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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (41 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Roberto me arrastró bruscamente hacia su madre.

—Adiós —le dijo—; me veo obligado a irme. No sé cuándo volveré con licencia; de seguro que no ha de ser antes de un mes. Ya le escribiré a usted cuando lo sepa.

Indudablemente, Roberto no era en modo alguno de esos hijos que, cuando se encuentran en sociedad con su madre, creen que una actitud exasperada frente a aquélla deba contrapesar las sonrisas y saludos que dirigen a los extraños. No hay cosa más extendida que esa odiosa venganza de los que parecen creer que la grosería para con los suyos complementa de un modo perfectamente natural el tono de la ceremonia. Diga lo que quiera la pobre madre, como si hubiera sido arrastrado a pesar suyo y quisiera hacer pagar caro su presencia, rebate inmediatamente con una contradicción irónica, precisa, cruel, la aserción tímidamente aventurada; la madre se afilia inmediatamente, sin desarmarle con ello, a la opinión de ese ser superior al que seguirá alabando ante todo el mundo en ausencia suya como a una criatura dotada de un carácter delicioso, y que, sin embargo, no le escatima ninguno de sus dardos más acerados. Saint-Loup era completamente distinto, pero la angustia que en él provocaba la ausencia de Raquel hacía que, por razones diferentes, no fuese menos duro para con su madre de lo que esos hijos lo son con la suya. Y ante las palabras que pronunció vi el mismo latido, semejante al de un ala, que la señora de Marsantes no había podido reprimir a la llegada de su hijo, y que volvía a hacerla alzarse de una pieza; pero ahora lo que clavaba en su hijo era un semblante de ansia, unos ojos desolados.

—Pero ¿cómo, Roberto, que te vas? ¿Es en serio? ¡Hijito! ¡El único día que podía tenerte conmigo!

Y casi por lo bajo, en el tono más natural, con una voz de que se esforzaba por desterrar toda tristeza para no inspirar a su hijo una lástima que acaso le hubiera sido cruel, o inútil y buena únicamente para irritarle, como un argumento de simple buen sentido, añadió:

—Demasiado sabes que no está bien lo que haces.

Pero añadía a esta sencillez tanta timidez para demostrarle que no atacaba a su libertad, tanta ternura para que no le reprochase que ponía trabas a sus gustos, que Saint-Loup no pudo menos de entrever en sí mismo como la posibilidad de un rapto de ternura, a su vez; es decir, un obstáculo para pasar el resto de la tarde con su amiga. Así es que montó en cólera:

—Es de lamentar; pero, esté bien o no, así es.

Y dirigió a su madre los reproches que sin duda sentía que merecía él mismo; así es como tienen siempre por suya los egoístas la última palabra; como han empezado por sentar que su resolución es inquebrantable, cuanto más conmovedor es el sentimiento a que se apela en ellos para que renuncien a esa resolución, más condenables encuentran, no a los que se resisten a ella, sino a aquellos que les ponen en la necesidad de resistirse, de modo que su propia dureza puede llegar hasta una crueldad extremada sin que esto haga a sus ojos otra cosa que agravar tanto más la culpabilidad del ser suficientemente indelicado para sufrir, por tener razón, y causarles así cobardemente el dolor de proceder contra su propia piedad. Por lo demás, la señora de Marsantes cesó espontáneamente de insistir, porque se daba cuenta de que ya no conseguiría detenerle.

—Te dejo —me dijo Roberto—, pero no lo entretengas mucho, mamá, porque tiene que ir a hacer una visita en seguida.

Yo me daba perfecta cuenta de que mi presencia no podía proporcionar ningún placer a la señora de Marsantes, pero prefería, al no salir con Roberto, que no creyese ella que yo estaba mezclado en los placeres que la privaban de él. Hubiera querido encontrar alguna excusa al comportamiento de su hijo, no tanto por cariño a él como por piedad hacia ella. Pero fue ella la primera que habló:

—¡Pobrecillo! —me dijo—. Estoy segura de que le he hecho llevarse un disgusto. Ya ve usted, caballero, las madres son muy egoístas. Y, sin embargo, ¡tiene tan pocas distracciones! Como viene tan poco por París… ¡Dios mío, si no se hubiera ido todavía, hubiera querido alcanzarle, no para hacer que se quedase, claro está, sino para decirle que no le reprocho, que me parece que ha tenido razón! ¿No le parecerá a usted que vaya a echar una mirada a la escalera…?

Y fuimos hasta allí:

—¡Roberto, Roberto! —gritó—. No, ya se ha ido; es demasiado tarde ya.

Ahora me hubiera encargado yo de una misión para hacer romper a Roberto y a su querida, de tan buena gana como horas antes para que se fuese a vivir inmediatamente con ella. En un caso, Saint-Loup me hubiera tachado de amigo traidor; en el otro, su familia me hubiera llamado su genio malo. Y, sin embargo, era el mismo hombre, a unas cuantas horas de distancia.

