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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (13 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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—Espero que no me guardará usted rencor porque le haya molestado; siento no sé qué que me atormenta, ya lo habrá usted adivinado.

—Nada de eso; he pensado sencillamente que tenía usted ganas de verme y me ha parecido muy amable. Encantado de que me haya hecho usted llamar. Pero ¿qué, es que no se encuentra usted bien? ¿Qué puedo hacer en su servicio?

Escuchaba mis explicaciones, me respondía con precisión; pero aun antes de que hubiese hablado me había hecho semejante a sí; al lado de las ocupaciones importantes que hacían de él un ser tan atrafagado, tan alerta, tan contento, las molestias que momentos antes me impedían estar ni un instante sin sufrir me parecían, como a él, desdeñables; era como un hombre que, después de llevar varios días sin poder abrir los ojos, hace llamar a un médico, el cual con habilidad y con dulzura le separa los párpados, le quita y enseña un grano de arena; el enfermo queda curado y tranquilo. Todos mis trastornos se resolvían en un telegrama que Saint-Loup se encargaba de poner. La vida me parecía tan diferente, tan hermosa, me sentía inundado de tal exceso de fuerza, que quería hacer algo.

—¿Qué va usted a hacer ahora? —le decía a Saint-Loup.

—Voy a dejarle a usted, porque dentro de tres cuartos de hora salimos de marcha y hago falta.

—Entonces, ¿le ha molestado a usted mucho venir a verme?

—No, no me ha molestado; el capitán ha estado muy amable, ha dicho que desde el momento en que era cosa de usted, debía venir; pero, en fin, no quiero que parezca que abuso.

—Pero si ahora yo me levantase pronto y me fuese yo solo al sitio donde van ustedes a hacer maniobras, me interesaría mucho verlas y de paso tal vez pudiese hablar con usted en los descansos.

—No se lo aconsejo; se ha desvelado usted, se ha inquietado por una cosa que, se lo aseguro, carece por completo de trascendencia, pero ahora que ya le ha dejado en paz, dese media vuelta en al almohada y duerma, que será un remedio excelente contra la desmineralización de sus células nerviosas; no se duerma demasiado pronto, porque nuestra condenada música va a pasar por debajo de sus ventanas; pero inmediatamente después me figuro que tendrá usted sosiego, y volveremos a vernos esta noche a la hora de cenar.

Pero un poco más tarde di en ir con frecuencia a ver cómo hacía la instrucción de campaña el regimiento, cuando empecé a interesarme por las teorías militares que desarrollaban de sobremesa los amigos de Saint-Loup y cuando pasó a ser el deseo de mis jornadas ver más de cerca a sus diferentes jefes, como quien hace de la música su principal estudio y vive en los conciertos tiene gusto en frecuentar los cafés en que se mezcla a la vida de los músicos de la orquesta. Para llegar al terreno donde hacían las maniobras tenía que darme grandes caminatas. A la noche, después de la cena, las ganas de dormir hacían que a ratos se me fuese la cabeza como en un vértigo. A la mañana siguiente me daba cuenta de que tampoco había oído la charanga, ni más ni menos que como en Balbec, a la mañana siguiente de las noches en que Saint-Loup me había llevado a cenar a Rivebelle, no había oído el concierto de la playa. Y en el momento en que quería levantarme sentía deliciosamente la incapacidad de hacerlo, me sentía atado a un suelo invisible y profundo por las articulaciones que la fatiga me tornaba sensibles de raicillas musculosas y nutricias. Me sentía lleno de fuerza, la vida se extendía más larga ante mí; es que había retrocedido a las dulces fatigas de mi infancia en Combray, a la mañana siguiente de los días en que nos habíamos paseado por la parte de Guermantes. Los poetas pretenden que volvemos a encontrar por un momento lo que en otro tiempo hemos sido, al entrar de nuevo en tal casa, en tal jardín en que hemos vivido de jóvenes. Son peregrinaciones esas harto arriesgadas y al final de las cuales se cosechan tantas decepciones como éxitos. Donde más vale encontrar los lugares fijos contemporáneos de diferentes años es en nosotros mismos. Para eso es para lo que hasta cierto punto puede servirnos una gran fatiga que sigue a una buena noche. Pero éstas, por lo menos, para hacernos bajar a las galerías más subterráneas del sueño, en que ningún reflejo de la vigilia, en que ningún fulgor de memoria alumbra ya el monólogo interior, si es que éste no cesa en ese punto, remueven también el suelo y el subsuelo de nuestro cuerpo que nos hacen volver a encontrar allí donde nuestros músculos se hunden y retuercen sus ramificaciones y aspiran la vida nueva, el jardín en que hemos sido niños. No hace falta viajar para volverlo a ver; lo que hay que hacer es descender para encontrarlo de nuevo. Lo que la tierra ha cubierto ya no está sobre ella, sino debajo; no basta con la excursión para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero ya se verá cómo ciertas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen mucho mejor aún hacia el pasado, con una precisión más aguda, con un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, más infalible, más inmortal, que esas dislocaciones orgánicas.

