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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (11 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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—¿Y si ella ha decidido romper? —dice Larsa.

Pierre bosteza.

—¿Y a quién le importa?

—Esto no puede acabar bien. Quiero decir que viven muy lejos el uno del otro.

Jonas sale a la terraza. Lo que dijera la carta, fuesen buenas o malas noticias, no parece haberle afectado.

—¿Alguien quiere tomar algo?

Cuatro manos se levantan.

Jonas vuelve con unas latas de refrescos. Se oyen suspiros de gas cuando levantamos las anillas de aluminio.

Jonas le da un buen sorbo a su lata. De pronto dice:

—Quiero ver la casa.

La frase va dirigida a Dagge, pero éste finge que no lo ha oído. Bebe y traga con ruido.

Jonas se pone delante de él.

—¿Crees que no entiendo por qué contaste aquella historia?

—Me tapas el sol.

Jonas no se aparta.

—Muy bien, acepto el reto —insiste.

—¿De qué estás hablando?

—Vale ya. No soy tonto. Sé lo que intentas. Pero está bien. Lo acepto.

Dagge se levanta a toda prisa y recoge su ropa, que está tirada por la terraza.

—Tengo que irme.

—Así que toda esa historia es sólo una de tantas.

Dagge se viste y nos hace un gesto a los demás con la cabeza.

—Ya nos veremos.

Cuando Dagge se marcha, Jonas tira la lata de refresco a la piscina y nos dirige una mirada furiosa.

—No tengo miedo. Díselo.

Entra corriendo en la casa y oímos un portazo.

—Deberíamos irnos —sugiero.

Pierre y Larsa asienten. En el vestíbulo nos encontramos con Sylvia, que parece preocupada.

—¿Ha pasado algo?

—No —murmura Larsa.

—¿Seguro?

No contestamos y nos sigue con la mirada mientras nos dirigimos apresuradamente hacia las bicicletas.

9

Jonas está obsesionado con la casa.

Cada vez que nos vemos, en el Nido de Águilas o en su casa, insiste en lo mismo: «¿Cuándo podré ver la casa? ¿Por qué no me queréis enseñar la casa?» Dagge no dice nada, se limita a fingir que Jonas no existe y no sé si es porque fue él quien rompió el pacto o si lo que quiere es hacer sufrir a Jonas y disfruta viéndole intrigado. ¿Hay algo peor que oír una historia de misterio y no saber cómo acaba? Ninguno de nosotros tiene ganas de volver a la casa, pero nunca lo admitiríamos ante Jonas. En el fondo esperamos que al final se canse, pero los días van pasando y nada indica que vaya perdiendo el interés. No es difícil imaginar lo que está pensando: «No se atreven. Tienen miedo». Pero no se arriesga a decirlo en voz alta, al menos mientras Dagge está con nosotros. Empezamos a ponernos nerviosos.

La única vez que se quedó callado fue cuando Larsa le preguntó por la carta. «¿Qué decía?» Jonas contestó que no era nada importante, pero no le creímos. Desde que recibió aquella carta no había dicho ni una palabra más de su novia ni de sus planes de volver a Estados Unidos.

Cuando estamos solos, Pierre dice lo que todos pensamos:

—Algo ha pasado con esa chica.

Mi hermano me espera delante de mi habitación y no me da tiempo a escaparme. Me agarra firmemente y me obliga a mirarlo. Estamos solos en la casa. Mi madre está en el jardín, cuidando sus rosas.

—¡Serás chivato! —me silba en el oído.

No entiendo a qué se refiere. Intento decírselo, pero mi hermano me aprieta con más fuerza. Quizá tenga miedo de que mi madre nos oiga, porque al final afloja un poco, pero no lo suficiente como para darme la más mínima posibilidad de huir.

—Te has chivado a mamá, mamarracho.

—Yo no he dicho nada —gimoteo.

—Ah, ¿no? Entonces, ¿cómo ha encontrado el hachís que tenía?

