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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (12 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Cuando planteé esta idea, se me ocurrió que tal vez estaba siendo imprudente, pero Magnus me dio las gracias tan afectuosamente que retractarse hubiera sido un poco grosero. Así quedó el asunto por el momento, y salimos a la gélida noche para caminar unos centenares de yardas hasta mi casa.

Durante mucho tiempo me había acostumbrado a no tener compañía, pero Magnus consiguió que hablara aquella noche… De pronto me vi hablando de Phoebe y de Arthur como no lo había hecho a lo largo de muchos años y de la gran oscuridad de espíritu que había sucedido a sus fallecimientos. Hablé también de la extraña pérdida de habilidad artística que sucedió tras haber pintado
Wraxford Hall a la luz de la luna
, y de cómo, en mis esfuerzos por superar esa incapacidad —o esa maldición, pues llegué a creer que eso era realmente—, había abandonado primero los óleos, luego las acuarelas y finalmente me había conformado con el lápiz y el carboncillo, como si renunciar a todo excepto a las técnicas más sencillas pudiera de algún modo romper el embrujo.

—Estoy seguro de que está usted en el buen camino —dijo Magnus—. Y, créame, yo he tenido pensamientos semejantes respecto a mi propia profesión. A pesar de todos los avances, yo no veo que la medicina haya avanzado mucho desde los tiempos de Galeno. Podemos inocular vacunas contra la viruela o amputar un miembro gangrenoso en treinta segundos, pero cuando se trata otras enfermedades, no estamos mejor equipados que una anciana de una aldea con una alacena llena de plantas medicinales. Y nosotros, es decir, la mayoría de mis colegas, parecemos decididos a despreciar cualquier tratamiento, aunque sea efectivo, para el cual aún no tengamos una explicación en términos físicos.

»Fíjese, por ejemplo, en el mesmerismo: ha sido el último grito desde hace veinte años; y ahora lo desprecia la mayoría de la profesión como una disciplina no más científica que el espiritismo; sin embargo, el mesmerismo ofrece incalculables beneficios a la hora de aliviar el dolor, y es bastante posible que aporte beneficios en la cura de algunas enfermedades crónicas, incluidas las enfermedades coronarias. Yo mismo he obtenido notables resultados con algunos de mis pacientes, aunque no me atrevería a describirlos en prensa. Ya se me considera un perfecto charlatán sin necesidad de hacerlo.

Ya habíamos tomado el café y el brandy en el estudio —Magnus, como yo, no fuma— y nos habíamos acomodado en dos butacas junto al fuego. Dos velas ardían sobre la repisa de la chimenea; el resto de la sala estaba a oscuras.

Le pregunté cómo podía ayudar el mesmerismo a curar enfermedades.

—Piense —dijo— que su mente influye en la acción de su corazón, sea usted consciente o no de los efectos. Cuando usted tiene pensamientos terroríficos, por ejemplo, su pulso se acelera, su respiración se torna superficial y mucho más rápida. Estamos acostumbrados a pensar que este tipo de reacciones son involuntarias, pero causa y efecto son aquí intercambiables: usted podría evocar una escena terrorífica
con el propósito
de acelerar su pulso. Los faquires de la India han ampliado este control, podríamos llamarlo así, hasta sus extremos, de modo que todos los procesos corporales que nosotros consideramos autónomos pueden ser controlados por órdenes mentales conscientes: no sólo las acciones del corazón y los pulmones, sino la digestión, el tacto, la temperatura del cuerpo, etcétera. De este modo, un monje hindú puede caminar desprotegido sobre un lecho de ascuas ardientes, o alcanzar una situación similar a la hibernación, y permanecer enterrado vivo durante horas, e incluso días, y salir sano y salvo de una experiencia en la que usted o yo nos habríamos asfixiado en pocos minutos.

»Considere también que a un sujeto mesmerizado se le puede ordenar que no sienta dolor, y no lo sentirá: esto se hace a menudo en los espectáculos y en los teatros, y puede hacerse igualmente en los quirófanos. Y entonces, ¿resulta tan extravagante suponer que si yo sugestiono a una persona para que su sangre circule más libremente después de que se despierte del trance, no se seguirá una mejoría real? En realidad, no veo ninguna razón por la que, basándonos en el mismo principio, a un tumor maligno no se le pueda ordenar disminuir o desaparecer, como ocurre espontáneamente de vez en cuando.

—Pero si eso es verdad —exclamé— y usted dice que ha obtenido notables resultados con sus pacientes, eso significa que ha hecho un gran descubrimiento. ¿Por qué no lo acepta todo el mundo?

—Bien… en primer lugar, no es un descubrimiento mío. Elliotson
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lo dijo hace más de treinta años, pero hizo de sus demostraciones un circo y fue obligado a abandonar su profesión. En segundo lugar, y principalmente, porque no sabemos cómo influye la mente sobre el cuerpo; podemos hablar de influencias electrobiológicas, o fuerzas ideomotoras, pero son meras etiquetas que aplicamos a un misterio. Yo puedo ver la mejoría, y mis pacientes notan el beneficio del tratamiento, pero para un escéptico es sólo una cura espontánea, y yo no puedo demostrar lo contrario. Hasta que se descubra el mecanismo físico, y se anatomice y se diseccione, este método no será aceptado por la profesión.