Volvimos al salón. Al ver que no volvía a entrar Saint-Loup, la señora de Villeparisis cambió con el señor de Norpois esa mirada dubitativa, burlona y sin una gran lástima con que se señala a una esposa demasiado celosa o a una madre excesivamente tierna (que ofrecen a los demás la comedia) y que significa: «¡Vaya, ha debido de haber tormenta!».

Roberto se fue a casa de su querida llevándole la espléndida joya que, según sus convenios, no hubiera debido regalarle. Pero, por lo demás, vino a ser lo mismo, ya que ella no la quiso, e incluso más adelante no consiguió nunca Roberto hacérsela aceptar. Algunos amigos de Roberto pensaban que estas pruebas de desinterés que daba ella eran un cálculo para atarlo a sí. Sin embargo, Raquel no tenía apego al dinero, como no fuera para gastarlo sin tasa. Yo la he visto hacer a tontas y a locas, con gentes a quienes creía pobres, caridades descabelladas. «En este momento —decían a Roberto sus amigos, para contrapesar con sus aviesas palabras un acto de desinterés de Raquel—, en este momento debe de estar en el paseo de Folies-Bergères. Esta Raquel es un enigma, una verdadera esfinge». Por lo demás, ¡a cuántas mujeres interesadas, puesto que son sostenidas, no se ve, por una delicadeza que florece en medio de esa existencia, poner espontáneamente mil menudos límites a la generosidad de sus amantes!

Roberto ignoraba casi todas las infidelidades de su querida y hacía trabajar a su espíritu sobre lo que no era más que unas bagatelas insignificantes al lado de la verdadera vida de Raquel, vida que no empezaba cada día hasta que él acababa de dejarla. Ignoraba él casi todas esas infidelidades. Hubiera podido enterársele de ellas sin quebrantar su confianza en Raquel. Porque es una encantadora ley natural que se manifiesta en el seno de las sociedades más complejas la de que se viva en perfecta ignorancia respecto del ser a quien se ama. De un lado del espejo, el enamorado se dice: «Es un ángel, jamás ha de entregárseme, no me queda más remedio que morir, y, sin embargo, me quiere; me quiere tanto, que acaso…, pero no, eso no será posible». Y en la exaltación de su deseo, cuántas joyas pone a los pies de esa mujer, cómo corre a pedir dinero prestado por evitarle una preocupación; y, sin embargo, del otro lado del tabique a través del cual no han de pasar esas conversaciones, como no pasan las que cambian entre sí los paseantes delante de un acuario, el público dice: «¿No la conoce usted? Le felicito. Ha robado, ha arruinado no sé a cuánta gente, no hay nada peor que esa muchacha. Es una verdadera estafadora. ¡Y una tunanta!». Y acaso no esté completamente equivocado en lo que concierne a este último epíteto, porque hasta el hombre escéptico que no está verdaderamente enamorado de esa mujer y a la cual no pasa de agradarle él, dice a sus amigos: «No, no, amigo mío, no es lo que se dice una cocota; no digo que no haya tenido en su vida dos o tres caprichos, pero no es una de esas mujeres que puedan pagarse, a menos que sea demasiado caro. Lo que es con esa, o se gasta uno cincuenta mil francos, o nada». Ahora bien; él se ha gastado cincuenta mil francos por ella, la ha conseguido una vez, pero ella, encontrando por lo demás un cómplice para ello en sí misma, en la persona de su amor propio, ha sabido convencerle de que era uno de los que la habían conseguido de balde. Tal es la sociedad, en que cada ser es doble, y en que el más al desnudo, el peor afamado, jamás será conocido por otro como no sea en el fondo y bajo la protección de una concha, de un suave capullo, de una deliciosa curiosidad natural. Había en París dos hombres de bien a quienes Saint-Loup ya no saludaba y de quienes no hablaba sin que le temblase la voz, llamándoles explotadores de mujeres: es que habían sido arruinados por Raquel.

—No me reprocho más que una cosa —me dijo muy bajito la señora de Marsantes—, y es haberle dicho que no era bueno. ¡A él, a este hijo adorable, único, como no hay otros, haberle dicho que no era bueno! Preferiría haber recibido yo misma un bastonazo, porque estoy segura de que cualquier diversión que tenga esta noche, él que no tiene tantas, se la echará a perder esa frase injusta. Pero no le detengo a usted más, caballero, ya que tiene usted prisa.

La señora de Marsantes se despidió de mí con ansiedad. Estos sentimientos se referían a Roberto, era sincera. Pero dejó de serlo para convertirse de nuevo en gran señora:

—¡Me
ha interesado tanto, me ha hecho tan feliz
charlar un rato con usted! ¡Gracias, gracias!

Y con humilde expresión clavaba en mí unas miradas reconocidas, embriagadas, como si mi conversación hubiera sido uno de los mayores placeres que hubiese conocido en su vida. Aquellas miradas encantadoras iban muy bien con las flores negras del traje blanco rameado; eran las de una gran señora que sabe su oficio.

—¡Pero si no tengo prisa, señora! —respondí—. Además, estoy esperando al señor de Charlus, con quien voy a irme.

