La doctora no tenía más remedio que esperar al primer barco de los excursionistas y volver en él a la capital. Se sentó en el poyo del Lugar Sin Nombre, y permaneció allí largo rato, sintiendo cada minuto arrastrarse sobre su piel.
Su inquietud de la madrugada, cuando había recordado la sortija en la mano inerte, se iba haciendo más aguda, como si la imagen del cadáver apenas vislumbrado, que podía llevar en una de sus manos esa sortija bien conocida, hubiese disuelto el barniz que antes lo cubría todo con un brillo de quietud apacible, sin tiempo y por eso sin urgencias. A la vez, le parecía que aquel cuerpo muerto, tendido en el suelo, era una imagen familiar, no era la primera vez que lo descubría, estaba por lo menos en sus miedos y en sus culpas, asaltándola de noche como una certeza.
Por fin se levantó y subió otra vez al laboratorio, para ordenar el trabajo de la jornada antes de marcharse a la capital. La luz del sol iluminaba claramente la entrada y se detuvo para reconocer las superficies y huecos que aquella misma madrugada hubieran podido generar la ilusión de una figura, pero allí sólo había una puerta blanca, en un muro de listones de madera también pintado de blanco, y la sombra del pino cercano no llegaba todavía a rozar el umbral.
Entró en la casa con la resolución de mantener la calma, puso una cafetera, se hizo una tostada, aquella voluntad de recuperar los gestos de lo cotidiano tuvo su compensación, y el olor del café, la luz de la mañana relumbrando en los instrumentos y en los vidrios como para intensificar la quietud del ámbito, le dieron una señal segura de tregua. Se sentó, tomó el desayuno sin prisa, hasta el eco del viento parecía perder sus resonancias dramáticas a la luz del día. Revisó luego los cultivos, ordenó la mesa de trabajo. Cuando llegó la Alegre Rosita, la doctora había recuperado la habitual disposición sosegada, aunque el insomnio de la noche le daba una paradójica percepción de sueño, como si se moviese entre esos límites del despertar en los que nos parece estar ya haciendo la vida ordinaria cuando aún no hemos dejado de dormir.
Orientó el trabajo de la ayudante, advirtiéndole de que se iba a ir a la capital, por un asunto familiar imprevisto, y que ya no regresaría hasta el día siguiente. Le pidió que inspeccionase aquellos cultivos que a ella le habían preocupado tanto el día anterior, todavía no informó a su ayudante de sus impresiones, quería esperar un poco más antes de verificar nuevamente si se confirmaban las pruebas que justificaban aquel diagnóstico tan pesimista.
Pasadas las nueve y media recibió la inesperada visita del Hombre de los Tesoros, la invitaba a tomar un café. La doctora percibió en el arqueólogo una agitación inusual. Le dijo que iba a coger el barco para la isla mayor, que enseguida estaría con él y podrían bajar juntos hasta el muelle, y el otro esperó dando pequeños paseos delante de la fachada.
Los parajes que el sendero atraviesa en la parte del bosque tienen a esas horas una diafanidad cristalina, brillos de ramajes, de hojas, de piedras, claridades muy marcadas sobre las rocas y los arbustos, una suavidad de escenario bucólico, un fulgor de cuento de hadas. El Hombre de los Tesoros hoy no ve el paisaje, dice que ha dormido muy poco, que le ha trastornado la visión de esos muchachos, que la muerte de su hijo le alteró mucho, tiene otro hijo, que vive con la madre, ese chico crece sin problemas, es estudioso, le gusta el deporte, pero el otro, tal vez era yo demasiado joven cuando nació.
Da unos pasos sin hablar y luego continúa, la gente se lo piensa ahora mucho antes de tener hijos, para los que somos cuarentones no era lo mismo, en mi caso fue ella quien se empeñó, estaba deseando tener un nene en los brazos, veía los nenes por la calle y casi se postraba a adorarlos, se deshacía, y cuando el nuestro nació yo me encontré vacío de repente, al dejar de fumar sentí casi lo mismo, esa carencia, esa oquedad para siempre, esa amputación, esa pequeña muerte, el hijo no era una amputación ni una carencia ni una muerte sino lo opuesto, una excrecencia extraña que surgía en la placidez de mi vida de pareja, ahora este tumor para siempre, este bulto ajeno en mi intimidad, y compartir la ternura de ella, claro, pero encima vuestra ternura es distinta con los niños, más solícita, más desinteresada, sin pedir nada a cambio.
La doctora le escuchaba hablar un poco atónita, admirada de que el Hombre de los Tesoros hubiese decidido hacerla partícipe de esas confidencias, como si su acercamiento a ella naciese de la intuición de una afinidad que le habría aconsejado confesarse de aquel modo.
Y en el fondo nunca le había perdonado la intrusión, lo comprendió paradójicamente al ver su cadáver, era como si desde que nació hubiese estado esperando esa desaparición, esa partida definitiva, ya no está, por fin, el alivio, pero no porque significase el final de la pesadilla del chico esclavizado por la droga, sino como si viniese de mucho más lejos, de la imagen de un cuerpo diminuto en la cuna de un sanatorio que había irrumpido sin permiso en su vida, y sintió el horror de que eso pudiese ser cierto, porque él creía querer al niño, al muchacho, pero acaso nunca había conseguido superar la desazón envidiosa de su nacimiento, la sensación de haber sido invadido, quizá nunca lo había aceptado de verdad.