—Pero todos los pacientes de los médicos escépticos los abandonarán y vendrán a usted…

—Permítame que le haga una pregunta: si usted se hubiera encontrado mal esta mañana, y un mesmerista le hubiera ofrecido sus servicios, ¿habría aceptado?

—Bueno… no…

—Precisamente. Le habría considerado un charlatán.

—Pero ahora que sé…

—Usted lo sabe sólo porque se ha encontrado conmigo; si hubiera ido a preguntarle a su médico, muy probablemente le habría asegurado que toda esta disciplina está desacreditada desde hace años. Además, hay numerosos casos en los que deben aplicarse los métodos de la medicina ortodoxa; sería muy poco prudente ordenar que un apéndice inflamado no estallara, en vez de extirparlo inmediatamente.

Yo le pregunté la que sin duda es la pregunta más habitual sobre el mesmerismo. Me contestó que no: una persona no puede ser mesmerizada contra su voluntad, ni puede ser impelida a hacer algo que no quiera hacer en su vida de vigilia. En el estado más profundo del trance, en todo caso, un sujeto podría recibir instrucciones para que viera escenas y personas que no están presentes en ese momento.

—Así que si usted me mesmerizara —le dije, un poco desasosegado—, podría sugestionarme para que yo creyera que Arthur Wilmot —habría querido decir «Phoebe», pero temí que pudiera derrumbarme— iba a entrar en esta habitación, y él aparecería… tal y como dicen que los médiums son capaces de invocar los espíritus de los muertos.

No podía dejar de mirar las sombras que había más allá del fuego mientras hablaba.

—Sí —dijo Magnus—, pero la persona que usted vería en el trance no sería un espíritu. Sería una imagen compuesta a partir de los recuerdos que usted tiene de esa persona.

—Pero… ¿podría hablar con esa persona? ¿Podría tocarla? ¿Me parecería estar ante una persona realmente viva?

—Como en un sueño, sí. Pero como en un sueño, esa persona se desvanecería en cuanto usted despertara.

—Pero suponga —insistí— que usted me ordena que despierte del trance, pero que conserve la capacidad para ver…

—Eso no puede hacerse. La «capacidad», como usted la llama, es tan característica del estado de trance como el acto de soñar lo es para el dormir. Suponiendo que en este momento usted estuviera en trance, podría sugestionarle para que, tras despertarse, se levantara, fuese a la estantería y me trajera cierto libro; y muy probablemente usted lo haría, y después se sentiría confundido y se preguntaría por qué ha hecho eso; por el contrario, yo podría ordenar que apareciera esa persona y, finalmente, no apareciera… Oh, me temo que este asunto ya le está enojando.

Le aseguré que no, al tiempo que intentaba dominar la emoción que amenazaba con desbordarme.

—Dígame —me preguntó tras una pausa—, ¿ha participado alguna vez en una sesión de espiritismo?

Una resplandor del fuego se reflejó en su sello cuando levantó la copa.

—No —contesté—, aunque he tenido la tentación… Perdí la poca fe que tenía cuando Phoebe y Arthur murieron, y, sin embargo, no puedo renunciar del todo al sentimiento de que algo de nosotros sobrevive más allá de la tumba. Todo depende de las circunstancias. Aquella noche que pasé dibujando junto a la mansión, por ejemplo… Allí sería muy fácil creer que existen los fantasmas.

—Desde luego —dijo Magnus—. Como debe de haber oído, la galería en la que trabaja mi tío está supuestamente habitada por el fantasma del pequeño Félix, el hijo de Thomas Wraxford. Es muy curioso… —se interrumpió, como si repentinamente se le hubiera ocurrido algo.

—¿Qué es muy curioso? —le pregunté.

—Oh, nada… sólo que el niño murió durante una tormenta. O eso me contó mi tío en cierta ocasión.

La sala donde nos encontrábamos pareció oscurecerse de repente; noté que una de las velas se había reducido a una débil llama azul.

—¿Cuántos años tenía su tío cuando Félix murió? —pregunté.

—Alrededor de once. Era un año mayor que Félix. Dice que Thomas Wraxford dejó una narración sobre la muerte de su hijo, pero yo nunca la he visto.

—¿Y cómo murió exactamente, según su tío? —pregunté.

—Ocurrió que una de las criadas estaba encerando la balaustrada de la escalera principal cuando se desató la tormenta. La mujer vio al niño salir corriendo de la galería y huir por el rellano como si el mismísimo demonio fuera tras él. Corrió directamente hacia la balaustrada con tanta fuerza que la destrozó y se rompió el cuello en la caída.

—¿Y qué pudo aterrorizarle tanto?

—Mi tío no me lo ha dicho… Cuenta esos pequeños detalles en rarísimas ocasiones, pero nunca contesta preguntas directas. Probablemente al niño le asustó la misma tormenta. Thomas Wraxford, recordará usted, fue el que primero instaló los pararrayos, y quizá comunicó su propio temor a su hijo.

