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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (12 page)

Al teniente la noticia de esa hija desaparecida sin avisar le desconcertó, abandonaba el tono festivo, se mostraba circunspecto, aunque la euforia de la doctora al no haberla encontrado en el depósito de cadáveres le devolvió la animación y el desenfado. Iba llegando más gente, pero el restaurante se mantenía bastante silencioso. El camarero les fue sirviendo, y la doctora se echó a reír por la referencia a los tentempiés cartujos con que el teniente volvió a calificar la comida del equipo de investigación y conservación de la isla. Como el bullicio callejero, y la sucesión de los portales y de los escaparates, y el puerto lleno de barcos, y las antiguas edificaciones góticas, los platos del restaurante no tenían nada que ver con la simplicidad de los espacios naturales.

El teniente se mostraba ufano de su conocimiento del vino y con el segundo plato pidió otra botella. Un día es un día, exclamó, para justificar el exceso. El cansancio, lo abundante y elaborado de la comida, el vino, estaban a punto de hacer desdoblarse otra vez a la doctora, esta vez en un personaje sin conflictos ni malos recuerdos. Se reía mucho, brindaba antes de cada sorbo y parecía que su otra era más alegre y extrovertida que la de costumbre.

Después del segundo plato, el teniente le confesó a la doctora, con aire formal, que aquella comida era también para él una especie de celebración anticipada. Entre las numerosas gestiones de aquella mañana, el ingreso del chico herido en el hospital, no tiene ningún peligro, el traslado del cadáver al depósito, el cumplimiento del encargo del buceador, había un asunto personal muy complicado que parecía en vías de solucionarse. Él en esa isla está desterrado, prisionero, es su cárcel, su castigo. Pero parece que por fin me van a liberar, me han informado, con mucho sigilo, con mucha discreción, esto no se lo debo contar a nadie, que es muy posible que antes de Navidad acepten trasladarme a una unidad decente, un destino de verdad, donde no tenga que dedicarme a la vigilancia de gaviotas y erizos, cerca de la civilización, del cine, de los bares, de los restaurantes, de los quioscos, de la gente. Le prometo que preferiría estar otra vez en un territorio en guerra, como estuve, entre peligros y restricciones de todo tipo, que en esa isla perdida. A ver si me lo arreglan pronto y me puedo largar de una vez, y me hacen un hombre, otro hombre, porque yo la entiendo a usted perfectamente, a veces nos desdoblamos, aparece en nosotros alguien imprevisto, que no conocíamos, y actúa por su cuenta, y a saber si nos mete en un lío para toda la vida. A esa otra hay que tenerla siempre bien controlada, doctora, o cualquier día le va a dar un disgusto, y no hablo por hablar.

Tomaron un postre sustancioso para terminar la segunda botella, comían por gula, como charlaban. Él admiraba el trabajo de los biólogos, su exploración de los mundos invisibles, su paciencia. Ella le preguntó por qué se había hecho militar. A mí me gusta esta profesión, tuve un tío al que quise mucho, que llegó a teniente coronel, mi madre es viuda, y desde niño quise ser lo que soy, desde niño me gustaban los cómics bélicos, y leer sobre estrategias, y conocer las grandes batallas, ya sé que a muchos civiles no les gustamos, pero los guerreros han sido necesarios desde siempre, se pongan como se pongan, un mundo sin guerras ni guerreros sería maravilloso, naturalmente, pero también sería estupendo un mundo sin avaricia, y usted sabe que la avaricia es uno de los motores de nuestra sociedad, en fin, para qué vamos a hablar, a mí me gustaban las armas, los uniformes, ver los soldados desfilando, las películas de guerra me emocionaban, todavía me pone de buen humor contemplar heroicidades en la pantalla.