El cuerpo se me queda completamente paralizado, o más bien helado.

—¡Contesta!

—No lo sé, te lo juro. Ni siquiera sabía que tuvieras algo de eso en casa.

—No te creo. Tienes que haber sido tú. ¿Cómo iba a saber mamá dónde lo había escondido?

—¿Por qué no se lo preguntas a ella?

—Pues porque aún no me ha dicho ni palabra.

Ahora lo entiendo. Mi madre ha encontrado su droga, pero se ha callado. ¿Por qué?

—Lo encontraría cuando estaba limpiando.

—Mamá no acostumbra a limpiar mi colección de discos.

—¿Qué?

Me arrea un buen golpe.

—¿Por qué iba mamá a curiosear entre mis discos de Pink Floyd?

—Quizás ya sospechaba…

—¿Qué le has contado?

Error. Gran error. Cierro los ojos e intento pensar, pero mi cerebro es un gran agujero negro por donde se me escapan todas las ideas.

—Así que tú sabías que ella sabía…

—Sospechaba que fumabas. La madre de Pepino os ha visto en el Parque del Elefante.

—¿Te lo ha dicho a ti?

—Sí.

—¡Mentiroso! Si fuera así, ¿por qué no le ha dicho su madre nada a Pepino?

—¿Y cómo voy a saberlo? Yo no he dicho nada, en serio.

Mi hermano no me cree y no le importa lo que diga. Ya ha decidido que soy culpable. Igual que aquella vez que encontró la huella de mi pulgar en su disco favorito.

Aún no ha acabado conmigo, ni mucho menos.

—Ya sé dónde os escondéis tú y tus compañeros —dice de pronto.

Me quedo pasmado mientras él sonríe.

—¿Creías que no lo sabía? —añade—. Todo Rosenhill está al corriente.

Todavía estoy confuso después del encuentro con mi hermano cuando, un rato más tarde, voy a buscar a Dagge. Abre su madre. Dagge está en su habitación, tocando la guitarra. Le cuento todo lo que ha pasado, pero Dagge no se muestra muy interesado, se limita a asentir murmurando algo con impaciencia, como si tuviera cosas más importantes en que pensar. No entiendo nada. ¿Qué puede ser más importante que aquello?

—¿Qué vamos a hacer? —digo.

Aparta la guitarra y se levanta.

—Tenemos que irnos.

—¿Al Nido de Águilas? —digo, aliviado de que Dagge por fin parezca haber entendido la importancia del asunto.

Hemos de llamar enseguida a Larsa y Pierre, y salvar nuestras cosas antes de que mi hermano y sus amigos se presenten.

—La casa.

Me quedo mudo y Dagge me da unos golpecitos en la espalda.

—Tranquilo. No va a pasar nada —añade.

—¿Por qué has cambiado de idea?

—Bah. Jonas no es tan valiente como presume. No se atreverá a entrar. Al menos él solo.

Yo no estoy tan seguro de eso. Y Dagge no consigue convencerme de que él mismo se lo crea.

—No deberías haberlo contado. Habíamos sellado un pacto.

Dagge rehuye mi mirada.

—Ya lo sé.

Jonas nos espera en el cruce y saluda con un gesto tranquilo. No parece nervioso en absoluto. Se apoya con aire de indiferencia sobre su manillar haciendo globos de chicle. Larsa y Pierre sí que parecen nerviosos. Larsa, pálido y sereno, agarra con fuerza las empuñaduras de la bici mientras Pierre carraspea sin parar.

En mi opinión se trata de una idea absurda, y Dagge estaría de acuerdo si se atreviera a admitirlo. Pero ya es demasiado tarde. Ahora no puede dar marcha atrás.

—Entonces, vámonos —dice Dagge.

Son las siete de la tarde cuando nuestro grupo dobla por la carretera de Lugnet. Dagge va en cabeza, y Jonas pedalea pegado a él como su sombra. Pasamos por delante de los prados donde pastan las vacas y no parece que se preocupen en absoluto del mundo que se extiende más allá de la alambrada. ¡Qué suerte tienen!

