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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (11 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Sólo que hay también supresiones de ruidos que no son momentáneas. El que se ha quedado completamente sordo ni siquiera puede hacer calentar a su lado un cacillo con leche sin que tenga que espiar con los ojos, sobre la tapadera ladeada, el reflejo blanco, hiperbóreo, semejante al de una tempestad de nieve, y que es el signo premonitorio al cual es prudente obedecer retirando, como el Señor al detener las aguas, los enchufes eléctricos; porque ya el huevo ascendente y espasmódico de la leche que hierve lleva a cabo su crecida en algunas ebulliciones oblicuas, infla, redondea algunas velas medio zozobradas que había plegado la crema, arroja a la tempestad una de ellas, de nácar, y la interrupción de las corrientes, si se conjura a tiempo la tormenta eléctrica, hará girar todas esas velas sobre sí mismas y las lanzará a la deriva, trocadas en pétalos de magnolia. Pero si el enfermo no ha tomado suficientemente aprisa las precauciones necesarias, bien pronto, al emerger apenas de un mar blanco sus libros y su reloj, pasada esta barra láctea, se vería obligado a pedir auxilio a su vieja criada, que, aun cuando el enfermo fuese un político ilustre o un gran escritor, le diría que tiene menos sentido que un niño de cinco años. En otros momentos, en la cámara mágica, ante la puerta cerrada, una persona, que hace un instante no estaba allí, ha hecho su aparición; es un visitante a quien no se ha oído entrar y que no hace más que ademanes, como en uno de esos teatrillos de fantoches, de tanto descanso para aquellos que han cobrado aborrecimiento al lenguaje hablado. Y en cuanto al sordo total, como la pérdida de un sentido añade al mundo tanta belleza como no da su adquisición, se pasea ahora en colmo de delicias por una Tierra casi edénica en que todavía no ha sido creado el sonido. Las más altas cascadas despliegan para sus ojos solos su sábana de cristal, más tranquilas que el mar inmóvil, como cataratas del Paraíso. Como el ruido era para él, antes de su sordera, la forma perceptible bajo la que yacía la causa de un movimiento, los objetos movidos sin ruido parece que lo sean sin causa; despojados de toda cualidad sonora, muestran una actividad espontánea, parecen vivir; agítanse, se inmovilizan, toman fuego de sí mismos. Alzan por sí mismos el vuelo, como los monstruos alados de la prehistoria. En la casa solitaria y sin vecinos del sordo, el servicio que, antes de que el achaque fuese completo, mostraba ya más reserva, se hacía silenciosamente, está asegurado ahora, con algo de subrepticio, por mudos, como le ocurre a un rey de comedia de magia. Como en el escenario, asimismo, el edificio que el sordo ve desde su ventana —cuartel, iglesia, alcaldía— no es más que una decoración. Si algún día llega a hundirse, podrá emitir una nube de polvo y escombros visibles; pero, menos material aún que un palacio de teatro, de cuya delgadez carece, empero, caerá en el universo mágico sin que la caída de sus pesados sillares de cantería empañe con la vulgaridad de ningún ruido la castidad del silencio.

El mucho más relativo que reinaba en la camareta militar en que yo me encontraba desde hacía un momento, se quebró. Se abrió la puerta y Saint-Loup, dejando caer su monóculo, entró presuroso.

—¡Qué a gusto se encuentra uno en este cuarto, Roberto! —le dije—; ¡qué bien si estuviese permitido cenar y dormir aquí!

Y, en efecto, de no haber estado prohibido, qué reposo sin tristeza hubiera saboreado allí, protegido por aquella atmósfera de tranquilidad, de vigilancia y de alegría que sostenían mil voluntades reguladas y sin inquietud, mil espíritus libres de cuidados, en la gran comunidad de un cuartel, donde, como el tiempo ha tomado la forma de la acción, la triste campana de las horas era sustituida por la misma gozosa charanga de las llamadas, cuyo recuerdo sonoro, desmigajado y pulverulento, se mantenía perpetuamente en suspenso sobre el enlosado de la ciudad, voz segura de ser escuchada, y musical, porque no era sólo la orden de la autoridad a la obediencia, sino también de la cordura a la felicidad.

—¿Conque preferiría usted acostarse aquí, a mi lado, mejor que irse solo al hotel? —me dijo Saint-Loup, riendo.

—Es usted cruel, Roberto, en tomarlo con ironía —le dije—, sabiendo como sabe que eso es imposible, y que allí voy a sufrir tanto.

—Me adula usted —me dijo—, porque precisamente se me ha ocurrido la idea de que usted preferiría quedarse aquí esta noche. Y eso es precisamente lo que había ido a pedirle al capitán.

—¿Y lo ha permitido? —exclamé.

—Sin la menor dificultad.

—¡Oh! ¡Lo adoro!

—No; eso es demasiado. Ahora déjeme usted que llame a mi ordenanza para que se ocupe de nuestra cena —añadió, mientras yo me volvía para ocultar mis lágrimas.

Varias veces entraron uno u otro de los camaradas de Saint-Loup. Este los ponía a la puerta.