—Y… ¿el fantasma?

—Sara, la criada, asegura que oyó pasos en el suelo de la galería dos veces, mientras se encontraba en el salón que está debajo; en ambas ocasiones, esos pasos fueron seguidos por el rugido de un trueno. Pero la historia de los pasos proviene de la anterior generación de criados.

—¿Cree usted…? ¿Es posible que su tío estuviera presente… quiero decir, en la mansión, cuando murió Félix Wraxford?

—Él no lo ha dicho así, pero sí: es posible. Creo que el distanciamiento entre Thomas y su hermano Nathaniel (el padre de Cornelius) no se produjo hasta después de la tragedia. ¿Está usted sugiriendo que mi tío pudo ser responsable de la muerte de su primo?

No había querido decir tanto, pero evidentemente me había adivinado el pensamiento.

—Bueno, yo difícilmente podría…

—Por favor, no se disculpe. Se me podría haber ocurrido lo mismo a mí, pero mi pensamiento va por otros caminos. Puedo imaginarme perfectamente a mi tío, de niño, urdiendo un plan para aterrorizar a su primo…

Se quedó callado, contemplando el fuego mortecino. Yo me descubrí a mí mismo imaginando a Cornelius como un niño vestido con ropas viejas y negras, con una máscara de viejo decrépito, agazapado tras la armadura, los cielos oscuros en el exterior, y otro niño, pálido y temeroso, avanzando por la galería… y entonces, un susto, un estrépito de pasos corriendo, un alarido ahogado en el retumbar del trueno. Pensaba en Cornelius, incluso cuando era niño, codiciando la mansión y comprendiendo que sólo Félix se interponía entre sí mismo y la posible posesión de la heredad…

Magnus se inclinó hacia delante para remover las ascuas, rompiendo así mi ensoñación.

—Me decía usted que sus pensamientos van por otros caminos… —sugerí.

—Me preguntaba, y es algo que tendría que habérseme ocurrido antes, si mi tío adquirió realmente el manuscrito cuando nos lo dijo, o lo descubrió en algún lugar de la casa… Me preguntaba, en otras palabras, si Thomas Wraxford ya estaba familiarizado con Tritemio…

Un horrible presentimiento cruzó mi mente.

—¿Cómo eran las palabras que usted copió? —pregunté—. ¿Cómo era lo del árbol nuevo en el árbol viejo…? Magnus volvió a sacar el papel de su chaqueta.

—«… si fuera un adepto verdadero, podrá llevar a buen fin el rito del cual he escrito en otro lugar. Porque así un árbol joven puede injertarse en uno viejo, así…».

Me pareció leer mi propia aprensión en su mirada.

—Seguramente —dije— ningún hombre puede tener la intención de sacrificar a su propio hijo… —Pero mientras decía esas palabras me di cuenta de que Abraham había pretendido exactamente eso.

—Seguramente —dijo Magnus—. Con toda probabilidad el chico murió por un trágico accidente… —Sin embargo, sus palabras no sonaban del todo convincentes.

—¿Y la desaparición de Thomas Wraxford? —insistí—. ¿Qué piensa usted de eso, a la luz de las palabras de su tío a propósito de… «desaparecer»?

—Ya veo dónde quiere llegar… —dijo Magnus—, pero sin pruebas sólo podemos especular. Y respecto a mi tío… en cualquier caso, no hay niños en la mansión en este momento. Pero aparte de eso, me temo que tiene usted razón: todo lo que podemos hacer es observar y esperar. Y ahora, mi querido amigo, se está haciendo tarde, y no debo entretenerle más tiempo.

No podía recordar haberle sugerido que se estuviera haciendo demasiado tarde, de ningún modo, pero no pude imaginar otra excusa, y aunque le rogué que se quedara, insistió en que debía irse. Acordamos que le acompañaría hasta The White Lion: el cielo se había despejado, y el aire de la noche era muy frío y estaba en calma, y no había ningún ruido, salvo el débil tableteo de los guijarros en la playa iluminada por las estrellas, a lo lejos, a nuestra izquierda. Magnus regresó a la conversación sobre la pintura mientras caminábamos, diciendo que esperaba que yo pudiera hacer otro estudio de la mansión en circunstancias más felices. Los horrores de los que habíamos hablado no se disiparon fácilmente, y aquella noche mis sueños se poblaron con el sonido de pasos que corren y un maniquí con rostro decrépito.

Aproximadamente durante los siguientes quince días estuve atenazado por los malos presagios cada vez que se nublaba el cielo o el barómetro descendía más de lo habitual. Había recibido una nota de Magnus, tras su regreso a Londres, diciéndome cuán encantado estaba de haberme conocido, y agradeciéndome de nuevo la oferta de ir a la mansión si ello se hiciera necesario, pero nada más. Nos habíamos despedido como amigos íntimos; sin embargo, cuando miré atrás, recordé que yo no había averiguado nada de su vida, ni de sus intereses o aspiraciones, aparte de su trabajo, mientras que yo le había revelado muchas cosas de mí. Nuestro encuentro me había dejado desasosegado e inquieto, sin ninguna idea precisa sobre qué hacer al respecto.

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