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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (63 page)

Para conseguirlo, Takhisis necesitaba entrar en el mundo. Controlaba la puerta del reino espiritual, pero no podía abrir la del físico. Para eso necesitaba a Mina. La había elegido y la había preparado para esa única tarea. Había allanado el camino de la muchacha, había quitado de en medio a sus enemigos. Ahora estaba cerca de satisfacer su desmesurada ambición. No temía que se le arrebatara el mundo en el último momento. Tenía el control de todo. Nadie podía desafiarla. Sin embargo, estaba impaciente. Impaciente por iniciar la batalla que terminaría con su triunfo final.

Instó a Mina a darse prisa. «Mata a esos desdichados —ordenó—, si no se apartan de tu camino.»

Mina cogió la espada de alguien y la alzó en el aire. Ya no veía personas. Veía bocas abiertas, sentía manos ansiosas agarrándola. Los vivos la rodeaban, asiéndola, gritando y balbuciendo, pegando los labios a su piel.

—¡Mina! ¡Mina! —clamaban, y sus gritos se tornaron chillidos cuando las manos empezaron a caer.

Las calles se quedaron desiertas, y fue sólo entonces cuando oyó el horrorizado bramido de Galdar y vio la sangre en la espada, en sus manos, en los cuerpos sangrantes que yacían en la calle y fue consciente de lo que había hecho.

—Me ordenó que me diera prisa —dijo—, y no se apartaban de mi camino.

—Ahora ya lo han hecho —musitó Galdar.

Mina contempló los cadáveres. Conocía a algunos. Ahí estaba un soldado que la había acompañado desde el cerco a Sanction. Yacía en un charco de sangre. Lo había atravesado con la espada. Guardaba un borroso recuerdo de verlo suplicando para que le perdonara la vida.

Pasó sobre los cadáveres y siguió su camino, sin soltar la espada, aunque no tenía práctica en el uso de esa arma y la asía torpemente, notando la mano pringosa de sangre.

—Ve delante, Galdar —ordenó—. Despeja el camino.

—No sé a dónde vamos, Mina. El templo en ruinas se encuentra fuera de la muralla, al otro lado del río de lava. ¿Cómo vas desde aquí?

—Por esta calle —señaló con la espada—, siguiendo la muralla. Justo enfrente del Templo de Duerghast hay una torre. Dentro de ella, un túnel conduce por debajo de la muralla y del foso de lava, va directamente al templo.

Reemprendieron la marcha a todo correr.

—Aprisa —ordenó Takhisis.

Mina obedeció.

* * *

Los primeros dragones aparecieron volando a gran altura, sobre las montañas. Las primeras oleadas del miedo al dragón comenzaron a surtir efecto en los defensores de Sanction. La luz del sol se reflejaba en las escamas doradas y plateadas, arrancaba destellos en las armaduras de los jinetes de dragones. Sólo en las grandes guerras del pasado se habían reunido tantos dragones de la luz para ayudar a humanos y elfos en su causa. Volaban en grandes formaciones de líneas en fondo, con los rápidos Plateados a la cabeza y los Dorados, más pesados, detrás.

Una extraña niebla empezó a fluir muralla arriba, a esparcirse por las calles y callejones. A Galdar le pareció extraño que se levantara niebla tan de repente, en un día soleado, y de pronto advirtió que la niebla tenía ojos, bocas y manos. El minotauro alzó la vista hacia el cielo azul a través de la heladora niebla. Los rayos del astro incidieron en el vientre de un Dragón Plateado, irradiando una luz argéntea tan intensa que atravesó la niebla como hace el sol en un caluroso día veraniego.

Los espíritus eludieron la luz, buscaron la oscuridad, se escabulleron en callejones o al abrigo de la sombra arrojada por las altas murallas.

Los dragones no tenían miedo de las almas de humanos, goblins y elfos muertos.

Galdar imaginó los chorros de fuego expulsados por los Dragones Dorados incinerando a todos los que defendían las murallas, derritiendo armaduras, fundiéndolas con la carne viva mientras los hombres aullaban en su agonía. La imagen era vivida y colmó su mente, de manera que casi percibió el hedor a carne quemada y escuchó los gritos de muerte. Las manos empezaron a temblarle y la boca se le quedó seca.

«Miedo al dragón —se repitió para sus adentros una y otra vez—. Miedo al dragón. Pasará. Deja que pase.»

Miró a Mina para comprobar cómo le iba a ella. Estaba pálida pero tranquila. Los vacíos ojos ambarinos miraban fijamente al frente, no hacia el cielo o a las murallas desde las que los hombres empezaban a saltar de puro terror.

Los Plateados volaban por encima de ellos a gran velocidad, muy bajo. Era la primera oleada y no atacaron. Se limitaban a propagar el miedo, suscitando pánico, reconociendo el terreno. Las sombras de las relucientes alas se deslizaban sobre las calles haciendo que la gente corriera loca de terror. Aquí y allí, algunos dominaban el miedo, se sobreponían a él. Una balista disparó. Un par de arqueros lanzaron flechas que se elevaron en arco hacia el cielo, en un fallido intento de conseguir dar en el blanco por chiripa. En su mayoría, los hombres se apelotonaban encogidos al resguardo de las sombras de las murallas y respiraban de forma entrecortada, estremecida, esperando que todo pasara; que pasara, por favor.

