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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (42 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Con gran asombro mío, me dio las gracias casi con efusión por estas palabras. Pasando su brazo por debajo del mío con la familiaridad intermitente que ya me había chocado en Balbec y que contrastaba con la dureza de su acento:

—Con la falta de consideración propia de su edad —me dijo—, podría usted tener a veces frases capaces de abrir un abismo infranqueable entre nosotros. Las que acaba de pronunciar, por el contrario, pertenecen al género de ellas, capaz justamente de llegarme a lo vivo y de obligarme a hacer mucho por usted.

Mientras seguía andando llevándome cogido de bracero y diciéndome estas palabras que, aunque entreveradas de desdén, eran tan afectuosas, el señor de Charlus clavaba tan pronto en mí sus miradas con la intensa fijeza, con la dureza penetrante que me había llamado la atención la primera mañana que le había visto delante del casino, en Balbec —e incluso muchos años antes, al pie del espino rosa, junto a la señora de Swann, a quien creía yo entonces su querida, en el parque de Tansonville—, como las hacía errar en torno suyo y examinar los coches que pasaban, bastante numerosos a aquella hora de relevo, con tal insistencia que varios de ellos se detuvieron, porque el cochero había creído que queríamos alquilarle. Pero el señor de Charlus los despedía inmediatamente:

—No me conviene ninguno de ellos —me dijo—; todo es una cuestión de faroles, del barrio a que vuelven. Quisiera, caballero —me dijo—, que no pudiera usted engañarse respecto al carácter puramente desinteresado y caritativo de la proposición que voy a hacerle.

Yo estaba asombrado de hasta qué punto se parecía su dicción a la de Swann, todavía más que en Balbec.

—Supongo que será usted bastante inteligente para no creer que si me dirijo a usted sea por «falta de relaciones», por temor a la soledad y al aburrimiento. No es cosa que me guste mucho hablar de mí mismo, caballero; pero, en fin, acaso se haya enterado usted de ello; un artículo bastante resonante del
Times
ha hecho alusión al caso: el emperador de Austria, que me ha honrado siempre con su benevolencia y tiene la bondad de sostener conmigo relaciones de parentesco, ha declarado hace poco, en una conversación que se ha hecho pública, que si el señor conde de Chambord hubiese tenido a su lado un hombre que poseyera tan a fondo como yo las interioridades de la política europea, sería hoy rey de Francia. A menudo he pensado, caballero, que había en mí, no por obra de mis pobres dotes, sino de algunas circunstancias que acaso conozca usted un día, algo así como un archivo secreto e inestimable, que no he creído que debiera utilizar yo personalmente, pero que no tendría precio para un hombre al que entregaría en unos meses lo que he tardado más de treinta años en adquirir y que acaso soy el único en poseer. No hablo de los goces intelectuales que encontraría usted al enterarse de ciertos secretos que un Michelet de nuestros días hubiera dado años enteros de vida por conocer, y gracias a los cuales determinados acontecimientos cobrarían a sus ojos un aspecto completamente diferente. Y no hablo sólo de los acontecimientos realizados, sino del encadenamiento de circunstancias —era ésta una de las expresiones favoritas del señor de Charlus, y con frecuencia, cuando la pronunciaba, juntaba las manos como cuando quiere uno rezar, pero con los dedos rígidos y como para hacer comprender por medio de este complejo esas circunstancias que no especificaba, y su encadenamiento—. Le daría a usted una explicación desconocida no sólo del pasado, sino del porvenir.

El señor de Charlus se interrumpió para hacerme algunas preguntas a cuenta de Bloch, de quien habían estado hablando sin que pareciera que el barón lo oyese en casa de la señora de Villeparisis. Y con el acento con que sabía alejar tan bien lo que decía que parecía estar pensando en cualquier otra cosa y hablar maquinalmente, por simple cortesía, me preguntó si mi camarada era joven, si era guapo, etc. Bloch, de haberle oído, se hubiera encontrado en mucho mayor apuro aún que con el señor de Norpois, pero por razones harto diferentes, para saber si el señor de Charlus estaba en pro o en contra de Dreyfus.