El canto de los pájaros y el zumbido de los mosquitos, los habituales sonidos del verano que nos han acompañado todo el camino, de pronto se desvanecen. El sol desaparece tras los abetos y empieza a soplar un viento frío.

Ya casi hemos llegado.

10

—Es aquí —anuncia Dagge.

Jonas observa la casa un buen rato, examinándola con detalle. Al final se vuelve hacia Dagge, que está apoyado en la valla masticando una brizna de hierba.

—¿Entramos? —sugiere Jonas.

Dagge lo mira fríamente.

—Hasta aquí hemos llegado; no vamos a dar ni un paso más.

—Venga ya. Lo prometiste —protesta Jonas.

—No, te dije que verías la casa. Y ahora ya la has visto.

—Bueno, si tú no te atreves…

Jonas empuja la cancela. A la altura de los matojos secos se da la vuelta y gesticula con la linterna.

—¡Venga, Dagge!

—Pasa de él —digo.

Dagge ni parpadea, pero veo que está en tensión.

—Nos largamos —dice Larsa.

—Pues iré yo solo. ¡Gallinas! —grita Jonas.

Los ojos de Dagge sueltan chispas. Aprieta los puños. En la mano izquierda lleva un anillo de sello que heredó de su padre.

—¡Será capaz!

Allá cerca de la casa, Jonas cloquea:

—Gallina, gallina.

Dagge está rabioso. Intentamos calmarlo diciéndole que no vale la pena enfadarse, pero Dagge no nos hace caso. La verdad es que ni yo ni Larsa ni Pierre osamos interponernos en su camino cuando se dirige hacia Jonas.

—¡Repite lo que has dicho!

—Gallina…

Dagge le suelta un derechazo fuerte y rápido en toda la cara a Jonas, que cae sentado en la hierba y pierde la linterna. Sus ojos abiertos de par en par reflejan sorpresa. Le sangra la nariz.

Dagge se sopla los nudillos y sacude la mano.

—Nadie me llama cobarde, ¿te enteras?

De pronto, Jonas se incorpora y le suelta un puñetazo, pero está mal equilibrado y no puede darle fuerza al golpe. Dagge empieza a sangrar por la nariz, pero se mantiene en pie, sacude la cabeza como si se hubiera tragado algo ácido. Cuando se recupera del golpe agacha la cabeza y se lanza sobre Jonas. El placaje es duro y preciso. Los dos desaparecen entre la hierba alta. Desde donde estamos nosotros es imposible ver quién gana. Ruedan juntos, se tiran de los pelos y de la ropa. Es una lucha feroz.

—Oye, éstos son capaces de hacerse daño —comenta Larsa.

Entre el barullo de brazos y manos, Larsa y yo conseguimos agarrar a Dagge. Da patadas a diestro y siniestro y nos amenaza a todos. Nos vemos obligados a tumbarlo sobre la hierba y a sujetarle los brazos.

Dagge escupe y bufa como un gato salvaje.

—¡Soltadme! Se va a enterar de quién soy yo, ¿lo oís? ¡Ahora verá!

—Tranquilo —le decimos Larsa y yo al unísono.

Al final se calma y todos respiramos aliviados. A unos metros de allí, Jonas se limpia la boca con el dorso de la mano. La camiseta blanca tiene manchas de sangre y está rota. Hojas y briznas de hierba le adornan el pelo formando un extravagante peinado.

—Eres muy mal perdedor, ¿lo sabías? —le dice a Dagge con voz ronca.

Dagge está inclinado hacia delante y levanta la mirada a Jonas.

—Sí, ya lo sabía —responde—. Así que apártate de mi camino. No quiero volver a verte. Ni en Rosenhill ni en el Nido de Águilas. Aquí no hay sitio para ti. ¿Te enteras?

