los bosques; Zivilyn, que de nuevo veía el pasado, el presente y el futuro.

Los tres hijos, Solinari, Nuitari y Lunitari, estaban juntos, como siempre.

Un lugar en el lado de la luz se hallaba vacío.

También en el lado de la oscuridad había uno vacío.

Takhisis los maldijo. Gritó de rabia, ahora con una voz, no con cinco, y era la voz de un ser mortal. El fuego de sus ojos, que antes abrasaba al propio sol, se redujo a la llama de una vela que podía apagarse de un soplo. El peso de la carne y los huesos la hizo bajar del éter. El palpito del corazón resonaba en sus oídos, cada latido como un anuncio de que algún día la rítmica pulsación se pararía y llegaría la muerte. Tenía que respirar o asfixiarse. Tenía que trabajar para inhalar aire una vez tras otra. Sentía los pinchazos del hambre que jamás había conocido y todos los demás dolores de su débil y frágil cuerpo. Ella, que había atravesado los cielos y vagado entre las estrellas, bajó la vista y miró con desprecio los dos pies con los que ahora tenía que caminar.

Alzó los ojos, que estaban irritados por la arena y ardientes por la cólera, y vio a Mina plantada delante de ella, joven, fuerte, hermosa.

—Esto es obra tuya —despotricó—. Actúas en connivencia con ellos para provocar mi caída. ¡Querías que entonaran tu nombre, no el mío!

Takhisis desenvainó su espada y se abalanzó contra Mina.

—¡Seré mortal, pero todavía puedo dar muerte!

Galdar lanzó un bramido estruendoso. Saltó para frenar la estocada, para ponerse delante de Mina y cubrirla con su cuerpo, alzó la espada para defenderla.

La hoja de la Reina Oscura trazó un violento arco descendente y la hoja seccionó el brazo derecho del minotauro a la altura del hombro.

Mano, brazo y espada cayeron a los pies de Galdar y quedaron en un charco de sangre. El minotauro cayó de rodillas, luchó contra el dolor y la conmoción que pugnaban por dejarlo sin sentido.

La Reina Oscura enarboló la espada y la sostuvo sobre la cabeza de Mina.

—Perdonadme —musitó la joven, que se preparó para el inminente golpe.

Sintiendo que la vida se le escapaba, Galdar estaba a punto de intentar una arremetida desesperada cuando algo lo golpeó por detrás. El minotauro alzó los ojos vidriosos y vio a Silvanoshei de pie junto a él.

El elfo sostenía en la mano el fragmento olvidado de la Dragonlance. Arrojó la lanza, la impulsó con toda la fuerza que le daba la angustia y la culpabilidad, con la potencia que le prestaban su miedo y su amor.

El arma alcanzó a Takhisis alojándose en su pecho.

La Reina Oscura bajó la vista, conmocionada, y vio la lanza sobresaliendo de su carne. Sus dedos se movieron para tocar la brillante y oscura sangre que manaba por la terrible herida. Dio un traspié y empezó a desplomarse.

Mina saltó hacia adelante al tiempo que emitía un grito de dolor y amor. Sostuvo a la moribunda reina en sus brazos.

—No me dejes, madre —gritó—. ¡No me dejes sola!

Takhisis no le hizo el menor caso. Tenía los ojos fijos en Paladine, y en ellos su odio ardía infinito, eterno.

—Lo he perdido todo, pero tú también. El mundo en el que tanto te deleitabas nunca volverá a ser igual. Al menos, eso sí lo he hecho.

La sangre manchó los labios de la reina. Tosió y se esforzó por inhalar un último aliento.

—Algún día conocerás el dolor de la muerte. Y lo que es peor, hermano —sonrió Takhisis sombría, despectivamente, mientras la oscuridad nublaba sus ojos—, conocerás el dolor de la vida.

Exhaló aire teñido de sangre. Su cuerpo se estremeció y sus manos cayeron fláccidas. La cabeza se dobló hacia atrás y reposó en el brazo de Mina. Sus ojos abiertos miraban fijamente la noche que había gobernado tanto tiempo y que no volvería a gobernar jamás.

Mina apretó a la reina muerta contra su pecho y la meció mientras sollozaba. Los demás —Galdar, el extraño elfo, los dioses— guardaban silencio, conmocionados. Sólo se escuchaban los desgarrados sollozos de la joven. Silvanoshei, con los labios blancos y la tez cenicienta, le puso la mano sobre el hombro.

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