—¿Y qué pasó después? —preguntó Alberto atónito por la maravillosa historia que les acababa de contar el excepcional guía.
—Después de la traición —siguió la crónica Pedro—, levantaron el asedio y marcharon. Varios de los grandes de Ávila les siguieron, entre ellos Blasco Jimeno, hasta las proximidades de un pueblo llamado Fontiveros. Allí retaron al Rey por la cobardía cometida. Pero el monarca lejos de defender su honor los mandó matar también, por eso se levantó una cruz en memoria de la gesta de estos cuya cruz se denomina "del reto" que se encuentra entre los pueblos de Fontiveros y Cantiveros. Hoy en día el escudo de la ciudad representa el
cimorro
de la catedral con un niño Rey en lo alto y el título de Ávila del Rey.
—¿Qué es un
cimorro
? —preguntó Juan.
—Es la torre de la iglesia —respondió Pedro mirando el reloj y observando que se estaba haciendo tarde—. Mañana os llevaré hasta La Hermana de Dios, ¿Ok?
Los tres asintieron con la cabeza. Estaban cansados de la caminata que se habían pegado, pero valió la pena ver una ciudad tan hermosa. Dos días después tendrían que hacer acto de presencia en la exposición cultural de Santa Ágata, así que la única posibilidad de conseguir la famosa rana con alas, la tenían en la visita que harían el sábado, acompañados de Pedro. El problema es que no sabían cómo harían para distraerlo y que no supiese lo de la rana de bronce.
Sábado 07 de noviembre
El despertador sonó a las ocho de la mañana en punto.
«Hoy es el gran día», pensó Alberto mientras se dirigía al lavabo para lavarse la cara.
Juan y Andrés tardaron unos minutos en levantarse, el día anterior los dejó completamente agotados.
Los chicos ordenaron la habitación y se asearon. Fueron hasta el comedor para desayunar. El pasillo estaba atestado de alumnos de otras ciudades que se habían personado en Ávila por la exposición. Pero no tenían tiempo de relacionarse con ellos. Apenas hablaron con ninguno.
Mientras estaban mojando las porras en el café con leche, se presentó Pedro, puntual como ya era costumbre en él.
—¿Qué tal chicos? ¿Habéis descansado bien? —preguntó.
Venía vestido con un impecable traje azul marino y se quedó mirando los restos del impresionante desayuno esparcido sobre la mesa.
—¡Muy bien! —respondió Andrés todavía con la boca llena.
—¡Hoy mejor que ayer! —atestiguó Alberto.
—Pues cuando hayáis comido nos iremos camino de La Hermana de Dios, hay mucho que hacer allí —aseveró al mismo tiempo que les guiñaba un ojo.
Los tres se miraron con aire de complicidad. Sería fantástico que Pedro supiese la historia del cofre de estaño y de la rana con alas que contenía. Que supiera de los menutos y del poder de la pipa de madera de brezo. Del lodo de Belsité y de su capacidad curativa…
Se subieron en el coche de Pedro y se dirigieron hacia el anhelado pueblo, había llegado el momento de la verdad. La rana alada de bronce les ayudaría a quitarle la pipa de madera de brezo y boquilla de cuerno de alce, al duende Menuto, y con ella podrían hacer que el lodo adquiriera propiedades milagrosas y así curar la enfermedad degenerativa del querido profesor don Luis.
En apenas media hora habían llegado al pueblo. Pedro aparcó, prácticamente, en la entrada del municipio y lo que buscaban los chicos estaba en la parte alta, al lado de la ermita.
—Estáis muy callados —dijo Pedro ante el silencio de los chicos.
—Es el trasiego del viaje de ayer —respondió Andrés—. Aún no nos hemos recuperado.
Se apearon del vehículo y siguieron a Pedro por un camino de tierra que dejaba el pueblo a la derecha. Caminaron en silencio. Miraron a los lugareños que los observaban con curiosidad. En unos minutos llegaron hasta la ermita, era sencilla pero preciosa. Pedro se detuvo delante de ella.
—Esta es la ermita de San Miguel —señaló—, es un excelente lugar para venir a pasear y sentarse aquí ha descansar. ¿Queréis ver el pueblo?
—Sí —asintió Alberto—. Estaría bien.
—De acuerdo, si os parece os lo enseño luego, se recorre enseguida —explicó Pedro—, pero quiero aprovechar que estoy aquí para hablar con un amigo que hace tiempo que no veo. ¿Quedamos aquí mismo dentro de una hora?