A veces mi fatiga era mayor aún: sin poderme acostar, había seguido por espacio de varios días las maniobras. ¡Cómo bendecía entonces la vuelta al hotel! Al meterme en la cama me parecía haber escapado por fin de unos hechiceros, de unos brujos como los que pueblan las
novelas
dilectas de nuestro siglo XVII. Mi sueño y mi opulenta mañana del día siguiente ya no eran más que un encantador cuento de hadas. Encantador, bienhechor acaso también. Me decía a mí mismo que hay un lugar de asilo contra los peores sufrimientos, que, a falta de otra cosa mejor, puede encontrarse el reposo. Estos pensamientos me llevaban muy lejos.

Los días en que había descanso y en que Saint-Loup, sin embargo, no podía salir, solía ir yo a verle al cuartel. Estaba lejos; había que salir de la ciudad, dejar atrás el viaducto, a uno y otro lado del cual se me ofrecía una vista inmensa. Una fuerte brisa soplaba casi siempre sobre aquellos elevados parajes y henchía todos los edificios del cuartel, que zumbaban incesantemente como entre vientos. Mientras que, en tanto se hallaba ocupado en algún servicio, esperaba yo a Roberto ante la puerta de su habitación o en el comedor, charlando con alguno de sus amigos a quienes me había presentado (y a los que fui luego a ver algunas veces, incluso cuando sabía que no había de encontrarlo a él), viendo por la ventana, a cien metros por debajo de mí, el campo desnudo, pero en el que, acá y allá, nuevas sementeras, a menudo empapadas aún de lluvia e iluminadas por el sol, ponían fajas de un brillo y de una translúcida limpidez de esmalte, me ocurría oír hablar de él, y pronto pude darme cuenta de cómo le querían todos y hasta qué punto era popular. Para muchos voluntarios, pertenecientes a otros escuadrones, jóvenes burgueses acomodados que sólo veían la alta sociedad aristocrática desde fuera, y sin penetrar en la misma, la simpatía que en ellos excitaba lo que sabían del carácter de Saint-Loup se redoblaba con el prestigio que ante sus ojos tenía el joven a quien frecuentemente, los sábados por la noche, cuando iban a París con licencia, habían visto cenar en el café de la Paz con el duque de Uzés y el príncipe de Orléans. Y por eso, en su rostro agraciado, en su desgarbado modo de andar, de saludar, en el perpetuo brincar de su monóculo, en la
fantasía
de sus quepis demasiado altos, de sus pantalones de paño demasiado fino y de un rojo demasiado claro, habían introducido la idea de un
chic
de que aseguraban se hallaban desprovistos los oficiales más elegantes del regimiento, incluso el majestuoso capitán a quien había debido yo el dormir en el cuartel, y que parecía, en comparación, demasiado solemne y casi vulgar.