La señora de Villeparisis oyó estas últimas palabras. Pareció contrariada por ellas. Si no se hubiera tratado de una cosa que no podía afectar a un sentimiento de tal naturaleza, me hubiera parecido que lo que en aquel momento se dijera que se alarmaba en la señora de Villeparisis era el pudor. Yo estaba satisfecho de la señora de Guermantes, de Saint-Loup, de la señora de Marsantes, del señor de Charlus, de la señora de Villeparisis; no reflexionaba, y hablaba alegremente, a tontas y a locas.

—¿Va usted a salir con mi sobrino Palamedes? —me dijo.

Pensando que podía producirle una impresión favorabilísima a la señora de Villeparisis el que yo tuviese amistad con un sobrino a quien tenía ella en gran estima:

—Me ha pedido que volviese con él —le respondí lleno de júbilo—. Estoy encantado. Por lo demás, somos más amigos de lo que usted cree, señora, y estoy decidido a todo para que lo seamos aún más.

La señora de Villeparisis pareció pasar de la contrariedad a la inquietud:

—No le espere usted —me dijo con expresión preocupada—, está hablando con el señor de Faffenheim. Ya no piensa en lo que le ha dicho a usted. Ande, váyase, aprovéchese, pronto, ahora que está de espaldas.

Este primer sobresalto de la señora de Villeparisis se hubiera asemejado, de no haber sido por las circunstancias, al del pudor. Su insistencia, su oposición hubiesen podido parecer, si no se hubiera consultado más que a su semblante, dictadas por la virtud. A mí, por mi parte, no me corría mucha prisa por ir al encuentro de Roberto y de su querida. Pero la señora de Villeparisis parecía tener tanto empeño en que me fuese, que, pensando que acaso tuviera que hablar de algún asunto de importancia con su sobrino, me despedí de ella. Al lado suyo, el señor de Guermantes, soberbio y olímpico, estaba sentado pesadamente. Hubiérase dicho que la noción, omnipotente en todos sus miembros, de sus grandes riquezas, le daba una densidad particularmente elevada, como si hubieran sido fundidas en el crisol en un solo lingote humano para hacer aquel hombre que tanto valía. En el momento en que me despedí de él, se levantó cortésmente de su asiento y sentí la masa inerte de treinta millones que la rancia educación francesa hacía moverse, alzaba, y que estaba en pie ante mí. Me parecía ver la estatua de Júpiter olímpico que Fidias, según dicen, había fundido entera en oro. Tal era el poder que la buena educación tenía sobre el señor de Guermantes, sobre el cuerpo del señor de Guermantes por lo menos, ya que no reinaba de igual modo como señora sobre el espíritu del duque. El señor de Guermantes se reía con sus propias frases ingeniosas, pero no sonreía ante las de los demás.

En la escalera oí detrás de mí una voz que me interpelaba:

—¡Así es como me espera usted, caballero!

Era el señor de Charlus.

—¿Le es a usted lo mismo dar unos pasos a pie? —me dijo secamente cuando estuvimos en el patio—. Iremos andando hasta que encuentre un coche de punto que me convenga.

—¿Quería usted hablarme de alguna cosa, caballero?

—¡Ah!, sí, en efecto, tenía algunas cosas que decirle, pero no sé a ciencia cierta si se las diré. En realidad, creo que podrían ser para usted el punto de partida de inapreciables beneficios. Pero también entreveo que traerían a mi existencia, a mi edad, en que empieza uno a tener apego a la tranquilidad, no pocas pérdidas de tiempo, muchos trastornos. Me pregunto si vale usted la pena de que me tome todo este trabajo por usted, y no tengo el gusto de conocerle suficientemente para decidir de ello. También es posible que no tenga usted un deseo bastante grande de lo que por usted puedo hacer para que yo me tome tantas molestias; porque, se lo repito, con toda franqueza; caballero: a mí todo ello no puede traerme más que molestias.

Protesté de que entonces no había que pensar en ello. Esta ruptura de las negociaciones no pareció ser de su agrado.

—Esta cortesía no significa nada —me dijo en tono duro—. No hay cosa más agradable que tomarse trabajo por una persona que merezca la pena de ello. Para los mejores de entre nosotros, el estudio de las artes, la afición a las antiguallas, a las colecciones, a los jardines, no son más que
Erzatz,
sucedáneos, coartadas. En el fondo de nuestro tonel, como Diógenes, pedimos un hombre. Cultivamos begonias, recortamos tejos a falta de otra cosa, porque tejos y begonias se dejan manejar. Pero preferiríamos consagrar nuestro tiempo a un arbusto humano si estuviésemos seguros de que valía la pena de ello. Todo el toque está en eso; usted debe de conocerse un poco. ¿Vale usted la pena, o no?

—Por nada del mundo quisiera, caballero, ser para usted motivo de preocupaciones —le dije—; pero en cuanto a mi gusto, créame que cuanto me venga de usted lo será para mí, y grandísimo. Le agradezco profundamente el que sea usted tan amable que fije su atención en mí de esa manera y trate de serme útil.

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