—¡Perfecto! —exclamó Andrés con un grito de satisfacción.
Nada más irse Pedro, los tres bajaron por el terraplén que había al lado de la ermita. Siguieron durante unos metros por un camino lleno de hierbas, hasta llegar a la piedra redonda de granito. Estaban excitados. Tanto tiempo y al fin se encontraban delante de la roca donde se supone estaba sepultada la rana con alas. Don Pablo no les había engañado. El recorrido era tal y como él les dijo.
—¿Y ahora? —preguntó Juan sudoroso por la emoción y colocándose bien las gafas.
—Hay que apartar la piedra y excavar debajo de ella, un metro aproximadamente —respondió Andrés mientras tiraba al suelo un pequeño trozo de regaliz sin acabar de comérselo.
—¿Hacia la izquierda? —volvió a preguntar Juan.
—¡Oye! —exclamó Andrés—, no poneros nerviosos ahora, a ver si vamos a regresar con las manos vacías. La piedra había que apartarla hacia la derecha. Me acuerdo perfectamente de que el jefe de estación dijo hacia la derecha.
Empujaron, los tres a la vez, con todas sus fuerzas. La piedra se movía, pero muy lentamente. El tamaño era como el de una persona. Debía de pesar doscientos kilos por lo menos.
Siguieron tirando de la roca hasta que se vio, debajo, un pequeño agujero.
—¡Parad! —gritó Andrés—. Parece que se observa algo.
—Es un hoyo —anunció Juan—. Dijo el jefe de estación que teníamos que cavar un metro debajo de la piedra de granito.
—¡Así es! —afirmó Andrés—. Lo que ocurre es que no hemos traído ninguna herramienta para perforar la tierra.
—Podemos hacerlo con las manos —dijo Alberto ansioso por encontrar la rana de bronce—. Un metro no es tanto para tres chicos aragoneses. ¿Verdad?
Estuvieron casi una hora cavando. Se fueron turnando en ciclos de diez minutos, aproximadamente, cada uno. Se ayudaban con unos guijarros que había alrededor de la zona.
—Creo que las piedras que estamos usando para cavar son de siles —advirtió Alberto, sin dejar de agujerear.
—¿Estás seguro Alberto? —preguntó Juan, quitándose las gafas para limpiarse el sudor de la cara con un pañuelo de tela.
—Sí, y creo que son del paleolítico, es decir, de unos cuarenta mil años —afirmó mientras toqueteaba una con su mano—. Seguramente nadie se ha percatado de que están aquí. Son tan rudimentarias que es difícil darse cuenta de lo que realmente son.
Llegaron a profundizar casi dos metros. Las manos ensangrentadas. Barro por todas partes. Mientras que uno rascaba la tierra con las piedras a modo de picos, otro las sacaba con la mano. Se partieron varias uñas pero aún así siguieron cavando.
«Qué locura», pensaron los tres al mismo tiempo.
Ya habían perdido todas las esperanzas cuando de repente…
—¡Toco algo! —vociferó Juan envuelto en sudor y con las gafas apoyadas en la punta de la nariz.
—¡La caja! —exclamaron Andrés y Alberto al mismo tiempo.
Siguieron cavando entre los tres. Atropellándose. Golpeando el suelo con las manos desnudas, ensangrentadas. Sacaron la tierra sobrante de los bordes de una caja de estaño, o por lo menos parecía eso. Tenía el tamaño de un teléfono fijo y estaba cerrada por un enorme candado de aspecto antiguo, tan grande como una bombilla de sesenta voltios. Sacaron el cofre del socavón con enorme cuidado, no sabían qué había dentro.
—No hay tiempo de abrir la caja ahora —gritó Andrés—. Debemos guardarla en una de nuestras mochilas. Está a punto de llegar Pedro y es mejor que no sepa nada de esto.
Metieron el cofre en la mochila de Juan, era la que estaba más vacía, y se encaminaron dirección a la ermita de San Miguel donde habían quedado con el guía, no sin antes volver a colocar la piedra de granito en su punto original. Alberto recogió un poco las piedras de siles y esparció la arena de forma uniforme, para que no se notara lo que habían hecho. En tan poco espacio habían encontrado un cofre y utensilios del paleolítico. «¿Quién sabe cuántos restos arqueológicos habría por esa zona?», pensó.