Decía uno que el capitán había comprado un caballo nuevo. Ya puede comprarse todos los caballos que quiera. He encontrado a Saint-Loup el domingo por la mañana en el paseo de las acacias, ¡monta con otro señorío!, respondía otro, y con conocimiento de causa, ya que aquellos jóvenes pertenecían a una clase que, si no trata asiduamente al mismo personal mundano, con todo, gracias al dinero y al ocio, no difiere de la aristocracia en la experiencia de todas aquellas elegancias que pueden comprarse. La suya, a lo sumo, tenía, en lo concerniente al atuendo, por ejemplo, un viso algo más esmerado, más impecable que la libre y negligente indolencia de Saint-Loup, que tanto agradaba a mi abuela. Para aquellos hijos de grandes banqueros o de agentes de cambio era una pequeña emoción, cuando se sentaban a comer ostras, a la salida del teatro, ver en una mesa vecina de la suya al alférez Saint-Loup. Y qué de relatos hacían el lunes en el cuartel, acabado el permiso, uno que era del escuadrón de Saint-Loup, y a quien éste había saludado
amabilísimo,
otro que no era del mismo escuadrón, pero que estaba seguro de que, a pesar de esto, Saint-Loup le había reconocido, porque había apuntado en dirección suya dos o tres veces su monóculo.

—Sí, mi hermano le ha visto en
la Paz
—decía otro que se había pasado el día en casa de su querida—. Es más, parece que llevaba un frac demasiado holgado y que no le sentaba bien.

—¿Cómo era el chaleco que llevaba?

—No llevaba chaleco blanco, sino malva, con algo así como unas palmas, ¡estupendo!

En cuanto a los veteranos (hombres del pueblo que nada sabían del Jockey y que incluían sencillamente a Saint-Loup en la categoría de los alféreces muy ricos, en la que hacían entrar a todos aquellos que, arruinados o no, llevaban cierto género de vida, tenían un capítulo bastante crecido de rentas o de deudas y eran generosos con los soldados), si en el porte, en el monóculo, en los pantalones, en los quepis de Saint-Loup no veían nada aristocrático, no les ofrecían, con todo, menos interés y significación. Reconocían en esas particularidades el carácter, el género que de una vez para siempre habían asignado al más popular de los graduados del regimiento, modales que no se parecían a los de nadie, desdén de lo que pudieran pensar los jefes y que les parecía consecuencia natural de su bondad para con el soldado. El café de la mañana en el dormitorio común o el reposo en los petates a la hora de la siesta parecían mejores cuando algún veterano servía al pelotón, regalón y perezoso, algún sabroso detalle sobre un quepis que tenía Saint-Loup.

—Es tan alto como mi mochila.

—Bueno, tú lo que estás es queriendo darnos la castaña. ¿Cómo va a ser tan alto como tu mochila? —interrumpía un joven licenciado en letras, que trataba, al emplear este lenguaje, de no parecer un pipiolo, y al atreverse a esta contradicción trataba de hacerse confirmar un hecho que le encantaba.

—¡Ah! ¿Conque no es tan alto como mi mochila? ¡Habrás ido tú a medirlo! Te digo que el teniente coronel le clavaba unos ojos como si quisiera largarle un arresto. Y no vayáis a figuraros que Saint-Loup se aturullase: iba y venía, bajaba la cabeza, volvía a levantarla y a cada paso se plantaba el monóculo. Habrá que ver lo que diga el capitán. Bueno, puede que no diga nada, pero de seguro que no le hará gracia. Y el quepis ese aún no tiene nada de particular. ¡Parece que en su casa de la ciudad tiene más de treinta por el estilo!