—No va usted descaminado, si es que quiere instruirse —me dijo el señor de Charlus después de haberme hecho esas preguntas acerca de Bloch—, en tener entre sus amigos a algunos extranjeros.

Respondí que Bloch era francés.

—¡Ah! —dijo el señor de Charlus—. ¡He creído que era judío!

La declaración de esta incompatibilidad me hizo creer que el señor de Charlus era más antidreyfusista que ninguna de cuantas personas había encontrado yo hasta entonces. Lejos de ello, protestó contra la acusación de traición lanzada contra Dreyfus. Pero fue en esta forma: «Creo que los periódicos dicen que Dreyfus ha cometido un crimen contra su patria; creo que lo dicen, no pongo atención en los periódicos, los leo lo mismo que me lavo las manos, sin juzgar que la cosa valga la pena de interesarme. En todo caso, el crimen no existe; el compatriota de su amigo de usted habría cometido un crimen si hubiera traicionado a Judea, pero ¿qué tiene que ver él con Francia?». Le objeté que si alguna vez había una guerra, los judíos serían movilizados ni más ni menos que los demás. «Es posible, y no es muy seguro que no sea una imprudencia. Pero si hacen venir senegaleses y malgaches, no creo que pongan un gran entusiasmo en defender a Francia, y es muy natural que así sea. Su Dreyfus podría más bien ser condenado por infracción de las reglas de la hospitalidad. Pero dejemos esto. Quizá pudiera usted pedirle a su amigo que me hiciese asistir a alguna hermosa fiesta del templo, a una circuncisión, a unos cantos judíos. Acaso pudiera alquilar una sala y proporcionarme algún espectáculo bíblico, del mismo modo que las muchachas de Saint-Cyr representaron escenas sacadas de los Salmos por Racine para distraer a Luis XIV. Tal vez pudiese usted disponer, incluso, algunos trozos para hacer reír. Por ejemplo, una lucha entre su amigo de usted y su padre, en que aquél le hiriera, como David y Goliat. Resultaría una farsa bastante chusca. Su amigo podría, inclusive, mientras está en ello, zurrar a golpes redoblados el pellejo, o, como diría mi criada vieja, a la pelleja de su madre. Ahí tiene usted una cosa que estaría muy bien y que no nos aburriría ni mucho menos, ¿eh, amiguito?, ya que nos gustan los espectáculos exóticos y que el vapulear a esa criatura extraeuropea sería aplicar un merecido correctivo a un camello viejo». Al decir estas palabras terribles y poco menos que de loco, el señor de Charlus me apretaba el brazo hasta hacerme daño. Yo me acordaba de la familia del señor de Charlus, que citaba tantos rasgos de bondad admirables, por parte del barón, para con la misma criada vieja cuya jerga molieresca acababa de recordar, y me decía que sería interesante establecer, por diversas que puedan ser, las diferencias, poco estudiadas hasta aquí, a lo que me parecía, entre la bondad y la perversidad en un mismo corazón.