—Vamos, largaos de aquí.

Yo le pedía que les dejara quedarse.

—Nada de eso; le abrumarían a usted: son seres completamente incultos que no pueden hablar más que de carreras, como no sea de almohazar caballos. Y, además, por lo que a mí se refiere, me echarían a perder estos instantes tan preciosos que tanto he deseado. Tenga usted en cuenta que si hablo de la mediocridad de mis camaradas no quiero decir que todo el que es militar carezca de intelectualidad, ni mucho menos. Tenemos un comandante que es un hombre admirable. Ha dado un curso en que trató la historia militar como una demostración, como una especie de álgebra. Estéticamente, incluso, el procedimiento es de una belleza sucesivamente inductiva y deductiva que no habría de dejarle a usted insensible.

—¿No es el capitán que me ha autorizado a quedarme aquí?

—No, a Dios gracias, porque el hombre a quien usted
adora
por tan poca cosa es el imbécil más grande que haya habido jamás en la tierra. Es perfecto para ocuparse del rancho y del uniforme de sus hombres; se pasa las horas muertas con el sargento mayor y con el maestro sastre. Esa es toda su mentalidad. Por lo demás, desdeña extraordinariamente, como todo el mundo, al admirable comandante de quien hablaba a usted. Nadie trata a éste porque es francmasón y no va a confesarse. El príncipe de Borodino no recibiría nunca en su casa a este pequeño burgués; lo cual, con todo, no deja de ser el colmo de la frescura en un hombre cuyo bisabuelo era un labriego, y que, de no ser por las guerras de Napoleón, sería probablemente también labrador. Por lo demás, se da cuenta de su situación —ni carne ni pescado— en sociedad. Ese supuesto príncipe va apenas al Jockey, de tan violento como se encuentra allí —añadió Roberto, que, inducido por un espíritu de imitación a adoptar las teorías sociales de sus señores y los prejuicios mundanos de sus padres, unía, sin darse cuenta de ello, al amor a la democracia el desdén hacia la nobleza del Imperio.

Yo miraba a la fotografía de su tía, y el pensamiento de que Saint-Loup, como poseedor de aquella fotografía, pudiera acaso dármela, me hizo quererle más aún y sentirme deseoso de prestarle mil servicios, que me parecían poca cosa a cambio de aquélla. Porque esta fotografía era como un encuentro más añadido a los que ya había tenido yo con la señora de Guermantes, o, mejor aún, un encuentro prolongado, como si ella, merced a un brusco progreso de nuestras relaciones, se hubiese detenido a mi lado, tocada con una pamela y me hubiese dejado por vez primera contemplar a mis anchas aquella morbidez de la mejilla, aquella línea de la nuca, aquel ángulo de las cejas (hasta aquí veladas para mí por la rapidez de su paso, por el aturdimiento de mis impresiones, por la inconsistencia del recuerdo) y su contemplación, ni más ni menos que la del pecho y los brazos de una mujer a quien hasta entonces no hubiera visto sino con traje subido, era para mí un voluptuoso descubrimiento, un regalo. Estas líneas que me parecía casi prohibido mirar podría estudiarlas en el retrato como en un tratado de la única geometría que tuviese valor para mí. Más tarde, al mirar a Roberto, me di cuenta de que también él era un poco como una fotografía de su tía, y en virtud de un misterio casi tan conmovedor para mí, ya que si el rostro de él no había sido directamente producido por el de ella, ambos tenían, sin embargo, un origen común. Los rasgos de la duquesa de Guermantes, que estaban prendidos en mi visión de Combray, la nariz en forma de pico de halcón, los ojos penetrantes, parecían haber servido asimismo para recortar, en otro ejemplar análogo y menos consistente, de piel demasiado fina, el semblante de Roberto, que podía casi superponerse al de su tía. Contemplaba en él con envidia aquellos rasgos característicos de los Guermantes, de esa raza que se ha conservado tan inconfundible en mitad del mundo, en que no se pierde y en el que permanece aislada en su gloria divinamente ornitológica, porque parece que haya nacido, en los tiempos de la mitología, de la unión de una diosa y de un pájaro.