Lo mío es una vocación, doctora, saber cada día que soy una pieza de un orden ajustado perfectamente que, sin embargo, no es automático, requiere el ejercicio de la voluntad de cada uno de los que lo conformamos. A mí me encanta adiestrar a la gente en la instrucción, ver cómo poco a poco ese conjunto diverso, cada uno de su padre y de su madre, tan diferentes en sus conductas, se hace unánime, pequeñas partes de un solo cuerpo coordinado. Me gusta eso, pero también la aventura, cualquier actividad que tenga movimiento, riesgo, y mejor en un sitio lejano, exótico, yo creo que ya no hay más espacio que este del ejército para la aventura de verdad. Y ya me ve usted, vegetando día tras día en esa dichosa isla.

La doctora no quiso decirle que para ella la isla era sin embargo una aventura, pero repuso que la guerra era más que una aventura. Yo conozco la guerra, no crea, exclamó el teniente, le estoy hablando de hace pocos años, me admira lo joven que yo era y la cantidad de tiempo que me parece que ha pasado. Todas esas crisis que nos parecía imposible que pudiesen suceder en Europa, gente empeñada en disgregar sus estados, en crear naciones étnicas, esa furia homicida que se desató y yo allí metido, pero son gajes del oficio, claro que la guerra no es una aventura, si a pesar de todo se jugase limpio, sólo en los campos de batalla, no dejaría de ser un pugilato terrible, pero está mezclada con cosas muy sucias.

El recuerdo de su participación en las guerras le traía a la memoria un anecdotario pintoresco, y algunas historias dramáticas. Había formado parte de una misión de observación, el presidente de la misión era un diplomático español, ahora está de cónsul general en un país europeo, había un alto cargo de la OTAN, yo era su ayudante, recorríamos cada día la zona para conocer de primera mano la realidad de las cosas, viajes de inspección, usted sabe, y todas las mañanas, antes de salir, el diplomático llamaba a su ministerio en España para saber si podíamos seguir nuestra misión, siempre llamaba, es un funcionario meticuloso, aquella vez llamó, como siempre, aquel día yo estaba delante, y su jefe, el segundo mando del ministerio, le dijo que adelante con la inspección, que no había novedades, y penetramos con nuestro coche en el territorio. Ya bien internados empezamos a oír y ver aviones y luego comenzaron los bombardeos, resulta que aquel día la OTAN había decidido castigarlos, nosotros intentamos regresar pero nos detuvieron, nos sacaron del coche y nos llevaron a un sótano en un lugar urbano prácticamente destruido por la guerra, allí pasamos casi veinticuatro horas sin más agua que la de un grifo de la pared, las necesidades las hacíamos en un boquete del suelo, sin comer, una situación límite, entiéndame, al margen de la civilización, nuestro conductor llevaba una pequeña radio y por esas cosas que parecen de novela, encontró una emisora española que daba la noticia de que el coche de nuestra misión había sido destrozado por los bombardeos y que todos nosotros habíamos desaparecido, y entonces el jefe de la misión se puso muy serio y nos dijo que si alguien era creyente que rezase, porque si los que nos habían hecho prisioneros habían destruido nuestro vehículo y transmitían la noticia de que habíamos desaparecido, estaba claro que era como si ya no existiésemos, que podían hacer con nosotros lo que les diese la gana.

Mientras cuenta su historia el joven teniente se ha animado tanto que las orejas se le han puesto un poco coloradas, y la doctora asiste a esa animación como a un espectáculo de vitalidad creciente, que le contagia algo de su energía, de su calor.