Le advertí que, en todo caso, la señora de Bloch no existía, y que en cuanto al señor Bloch no estaba yo muy seguro de hasta qué punto le haría gracia un juego que podía muy bien saltarle los ojos. El señor de Charlus pareció enfadarse: «Ahí tiene usted —dijo— una mujer que ha hecho muy mal en morirse. En cuanto a lo de saltar los ojos, justamente la Sinagoga es ciega, no ve las verdades del Evangelio. De todas maneras, figúrese usted, en este momento en que todos esos desdichados judíos tiemblan ante el furor estúpido de los cristianos, qué honra sería para ellos ver que un hombre como yo condescendía hasta divertirse con sus juegos». En ese momento vi al padre de Bloch que pasaba, dirigiéndose sin duda al encuentro de su hijo. No nos veía, pero me ofrecí al señor de Charlus para presentárselo. No podía yo suponer la cólera que iba a desencadenar en mi acompañante: «¡Presentármelo! ¡Pero es que hace falta que tenga usted muy poco sentido de los valores! A mí no me conoce tan fácilmente como todo eso la gente. En el presente caso, la indignidad sería doble, debido a la juventud del presentante y a la indignidad del presentado. A lo sumo, si un día me ofrecen el espectáculo asiático que he apuntado, podré dirigir a ese espantoso hominicaco algunas frases llenas de benevolencia. Pero a condición de que se haya dejado zurrar copiosamente por su hijo. Podría llegar hasta a expresar mi satisfacción». Por lo demás, el señor Bloch no reparaba ni poco ni mucho en nosotros. Estaba dirigiendo a la señora de Sazerat en aquel momento grandes saludos, muy bien recibidos por ella. Yo estaba pasmado ante el caso, ya que en otro tiempo, en Combray, la señora de Sazerat se había mostrado indignada porque mis padres hubiesen recibido al joven Bloch; hasta tal punto era antisemita. Pero el dreyfusismo, como una corriente de aire, había hecho volar hacía algunos días hasta ella al señor Bloch. Al padre de mi amigo le había parecido la señora de Sazerat encantadora y se sentía particularmente halagado por el antisemitismo de aquella dama, que se le antojaba una prueba de la sinceridad de su fe y de la verdad de sus opiniones dreyfusistas, y que daba asimismo más valor a la visita que la de Sazerat le había autorizado a hacerle. Ni siquiera se había sentido ofendido porque ella hubiese dicho atolondradamente delante de él: «El señor Drumont tiene la pretensión de meter a los revisionistas en un mismo saco con los protestantes y los judíos. ¡La promiscuidad es encantadora!». «Bernard —había dicho orgullosamente el señor Bloch, al volver a su casa, al señor Nissim Bernard—, ¿sabes una cosa? ¡Tiene el prejuicio!». Pero el señor Nissim Bernard no había respondido nada, lanzando al cielo una mirada de ángel. Contristado por la desgracia de los judíos, acordándose de sus amistades cristianas, haciéndose amanerado y redicho a medida que pasaban los años, por razones que más tarde se verán, tenía ahora la apariencia de una larva prerrafaelista en que se habían plantado suciamente algunos pelos, como unos cabellos ahogados en un ópalo. «Toda esta cuestión de Dreyfus —continuó el barón, que seguía agarrándome del brazo—, no tiene más que un inconveniente, y es que destruye la sociedad (no digo la buena sociedad; hace ya mucho tiempo que la sociedad no merece ese epíteto encomiástico), gracias a la afluencia de señores y señoras del Camello, de la Camellería, en fin, de gentes desconocidas, con las que me encuentro hasta en casa de mis primos, porque forman parte de la Liga de la Patria Francesa, antijudía y no sé qué más, como si una opinión política diese derecho a una calificación social». Esta frivolidad del señor de Charlus le emparentaba aún más con la duquesa de Guermantes. Le hice notar el parecido. Como parecía creer que yo no conocía a la duquesa, le recordé la tarde de la Opera, en que parecía como si quisiera esconderse de mí. Me dijo con tal fuerza que no me había visto en absoluto, que hubiera acabado por creerle si, poco después, un pequeño incidente no me hubiese dado motivo para pensar que al señor de Charlus, demasiado orgulloso acaso, no le gustaba que le viesen conmigo.