Roberto, sin conocer sus causas, estaba conmovido ante mi ternura. Esta, por lo demás, aumentaba con el bienestar producido por el calor del fuego y con el vino de Champagne, que perlaba al mismo tiempo de gotas de sudor mi frente y de lágrimas mis ojos. Roberto rociaba unos pollos de perdiz; yo los comía con el estupor de un profano de cualquier clase cuando en cierta vida que no conocía encuentra precisamente aquello que había creído que esa vida excluyese (el pasmo, por ejemplo, de un librepensador al almorzar exquisitamente en una rectoral). Y a la mañana siguiente, al despertar, lo primero que hice fue lanzar desde la ventana de Saint-Loup, que como estaba muy alta, dominaba toda la comarca, una mirada de curiosidad para trabar conocimiento con mi vecina, la campiña, que no había podido ver la víspera por haber llegado demasiado tarde, a la hora en que el campo dormía ya envuelto por la noche. Pero aun cuando se hubiese despertado muy temprano, sólo la vi, sin embargo, al abrir los postigos, como se la ve desde la ventana de un castillo, a la parte del estanque, arropada todavía en su suave y blanca vestidura matinal de niebla que casi no me dejaba distinguir nada. Pero yo sabía que antes de que los soldados que se ocupaban de los caballos en el patio hubiesen acabado de almohazarlos, la campiña se habría despojado de esa vestidura. Mientras tanto, sólo me era dado ver una descarnada colina que erguía frente por frente del cuartel su lomo despojado ya de sombra, agudo y rugoso. A través de los visillos calados de escarcha, mis ojos no se apartaban de aquella extraña que por primera vez me miraba. Mas cuando hube adquirido las costumbre de ir al cuartel, la conciencia de que la colina estaba allí, más real, por consiguiente, incluso cuando no la veía, que el hotel de Balbec, que nuestra casa de París, en los que pensaba como en unos ausentes, como en unos muertos, es decir, sin apenas creer ya en su existencia, hizo que, aun sin darme yo cuenta de ello, su forma reverberada se perfilase siempre sobre las menores impresiones que sentí en Doncières, y, para empezar por aquella mañana, sobre la buena impresión de calor que me dio el chocolate preparado por el ordenanza de Saint-Loup en aquella habitación confortable que tenía la apariencia de un centro óptico para mirar a la colina, ya que la misma niebla que había en ésta tornaba imposible la idea de hacer otra cosa que contemplarla y pasearse por ella. Empapando la forma de la colina, asociada al sabor del chocolate y a toda la trama de mis pensamientos de entonces, esa niebla, sin que yo pensase ni poco ni mucho en ella, vino a humedecer todos mis pensamientos de aquel entonces, del mismo modo que tal oro inalterable y macizo había permanecido ligado a mis impresiones de Balbec, o como la vecina presencia de los escalones de piedra negruzca comunicaba cierto tono gris a mis impresiones de Combray. No persistió, por lo demás, hasta muy entrada la mañana; el sol empezó por gastar inútilmente contra ella algunas flechas que la recamaron de brillantes, acabando por dominarla. La colina pudo ofrecer su grupa gris a los rayos que, una hora más tarde, cuando bajé a la ciudad, daban a los rojos de las hojas de los árboles, a los rojos y a los azules de los carteles electorales pegados en los muros, una exaltación que hasta a mí mismo me entonaba y me hacía golpear, cantando, el empedrado, conteniéndome para no brincar de alegría sobre él.

Pero desde el segundo día tuve que ir a dormir al hotel. Y de antemano sabía que había de encontrar fatalmente en él la tristeza. Era como un aroma irrespirable que desde mi nacimiento exhalaban para mí todas las habitaciones nuevas; es decir, todas las habitaciones: en la que de ordinario habitaba no me hallaba presente yo, mi pensamiento permanecía en otra parte y en su lugar enviaba solamente a la costumbre. Pero yo no podía encargar a esta sirvienta menos sensible que se ocupase de mis cosas en un país nuevo, donde la precedía, adonde llegaba solo, donde tenía que hacer entrar en contacto con las cosas al yo que no volvía a encontrar sino con intervalos de varios años, pero siempre el mismo, sin haber crecido desde Combray, desde mi primera llegada a Balbec, llorando, sin que pudiera consolársele, en el rincón de una maleta deshecha.

Ahora bien; me había engañado. No tuve tiempo de estar triste, porque ni un instante estuve solo. Es que del antiguo palacio quedaba un sobrante de lujo, inutilizable en un hotel moderno, y que, despojado de toda afectación práctica, había cobrado en su ociosidad una especie de vida: pasillos que volvían sobre sus pasos y cuyas idas y venidas sin finalidad cruzaba uno a cada momento; vestíbulos largos como corredores y decorados como salones, que más bien parecían habitar allí que formar parte de la habitación, que no había sido posible hacer entrar en ningún cuarto, pero que rondaban en torno al mío y vinieron en seguida a ofrecerme su compañía —a modo de vecinos ociosos, pero callados—, fantasmas subalternos del pasado a quienes se había permitido que permaneciesen sin hacer ruido a la puerta de las habitaciones alquiladas y que cada vez que me los encontraba en mi camino daban muestras de una silenciosa deferencia para conmigo. En resumen: la idea de una vivienda, simple continente de nuestra existencia actual y que nos resguarda tan sólo del frío, de la vista de los demás, era absolutamente inaplicable a aquella morada, conjunto de habitaciones, tan reales como una colonia de personas asistidas de una vida silenciosa, desde luego, pero que estaba uno obligado a encontrar de nuevo, a evitar, a acoger, cuando volvía a casa. Trataba uno de no molestar y no podía contemplar sin respeto el gran salón que había adquirido, desde el siglo XVIII, la costumbre de extenderse entre sus soportes de oro viejo, bajo las nubes de su techo pintado. Y se sentía una curiosidad más familiar respecto de las reducidas habitaciones que, sin el menor cuidado de la simetría, corrían en torno a aquél, innumerables, asombradas, huyendo en desorden hasta el jardín a que bajaban tan fácilmente por tres escalones mellados.

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