El miedo que se apoderó de la población obró a favor de Mina. Los que antes abarrotaban las calles habían huido despavoridos a esconderse en sus casas o en las tiendas, buscando un refugio inexistente ya que el fuego de los Dorados podía derretir la piedra. Pero al menos abandonaron las calles, y Mina y Galdar avanzaron con rapidez.

Al llegar a una de las torres de guardia que se alzaban en la muralla, Mina abrió de un tirón la puerta que había en la base de la torre. Apenas quedaba nadie en ella, ya que la mayoría de sus defensores habían huido. Los que permanecían dentro, al oír el golpe de la puerta se asomaron atemorizados a la escalera de caracol.

—¿Quién anda ahí? —preguntó uno con voz entrecortada.

Mina no se dignó contestar, y los soldados no se atrevieron a bajar para averiguar quién era. Galdar escuchó sus pisadas que se retiraban lo más posible de las almenas.

Tomó dos antorchas y las acercó a una mecha de combustión lenta que ardía en un barril. Cuando las tuvo prendidas, Mina le cogió una y se puso delante para descender por un tramo de oscuros escalones de piedra que conducían a lo que parecía un muro ciego, si bien la joven se encaminó hacia él sin vacilar y lo atravesó. O el muro era una ilusión o la Reina Oscura había hecho que la sólida piedra se disolviera. Galdar lo ignoraba, y tampoco tenía intención de preguntar. Apretó los dientes y caminó a grandes zancadas detrás de ella, convencido de que se aplastaría los sesos contra la roca.

Entró en un túnel oscuro en el que había un intenso olor a azufre. Las paredes estaban calientes. Mina se le había adelantado un buen trecho y el minotauro tuvo que apresurarse para alcanzarla. El túnel estaba construido para humanos, no para minotauros, y tuvo que correr con los hombros encorvados y la astada cabeza agachada. El calor aumentó. Supuso que estaban pasando directamente por debajo del foso de lava. El túnel parecía antiguo, y Galdar se preguntó quién lo habría construido y para qué; más preguntas a las que nunca tendría respuesta.

El pasadizo acababa en otro muro. Galdar sintió alivio al ver que Mina no atravesaba éste también, sino que entró por una puerta pequeña. Pasó con dificultad detrás de ella, por la estrechez del hueco, y salió a una celda.

Las ratas chillaron e hicieron ruidos de protesta por la luz, y se escabulleron con rapidez. El suelo estaba cubierto por una capa de cierto tipo de insectos que se arrastraban metiéndose por agujeros y grietas de las paredes derruidas. La puerta de la celda colgaba de un único gozne oxidado.

Mina salió de la celda a un corredor. Galdar atisbo otras celdas a lo largo del pasillo y supo dónde se encontraba: las mazmorras en los sótanos del Templo de Duerghast.

Recordando lo que sabía de ese templo, supuso que aquéllas eran las cámaras de tortura donde antaño se «interrogaba» a los prisioneros del ejército de los Dragones. La luz de su antorcha no penetraba las tinieblas a mucha distancia, cosa que el minotauro agradeció.

Detestaba ese sitio, deseaba encontrarse fuera de él, estar en cualquier otro lugar menos allí, incluso en la ciudad, aunque ésta se hallara abarrotada de Dragones Dorados. Los gritos de los moribundos impregnaban estos oscuros corredores, las paredes rezumaban lágrimas y sangre.

Mina no miró a izquierda ni a derecha. La luz de la antorcha iluminó un tramo de escalera que subía. Mientras remontaban los peldaños, Galdar tuvo la sensación de que se arrastraba de vuelta de la muerte. Llegaron al primer nivel, la planta principal del templo.

Se habían abierto grietas en las paredes y Galdar notó un soplo de aire fresco. A pesar del intenso tufo a azufre por culpa del foso de lava, el aire allí arriba olía mejor que en el nivel inferior. Respiró hondo.

Rayos de sol preñados de motas de polvo se filtraban por las grietas. Galdar iba a apagar la antorcha, pero Mina lo detuvo.

—Déjala encendida —le dijo—. Necesitaremos luz adonde vamos.

—¿Y dónde es eso? —preguntó él, temiendo que le contestara que a la nave del altar.

—Al estadio.

Se puso en marcha a la cabeza, caminando entre las ruinas con rapidez y sin vacilación. Galdar reparó en que había montones de cascotes amontonados a los lados para despejar corredores antes obstruidos.

—¿Hiciste este trabajo tú, Mina? —preguntó, maravillado.

—Tuve ayuda.

Galdar imaginó la clase de ayuda que había recibido y lamentó haberle preguntado.