—¿Cómo lo sabes tú, compadre? ¿Por el mangante de nuestro cabo? —preguntó el joven licenciado con pedantería, haciendo alarde de las nuevas formas gramaticales que hasta hacía poco no había aprendido y con las que se sentía orgulloso de adornar su conversación.

—¿Que cómo lo sé? ¡Por su ordenanza, hombre!

—¡Ese sí que es un tío que no debe de irle mal!

—¡Ya lo creo! Más potra tiene que yo. ¡Ya puede decirlo! Y encima le da toda su ropa, y de todo. No tenía bastante con lo que le daban en la cantina. Bueno, pues mi Saint-Loup que se presenta, y el furriel que ha tenido que oír lo que venía al caso: «Quiero que esté bien alimentado, cueste lo que cueste».

Y el veterano compensaba la insignificancia de las palabras con la energía del tono en una imitación mediocre que alcanzaba el éxito más feliz.

Yo, al salir del cuartel, daba una vuelta; luego, esperando el momento en que iba cotidianamente a almorzar con Saint-Loup al hotel en que habían tomado pensión él y sus amigos, me dirigía hacia el mío, en cuanto el sol se ponía, con objeto de tener dos horas para descansar y leer. En la plaza, la atardecida ponía en los tejados de polvorín del castillo nubecillas sonrosadas que hacían juego con el color de los ladrillos, y acababa el enlace suavizando esos ladrillos con un reflejo. A mis nervios afluía tal corriente de vida que ninguno de mis movimientos podía agotarla; cada uno de mis pasos, después de haber tocado una losa de la plaza, rebotaba, me parecía como si tuviera en los talones las alas de Mercurio. Una de las fuentes estaba llena de un fulgor rojo, y en la otra el claro de luna ponía ya el agua del color de un ópalo. Entre las dos jugaban unos chiquillos, daban gritos, describían círculos, obedeciendo a alguna necesidad de la hora, a la manera de los vencejos o de los murciélagos. Al lado del hotel, los antiguos palacios nacionales y la estufa de naranjos de Luis XVI, en que se encontraban ahora la Caja de Ahorros y el cuerpo de tropa, estaban iluminados desde dentro por las pálidas y doradas ampollas del gas, encendido ya, que a la luz del día, claro aún, cuadraba bien a aquellas altas y vastas ventanas del siglo XVIII, en las que todavía no se había borrado el último reflejo del poniente, como le hubiera sentado bien a una cabeza avivada con toques de rojo un prendido de concha rubia, y me persuadía a ir en busca de mi fuego y de mi lámpara, que, sola en la fachada del hotel donde yo vivía, luchaba contra el crepúsculo, y por la cual volvía yo a casa, antes que fuese completamente de noche, por gusto, como quien vuelve para la merienda. En mi aposento conservaba la misma plenitud de sensación que había tenido fuera. Abombaba de tal forma la apariencia de superficies que con tanta frecuencia nos parecen triviales y vacuas, la llama amarilla del fuego, el papel vasto y azul del cielo sobre el cual había esbozado el poniente, como un colegial, los garabatos de un apunte color de rosa, el tapete de extraño dibujo de la mesa redonda sobre la que me esperaban, con una novela de Bergotte, una resma de papel corriente y un tintero, que estas cosas han seguido después pareciéndome grávidas de todo un modo particular de existencia que me parece que sabría extraer de ellas si me fuera dado volverlas a encontrar. Pensaba con alegría en el cuartel que acababa de dejar y cuya veleta giraba a todos los vientos. Como un buzo al respirar por un tubo que sube hasta salir fuera de la superficie del agua, era para mí como estar ligado de nuevo a la vida salubre, al aire libre, sentirme como punto de enlace aquel cuartel, aquel alto observatorio que dominaba la campiña surcada por canales de esmalte verde y bajo cuyos cobertizos y a cuyos edificios contaba yo, gracias a un precioso privilegio que deseaba fuese duradero, con poder ir cuando quisiera, seguro siempre de ser bien recibido.

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