—Volvamos a usted —me dijo el señor de Charlus— y a mis proyectos respecto de usted. Existe entre ciertos hombres, caballero, una francmasonería de que no puedo hablarle, pero que cuenta en sus filas en este momento con cuatro soberanos de Europa. Ahora bien, los allegados a uno de ellos quieren curarle de su quimera. La cosa es muy grave y puede traernos la guerra. Sí, así como suena, caballero. Ya conoce usted la historia del hombre que creía tener encerrada en una botella a la princesa de la China. Era una locura. Le curaron de ella. Pero desde el momento en que dejó de estar loco se volvió tonto. Hay enfermedades de que no hay que tratar de curarse, porque sólo ellas nos protegen contra otras más graves. Un primo mío tenía un padecimiento al estómago, no podía digerir nada. Los especialistas del estómago más sabios le trataron sin resultado. Le llevé a cierto médico (otro ser muy curioso, entre paréntesis, y acerca del cual habría mucho que decir). Este adivinó inmediatamente que la enfermedad era nerviosa. Convenció a su enfermo, le ordenó que comiese sin miedo alguno lo que quisiera y que siempre sería bien tolerado. Pero mi primo tenía también una nefritis. Lo que el estómago digiere perfectamente, el riñón acaba por no poder eliminarlo, y mi primo, en vez de llegar a viejo con una enfermedad imaginaria del estómago que le obligaba a seguir un régimen, se murió a los cuarenta años, curado del estómago, pero con el riñón perdido. Usted, que tiene un formidable anticipo de su propia vida, quién sabe si llegará a ser acaso lo que hubiera podido ser un hombre eminente del pasado si un genio bienhechor le hubiese revelado, en medio de una humanidad que las ignorase, las leyes del vapor y de la electricidad. No sea usted tonto, no se niegue por discreción. Comprenda usted que si yo le presto un gran servicio, no presumo que el que usted haya de prestarme sea menor. Hace mucho tiempo que han dejado de interesarme los hombres de mundo; ya no tengo más que una pasión: la de tratar de redimir los yerros de mi vida haciendo que saque provecho de lo que sé, un alma virgen aún capaz de inflamarse con la virtud. He pasado grandes penas, caballero, que acaso le cuente a usted algún día; he perdido a mi mujer, que era el ser más hermoso, más noble, más perfecto que pudiera soñarse. Tengo parientes jóvenes que no son, no digo ya dignos, pero ni siquiera capaces de recibir la herencia moral de que le estoy hablando a usted. Quién sabe si no será usted el hombre a cuyas manos puede ir esa herencia, el hombre cuya vida podré dirigir yo y elevar a un nivel tan alto. La mía ganaría con ello, de añadidura. Quizá al instruirle en las grandes cuestiones diplomáticas volviese a encontrar el gusto de mí mismo y me pusiera al fin a hacer cosas interesantes en que usted iría a medias. Pero antes de saberlo sería preciso que le viese a usted a menudo, muy a menudo, todos los días.

Yo quería aprovechar estas buenas disposiciones inesperadas del señor de Charlus para preguntarle si no podría hacer que me encontrase con su cuñada; pero en ese momento sentí vivamente movido mi brazo como por una sacudida eléctrica. Era el señor de Charlus que acababa de retirar precipitadamente su brazo de debajo del mío. A pesar de que, sin dejar de hablar, paseaba sus miradas en todas direcciones, hasta aquel mismo instante no había reparado en el señor de Argencourt, que salía de una bocacalle transversal. Al vernos, el señor de Argencourt pareció contrariado, me lanzó una mirada de desconfianza, casi la misma mirada destinada a un ser de otra raza que la señora de Guermantes había tenido para Bloch, y trató de evitarnos. Pero se hubiera dicho que el señor de Charlus tenía empeño en demostrarle que en modo alguno trataba de que no le viese, porque le llamó, y para decirle una cosa insignificante. Y, temiendo acaso que el señor de Argencourt no me reconociese, el de Charlus le dijo que yo era grande amigo de la señora de Villeparisis, de la duquesa de Guermantes, de Roberto de Saint-Loup, y que él mismo, Charlus, era un amigo de antiguo de mi abuela, encantado de trasladar al nieto un poco de la simpatía que sentía hacia aquélla. Con todo, observé que el señor de Argencourt, a quien, sin embargo, habían dicho apenas mi nombre en casa de la señora de Villeparisis y al que el señor de Charlus acababa de hablar prolijamente de mi familia, estuvo conmigo más frío de como había estado hacía una hora; lo mismo ocurrió en mucho tiempo cada vez que me encontraba. Me observaba con una curiosidad que no tenía nada de simpática, e incluso pareció como si tuviera que vencer alguna resistencia cuando, al separarse de nosotros, tras una vacilación, me tendió una mano que retiró inmediatamente.

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