El horror persiste, está acurrucado dentro, y a veces se despereza, vuelve a asomar, como lo ha hecho esta noche. Todo está constituido por un tejido, invisible pero firme, de intuiciones, de percepciones, de secretos, de sombras seguras que no queremos reconocer, y acaso el muchacho intuyó en mí un rencor originario que yo mismo no reconocía, quizá su comportamiento tenía algo de la asunción y la retribución de aquel rechazo instintivo mío cuando lo vi por primera vez, recién nacido.
Está tan absorto en su relato que ni se fija en el persistente traqueteo sobre el que se alza el penacho de humo del grupo electrógeno. No sé por qué quería contártelo, tú lo observas todo, manejas el microscopio, analizas lo que con los ojos no vemos, esta mañana te vi salir muy pronto, luego desapareciste corriendo, fue una imagen misteriosa, estuve a punto de seguirte entonces para contártelo, como si fuese necesario que alguien escuchase esto y tú fueses la persona más adecuada.
La doctora detiene el paso y le mira a los ojos, cuando nuestros hijos fracasan estamos tan desorientados que nos echamos la culpa, y le cuenta que va a coger el barco que deja a los excursionistas para acercarse a la capital y reconocer el cadáver de la chica que vieron anoche, mi hija se fue de casa hace tiempo, nunca hemos podido saber dónde estaba, esta noche, al pensar en una sortija que llevaba la chica muerta en su mano, he tenido una ocurrencia horrible, yo tampoco he podido dormir, que ese cuerpo pudiera ser el de ella, el de mi hija, también una muchacha extraña, pero nosotros la cuidamos siempre, siempre le dimos afecto, siempre la quisimos, ¿es que tú no le diste afecto a tu hijo, desde niño?, ¿cómo le tratabas?, ¿no le abrazabas, no le besabas, no estabas siempre en disposición de protegerle de cualquier cosa que pudiese amenazarle?, ¿no le contabas cuentos, no ibas con él al cine, al circo, a las atracciones, sustituyendo tu tiempo de entretenimiento por el suyo, no hacías muecas, y ponías voces ridículas por complacerle?, ¿no le velabas cuando se ponía enfermo, no le recogías al salir del colegio, no procurabas que comiese lo mejor, no le servías de acomodo cuando se quedaba dormido fuera de casa?, ¿cuántas veces lo llevaste en brazos, en hombros?, ¿no te sentías feliz cuando estaba a gusto, y a disgusto cuando parecía desdichado?
El Hombre de los Tesoros permanece en silencio unos cuantos pasos, lo siento, ya me parecía que había entre nosotros una conexión, una atadura, doctora, las mismas penas deben de emitir en la misma onda, ojalá no sea tu hija, por qué va a serlo, hay muchas cadenillas, y sortijas, y pendientes iguales, la moda está globalizada, yo creo que toda esa bisutería se fabrica en el mismo sitio.
Me sobresalté anoche, acostada, recordé lo que habías contado de tu hijo y vi a mi hija, y esa sortija en su mano cuando yo se la traje de un viaje, y la mano de la chica muerta sobresaliendo de la manta.
Claro que lo cuidamos, que le queríamos, por eso estábamos angustiados por él, claro que fuimos unos padres decentes, pero una cosa es lo que está en la superficie, en las apariencias de lo de cada día, y otra son esas sombras imprecisas y temibles que nos ocupan, el Rafalet lo explica muy bien, que lo ha invadido un fantasma y le ha cambiado el humor, a veces pienso que esas piedras antiguas de las excavaciones siguen existiendo, con su plena identidad, a través de las formas, fueron un bulto asimétrico, las tallaron, se han desgastado, pero sus estructuras permanecen invariables, nadie las puede modificar. Sabemos cómo son, no tienen otro secreto que el del origen de la materia, pero yo sigo después de tantos años sin saber cómo soy, un ser racional, un ejemplar de homo sapiens, y estoy lleno de secretos que yo mismo desconozco, o que quizá no quiero conocer para no descubrir mi vileza, mi cobardía.
La doctora está a punto de confesar que está haciendo lo posible por convertirse en lagartija, pero se calla. El Lugar Sin Nombre sigue cerrado, y la imposibilidad de tomar ese café que fue el pretexto de su compañía desconcierta al arqueólogo, que se queda en silencio. No lleva el acostumbrado bastón y, con las manos en la espalda, bamboleando el cuerpo, la cabeza inclinada hacia delante, se ha quedado perdido unos instantes en las últimas palabras, acaso en el enigma de esos secretos propios que dice desconocer.
En la ensenada ha aparecido el barco de los excursionistas, con su gran toldo blanco en la cubierta y las barandillas donde se apoyan los pasajeros.