Creo que Jonas ha captado el mensaje, porque su rostro ha adquirido una expresión rígida y vacía. Le tiembla el labio inferior. Dagge sacude la cabeza.

—Venga, vámonos.

Empezamos a movernos despacio. Me siento mal por Jonas. Yo no quería que las cosas terminaran así. Si Jonas no hubiera aparecido en ese cruce de la calle Rosenhill, nunca nos habríamos bañado en una piscina cubierta ni hubiéramos sabido nada de
Sultán
ni del tifón en Costa Rica. Tampoco habríamos descubierto el sabor de la mantequilla de cacahuetes ni que a una chica se le puede decir «bonita» sin que parezca una tontería.

Al cruzar la verja me detengo y miro por encima del hombro. Jonas permanece en el mismo sitio, una figura de rostro inexpresivo, rodeada de zarzas y sumido en la pesada sombra de la casa.

Aligero el paso y enseguida alcanzo a los demás.

No me vuelvo para mirar atrás.

Tercera parte
1

Abajo suena el teléfono, pero no me apetece en absoluto levantarme de la cama, donde llevo tumbado toda la mañana leyendo un libro de misterio. Es domingo y mis padres están en casa. La última vez que los vi estaban en el jardín. No tengo ni idea de lo que estará haciendo mi hermano. Desde que mi madre me confió sus sospechas he estado esperando el desenlace. He comprobado con cierta desilusión que mi madre no toma cartas en el asunto. Ayer cenamos juntos toda la familia y, como siempre, no hablamos de nada en especial. Mi padre tenía la cabeza en otro sitio, es decir, en el trabajo; mi hermano lucía su falsa imagen (se ofreció a poner la mesa y a fregar, ¡vivir para ver!); y mi madre contó algo que había pasado en el trabajo. Me pregunto por qué no le ha dicho nada a mi hermano. Tal vez teme que se marche de casa. O a lo mejor le está enviando un mensaje en silencio: «Ya no me puedes engañar, sé a qué te dedicas». Pero ¿qué pasa con eso que dijo de que él necesita apoyo y ayuda? No entiendo nada. ¿O es que mi madre es más lista de lo que había supuesto? Quizá piense como los auténticos investigadores de la policía, que no hacen caso de los pequeños infractores para echarle el guante a los peces gordos. A lo mejor es que mi madre está siguiendo la pista a mi hermano. Seguramente está esperando a que meta la pata a fondo y entonces lo pillará de una vez por todas.

El teléfono ha dejado de sonar. Ahora me doy cuenta de que su sonido no pertenecía al entorno. Debería haber contestado.

Poco después mi madre entra en mi habitación. Parece pensativa. Me pregunto qué querrá.

—Preguntan por ti.

Me siento.

—¿Quién?

—Creo que ha dicho que se llama Sylvia.

Está esperando en el porche. Mi padre la invita a café, pero ella lo rechaza amablemente. Es la primera vez que la veo vestida del todo: tejanos, blusa, zapatillas deportivas y el pelo recogido en una cola de caballo.

Se levanta de la silla cuando me ve.

—Hola.

—Hola —digo, algo inseguro.

—Acabo de hablar con Dag. Me dijo dónde vivías.

En silencio me pregunto de qué habrían estado hablando ella y Dagge.

—Jonas no vino a casa ayer. ¿Sabes dónde está?

—No…

Su rostro queda ensombrecido por la desilusión.

—Ayer noche salimos y llegamos tarde. Creíamos que Jonas estaba durmiendo, pero esta mañana cuando fui a despertarlo…

—¿Habéis llamado a la policía? —pregunta mi madre.

Sylvia asiente.

—El padre de Jonas está en la comisaría.

Mi madre me mira.

—¿No estuvisteis en casa de Dag ayer noche?

La miro a los ojos. Ella no sabe nada de la casa. Pero ayer noche Jonas no estaba desaparecido. Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir, nunca le habría contado a mi madre aquella mentira de emergencia.

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