En poco más de una semana cambiamos de prisión, lugares inmundos, hasta tres veces, viviendo como bestias, comimos apenas unos mendrugos, dormíamos siempre en el suelo. Al final nos trasladaron en un camión a un lugar alejado, en medio del monte, y ahí fue donde pensamos, por el aire de nuestros guardianes, que nos iban a liquidar. Sin embargo éramos moneda de cambio, aunque entonces no podíamos ni imaginárnoslo, y nos anunciaron que al día siguiente nos transportarían a la frontera. Dentro de lo postrados que estábamos, sentimos algo de esperanza. Pues ya verá, antes de llegar, otro grupo distinto detuvo a los que nos llevaban y se hizo cargo de nosotros, y debió de transcurrir otro día más antes de que los anteriores captores nos liberasen, tras un tiroteo, y nos acercasen al punto fronterizo, y nos diesen grandes voces para que corriésemos hasta llegar a él, yo pensaba que nos ametrallarían mientras lo hacíamos. Pero eso no es guerra, doctora, eso es el salvajismo, civiles armados, aficionados, eso no es guerra de verdad.

La doctora le dijo, sin dejar traslucir la ironía, que no sería profesional, pero que había muertos, bienes destruidos, gentes sin hogar, miseria. El teniente repitió le estoy hablando de hace pocos años y sin embargo me admira, me sorprende, repito, lo joven que yo era. No se había enterado de la ironía y se quedó un rato como pasmado, con la copa de vino en la mano, antes de continuar.

La cantidad de tiempo que me parece que ha pasado, ¿y sabe una cosa?, más tarde, cuando estuve al cargo de un destacamento pacificador, pasó por allí un día el jefe de aquella antigua misión, el diplomático, las jornadas de peligro que habíamos compartido nos habían unido mucho, habían creado confianza entre nosotros, descorchamos juntos una botella, para celebrar el reencuentro, y me contó algo que dice bastante de toda la basura que hay en estos asuntos: al regresar a España después de aquello, supo que, cuando nos dieron por muertos, el propio jefazo que aquella mañana le había autorizado a entrar en el territorio rebelde, el segundo mando de su ministerio, informó a las autoridades que lo habíamos hecho sin autorización, lo que le sorprendía en un funcionario tan puntilloso y cumplidor como el jefe de la misión. Al parecer, él tenía que haber conocido lo de los bombardeos que se preparaban, y por alguna negligencia propia no se enteró, y se quitó la responsabilidad de encima echándole la culpa a los supuestos muertos, convencido al parecer de que ya no podríamos contradecirle. Claro que hay muertos, pero la mayoría de las veces son esos que llaman colaterales, muertos que no deberían contabilizarse exactamente en lo que es la guerra directa. Lo que usted decía antes, doctora, muertos no profesionales, muertos que se producen por negligencias, chapuzas y maniobras sucias.

En la pista de despegue, un rato más tarde, el helicóptero relumbra con fuerza al sol y hace mucho calor. El piloto charla con unos hombres y ellos esperan en silencio a la sombra del hangar. El teniente empieza entonces a hablar como si siguiesen en el restaurante, como si aquella conversación sobre la guerra no hubiese quedado interrumpida por el final de la comida, y la salida al bochorno callejero, y el recorrido de las calles que a estas horas estaban más tranquilas y solitarias.

Entonces viví yo también uno de esos desdoblamientos, murmura, por eso la comprendo a usted, maté a un hombre, lo asesiné a sangre fría, y no fui del todo consciente de ello hasta que su cuerpo cayó al suelo, estaba a mi lado, yo descubrí entonces que otro dentro de mí había sacado mi pistola, había disparado.

El teniente ya no dejará de hablar. Entran en el helicóptero, se acomodan, el aparato asciende, gira, muy pronto la isla mayor se escurrirá debajo de ellos, sobrevolarán durante un rato el borde de la costa, el azul oscuro que se hace turquesa sobre la blancura de la arena en las playas, los repentinos peñascos ocres entre la espesura de los pinares, y el volumen de la isla que a ellos los acoge, con su diminuto archipiélago, se mostrará poco a poco lleno de fulgor, inequívoco, recortado meticulosamente por las aguas.

La doctora queda de nuevo hechizada por aquella imagen de naturaleza poderosa que emerge de la soledad oceánica como un miembro vivo, empeñado en sobrevivir, mientras escucha hablar al teniente, inclinado sobre su hombro como un enamorado que la estuviese requebrando.