Este primer barco, con el grupo de turistas, trae suministros, correo. Deja la carga y los pasajeros y, sin esperar, regresa a la isla grande de vacío y una hora y media después vuelve con otra remesa de visitantes y se lleva a la primera. Cada grupo de excursionistas está siempre guiado por alguien, sigue un recorrido fijo por ciertos senderos, marcado con cartelitos que indican el nombre de los parajes y de las plantas. El barco viene otra vez a la isla a la una y media, para llevarse a la segunda tanda de excursionistas, y ya no regresa hasta el día siguiente. Lo contado de los viajes y el número cerrado de visitantes forman parte del sistema de protección del espacio natural, por eso la isla está siempre tan solitaria.
Los pasajeros descienden del barco. Hoy el aire de satisfacción y aturdido desconcierto que suele señalar a los grupos turísticos está desfigurado por varias personas que muestran los rostros pálidos, el aire desmadejado, esa torpeza que sucede al mareo. Una mujer se sienta en el suelo y otra hace que chupe un gajo de limón.
Una muchacha con un sombrero de lona verde los va conduciendo, enseguida se repondrán, no hay como pisar tierra firme, lo primero que vamos a hacer es visitar el castillo, síganme, por favor, y la doctora se acerca al barco para declarar quién es y argumentar su necesidad de regresar con ellos a la isla mayor. Sin inquisiciones, le dicen que suba a bordo. Me voy, se despide la doctora, mañana estaré de vuelta, a esta misma hora.
La doctora tiene otra vez la sensación de no estar exactamente en el espacio de la vigilia, como si el poco dormir lastrase sus percepciones con un peso de sueño no despejado, pero la luz es estridente, el viento, que desde el agua no resuena como desde tierra, le alborota el pelo, el mar cabrillea más allá de la boca de la ensenada, anunciando en lo que se va a convertir el suave balanceo, el calor deja vencer encima de ella su peso.
Mientras el barco se separa del muelle y de la costa, la doctora tiene una percepción precisa de desgarro, como si una parte de ella quedase a un lado, en la isla, y la otra en ese barco que la transporta, que se va alejando hacia otro lado, cada vez más ajeno.
A lo largo de casi ocho meses, la isla se ha ido convirtiendo para ella en un refugio cercano, doméstico, un cobijo que tenía mucho de amniótico, en el que luces y olores, sonido y temperatura, se ajustaban a sus sentidos como si formasen parte física de su nueva existencia. Todos los signos con que comienza este pequeño viaje son la advertencia de una memoria que no puede ignorar, que la está esperando, sea cual sea el resultado de su pesquisa.
La sensación de desgajamiento se mantenía en ella mientras el oleaje zarandeaba el barco rumbo a la isla mayor, recortada al norte como una ligera masa oscura, en el horizonte limpio de un día sin nubes. El barco iba rodeando los acantilados, dejaba atrás los peñascos y los islotes, espacios de piedra desnuda en los que no había nada de la garriga que había conseguido colonizar las vaguadas y las laderas menos empinadas de la isla. Aquéllos eran los ámbitos de las focas, aunque no consiguió ver el cuerpo de ninguna de ellas, los lugares que sobrevolaban el halcón de Eleonora, la gaviota de Audouin, los especímenes más raros y valorados por los ornitólogos, el territorio natural de las inmersiones del Intrépido Buceador. En esas zonas está prohibido fondear y la isla presenta su aspecto más solitario y salvaje, como si estuviese verdaderamente muy alejada y protegida de la invasión humana.
El barco se movía mucho, pero la doctora permanecía en cubierta, no había querido refugiarse en el gran camarote donde se alargaban los asientos vacíos de los pasajeros ni en la cabina del patrón, por un lado temía que el encierro entre cuatro paredes sobre una mar tan movida la marease, como había sucedido con aquellos maltrechos excursionistas, por otro quería seguir sintiendo el gusto de la humedad y del viento en las mejillas, en los brazos, como la exhalación de despedida del humilde archipiélago que en esta parte recibía en su costa un oleaje repetido y restallante.
La isla y sus islotes iban quedando cada vez más atrás y la doctora Gracia miraba el mar oscuro, lleno de ondulaciones espumosas, pensaba en la Nena Enfurruñada, dejaba que su vista se enredase en la estela de espumas que se marcaba tras la hélice, en la parte de popa, y sentía que la masa densa del agua era el reflejo material de su propia confusión insondable.
A veces buscamos un dato, una señal que nos indique cuándo cambiaron las cosas, cuándo descubrimos que habíamos dejado la costumbre de la apacibilidad. Puede que muchos se encuentren con ese infortunio que siempre nos acecha al regresar un día a casa, poco después de abrir la puerta y penetrar de nuevo en el espacio cotidiano, pero ella no podía identificar qué pasó de repente con la nena, no hubo ningún hito especialmente memorable, claro que la menstruación había marcado una diferencia, desde entonces cerraba la puerta cuando estaba en el baño, ya no volvió a consentir que la peinase, se cortó la preciosa melena, empezó a exigir unas ropas determinadas, pero parecía que era cosa de las amigas, en el fervor de esa moda que esclaviza a los jóvenes en ciertas marcas y formas de la ropa.