Puntual, como ya era acostumbrado en él, llegó Pedro al lugar donde se citaron, delante de la ermita de San Miguel.
—¿Os enseño el pueblo? —preguntó mientras se agachaba para abrocharse un cordón de sus impecables zapatos negros.
—No es necesario —respondió Andrés—, hemos aprovechado este rato para ver toda la villa. Nos apetece más volver a Ávila y descansar un poco en el colegio, la visita de ayer nos dejó agotados y mañana tenemos que permanecer todo el día en la exposición.
—Como queráis —asintió Pedro—. Yo estoy satisfecho de haber hablado con un buen amigo, al que hacía tiempo no veía.
Pedro se había dado cuenta del deplorable estado en el que se encontraban los tres amigos. Estaban sudando y habían metido las manos en los bolsillos para que no se vieran los arañazos producidos al cavar y la sangre de las uñas, pero no dijo nada.
Se marcharon hacia el coche que Pedro había aparcado en la entrada del pueblo. Los chicos estaban emocionados, tenían el cofre de estaño donde se supone estaba la rana de bronce con alas. Era increíble, por fin lo habían conseguido. Sólo les restaba abrir la caja. No tenían la llave del candado, pero de todas formas una cerradura de ese tipo no se podía resistir demasiado, pensaron. Con unos alicates o un martillo y un escoplo no tendrían problemas para romper la cerradura y acceder al interior del cofre.
Pedro les dejó en la habitación del colegio. Se despidieron de él con prisas. No sabían si sospechaba algo, pero no tenían ganas de entretenerse. Llegaron a la habitación y lo primero que hicieron es cerrar con llave desde dentro, abrir la mochila de Juan y sacar la caja de estaño. La dejaron sobre la mesita que había debajo de la ventana, junto a un radiador.
—¿Cómo la abriremos? —preguntó Juan sin dejar de mirar el cofre.
—Aquí no tenemos herramientas adecuadas para forzarla —aseveró Andrés.
Se turnaron para lavarse las manos y curarse las heridas con el alcohol que la previsora madre de Juan embutió en la maleta de su hijo.
—El problema —argumentó Alberto— es que si abrimos la caja rompiendo el candado, posiblemente también dañemos la rana de bronce. Lo mejor, creo, sería llevar la caja hasta Osca y preguntar al jefe de estación la mejor manera de abrirla. No hay que olvidar que fue él quién nos dijo que la encontraríamos aquí, por eso, también debe saber el paradero de la llave para abrirla.
Andrés y Juan asintieron y estuvieron de acuerdo en que era la mejor forma de proceder. Así que regresaron a Osca, una vez acabada la exposición de Santa Ágata, que fue un rotundo éxito. Estuvieron representados un conjunto importante de colegios de todo el territorio nacional. Las campanillas de plata de Santa Ágata se quedaron en el museo de la escuela de Ávila, como representación de la beata.
Antes de irse de la ciudad fueron a despedirse del guía de excepción por la ciudad de Ávila y por la villa de La Hermana de Dios. Se dieron un enorme abrazo y le agradecieron su cortesía e intercambiaron números de teléfono. Pedro había sido, durante toda la estancia de los chicos en la ciudad, un buen explorador. Les llevó a ver sitios, que sin su inestimable ayuda, nunca hubieran visitado.
El cofre de estaño se encargaría de custodiarlo Andrés en su casa, hasta encontrar la forma de abrirlo y ver lo que contenía su interior. El motivo de que fuera él quien lo guardara, era porque estaba solo en su habitación, así que no había peligro de que alguien hurgara en sus cosas. Alberto no podía guardar la caja, porque no se fiaba de su hermana Rosa, aunque era muy buena persona, ignoraba si tocaba sus cosas cuando él no estaba. A Juan le ocurría lo mismo, su madre era muy desconfiada y él siempre comentaba que sospechaba que fisgoneaba en su habitación cuando no se hallaba en casa.
Una vez en casa, lo primero que hicieron, aparte de narrar durante todo el lunes, a los profesores y alumnos del colegio Santa Ágata, como había sido la estancia en la ciudad de Ávila, fue dirigirse hasta la estación de ferrocarril y entrevistarse con el jefe de estación, para explicarle la aventura en tierras castellanas y el encuentro del cofre de estaño conteniendo, suponían, la rana alada de bronce.