20.15

El avión que muchas tardes cruza el cielo a eso de las siete pasó por encima de la isla. La doctora, sentada en el escalón del umbral, ni siquiera lo miró, observaba las figuras de los dos soldados que bajaban desde el puesto del faro por el sendero que lleva al bosquecillo, con aire muy poco marcial, y pensaba que debería acostarse ya, pero su cuerpo no respondía a su propósito, estaba quieta como un objeto, como una piedra más.

La estupefacción, que había ido incrementándose en la tarde, parecía separar ese cuerpo suyo de sus percepciones profundas, como si su conciencia no estuviese realmente allí y aquella sensación de estar sentada frente al declinar de la tarde en la isla fuese solamente un invento de su imaginación.

Frente a la inmovilidad del paraje, con las crestas rocosas en sombra que ya ocultaban el sol a su izquierda, la luz haciéndolas refulgir todavía a su derecha, los sucesos de la noche y del día se movían en su mente en un remolino con inercia propia, que parecía escapar también a su voluntad. Después de que las figuras de los soldados hubiesen desaparecido entre los árboles, hizo un esfuerzo por levantarse, arriba, acuéstate, duerme de una vez. Por fin se levantó y entró en la casa.

Cuando aterrizaron, el teniente aún no había terminado su relato. Su coche estaba en el muelle, al otro lado de la explanada que se utiliza como campo de aterrizaje del helicóptero, y se dirigió a él con la doctora sin interrumpir ni un solo momento su historia. Había comenzado hablando en murmullos, sin mirarla, pero poco a poco se enfrentaba a sus ojos cada vez con mayor firmeza, como para aferrarse a un indicio seguro de que su relato era escuchado y comprendido.

Habían entrado en el coche y no le ordenó al conductor que lo pusiese en marcha, seguía mirándola mientras hablaba, accionaba con ademanes que cada vez parecían más propiciatorios. Ya la doctora había asumido que era también una especie de confesión, un día raro, pensó, todo el mundo deseando descargar la conciencia en mí, deben de encontrarme muy vulnerable, o muy predispuesta, o muy poderosa, debe de haber en mí algún tipo de receptividad que no puedo entender. Por fin, el teniente le dijo al conductor que arrancase y se dirigiese al laboratorio.

En aquel tiempo estaba al mando de una fuerza de apoyo a las tropas internacionales, una unidad pacificadora, así las llamaban, el murmullo con el que había comenzado su narración para contarle su disparo sobre aquel hombre había hecho difícil entenderle del todo bajo el ruido de las grandes aspas, era una señal que parecía contar algo reservado pero no especialmente dramático, una confidencia amistosa, e incluso explicaba con cierto pormenor en qué consistía la labor de sus soldados, cómo llevaban a cabo la protección de la población civil, habló de los suministros, de los problemas de higiene, de la moral de la tropa, tan difícil de mantener en buenas condiciones en aquel aislamiento.

Tras un breve periodo, en el que parecía que las cosas se habían tranquilizado, surgió un grupo que se dedicaba a castigar a ciertas comunidades de la zona, mataba gente casi cada noche, a veces familias enteras. En aquel territorio lleno de poblaciones deshechas, entre los cascotes de ladrillos, baldosas, cristales, loza sanitaria, las vigas quemadas, los harapos, los campos abandonados, los bosques carbonizados, los animales muertos, aquellos asesinatos perpetuaban lo peor del enfrentamiento, parecían hacer imposible la pacificación definitiva y con ello la esperanza de regresar a casa, el destacamento estaba con buen ánimo, no vaya usted a creer, pero se palpaba la decepción, tanta presencia internacional y no éramos capaces de reducir a aquel grupo de radicales desesperados y sanguinarios, aunque a intentar desarticularlo se dedicaba un esfuerzo importante de mi unidad, con la colaboración de otras fuerzas, de policías, de informadores especializados.

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