A diferencia de los humanos, al minotauro no le desagradaba la idea de que un templo contara con un estadio al aire libre donde la gente pudiera ir a presenciar deportes sangrientos. Ese tipo de competiciones formaba parte de la tradición del pueblo minotauro, y se utilizaba para solventarlo todo, desde enemistades familiares a disputas matrimoniales, pasando por la elección de un nuevo emperador. Le había sorprendido que a los humanos les pareciera una costumbre bárbara tales competiciones. Para él, las intrigas políticas, maliciosas y proclives a clavar cuchillos por la espalda a la que eran tan aficionados los humanos, sí eran una práctica bárbara.

El estadio se abría al aire libre y se veía desde las murallas más altas de Sanction. Galdar ya se había fijado en él con interés anteriormente al tratarse del único estadio que había visto en territorio de humanos. Estaba construido en la ladera de la montaña y las gradas cerraban la arena formando un semicírculo. Era pequeño en comparación con los de los minotauros, y se encontraba en ruinas. Se habían abierto grandes grietas en las gradas, y el suelo tenía agujeros.

Galdar siguió a Mina por los polvorientos corredores hasta que llegaron a un gran portal que daba acceso al estadio. Mina entró en él, seguida del minotauro, y pasaron de la luz del día a la más oscura noche.

El minotauro se paró en seco y parpadeó, asaltado por el repentino temor de que se hubiera quedado ciego. Le llegaban los olores familiares del exterior, incluido el azufre del foso de lava. Sentía el roce del aire en la cara. También debería percibir la calidez del sol en el rostro, ya que sólo unos segundos antes veía la luz del astro y el cielo azul entre las grietas del techo. Alzó la vista y contempló un cielo negro, sin estrellas, sin nubes. Se estremeció de la cabeza a los pies y dio un paso atrás de manera involuntaria. Mina le agarró de la mano.

—No tengas miedo —susurró—. Estás en presencia del Único.

Habida cuenta de su último encuentro, la idea de hallarse en presencia de Takhisis no le resultó tranquilizadora, sino que reforzó su decisión de marcharse. Había cometido un error al ir allí. Lo había hecho por amor a Mina, no por amor a Takhisis. Aquél no era su sitio, no era bien recibido.

Una escalera descendía desde el nivel del suelo hasta la arena.

Mina le soltó la mano. La chica tenía prisa y bajó rápidamente los peldaños, segura de que la seguiría. Las palabras para despedirse de ella se le atascaron en la garganta. Tampoco unas palabras iban a cambiar las cosas. Ella le odiaría, le detestaría por lo que iba a hacer. Daría lo mismo, dijera lo que dijera. Se volvía para marcharse, para volver a la luz del sol aunque ello significara encontrarse con los dragones y la muerte, cuando oyó gritar a Mina.

Actuando de manera instintiva, temiendo por su vida, el minotauro desenvainó la espada y bajó corriendo la escalera.

—¿Qué haces aquí, Silvanoshei, merodeando en las sombras como un asesino? —demandó Mina.

Su tono era frío, pero la voz le temblaba. La luz de la antorcha que sostenía oscilaba por el temblor de su mano. La había cogido desprevenida, por sorpresa.

Galdar reconoció al rey elfo perdidamente enamorado de la joven. El joven silvanesti tenía el semblante mortalmente pálido. Estaba delgado y demacrado, y sus finos ropajes, hechos andrajos. Sin embargo, no tenía aquella expresión desesperada, hundida. Su actitud era serena, más que la de Mina.

La palabra «asesino» y la extraña serenidad del joven elfo hizo que Galdar enarbolara la espada. La habría descargado sobre su cabeza, partiendo en dos al elfo, si Mina no lo hubiera detenido.

—No, Galdar —ordenó, y su voz rebosaba desprecio—. No es ninguna amenaza para mí. Sería incapaz de hacerme daño. Sólo conseguirías que su abyecta sangre profanara el sagrado suelo que pisa.

—Vete, pues, escoria —instó Galdar, que bajó el arma a regañadientes—. Mina perdona tu despreciable vida. Acéptala y márchate.

—No antes de decir algo —manifestó Silvanoshei con gran dignidad—. Cómo lo siento, Mina. Cómo me apena lo que te ha ocurrido.

—¿Que te doy pena yo? —Mina lo miró con desprecio—. Siente pena por ti. Caíste en la trampa del Único. Los elfos serán aniquilados, total, absolutamente. Miles han caído ya ante mi poder y caerán miles más hasta que todos los que se me oponen hayan perecido. Por tu culpa, por tu debilidad, tu pueblo será barrido. ¿Y yo te doy pena?

—Sí. No fui el único que cayó en la trampa. Si hubiese sido más fuerte quizás habría podido salvarte, pero no lo fui. Eso es lo que siento.

Mina lo miró de hito en hito y sus ojos ambarinos se endurecieron a su alrededor como si quisiera estrujarlo hasta dejarlo sin vida.

El elfo permaneció firme, los ojos llenos de pesar. Mina le dio la espalda, desdeñosa.

—Tráelo —ordenó a Galdar—. Presenciará el final de lo que le es más querido.

—Mina, deja que lo mate... —empezó el minotauro.

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