Don Pablo era una persona afable, el típico abuelo entrañable. Extremadamente delgado, su cara parecía una calavera, no era demasiado alto y aparentaba ser más viejo de lo que en realidad era. Siempre lo habían visto bien afeitado y portando el característico gorro de jefe de estación, que le hacía parecer un gendarme francés.
—¡Don Pablo! —voceó Andrés— ¿Qué le trae a la estación a estas horas?
—Vosotros —respondió con voz cansada—. Sabía que estaríais aquí, me lo imaginé. He venido a contaros algo que creo debéis saber.
Se detuvo unos instantes para recuperar el resuello y enseguida dijo:
—¡No tenéis que fiaros del Menuto!
Los tres amigos se miraron entre ellos escépticos, desconfiados. Se estaba ampliando el abanico de personas que conocían la historia del lodo mágico y del Menuto. Primero fue don Luis, quien estaba al corriente de la existencia del duende y de las propiedades milagrosas de la pipa de madera de brezo. Ahora don Pablo, que les decía que no se fiaran del Menuto.
—¿Cómo sabe usted la historia del duende? —preguntó Alberto bastante incómodo y extrañado.
—Os estuve observando la última noche que pasasteis por aquí —aclaró—. No dije nada para no asustaros, pero escuché vuestra conversación y tengo que deciros que conozco a los Menutos desde hace tiempo, no en vano he sido jefe de estación los últimos treinta años.
—¿Por qué no tenemos que fiarnos de él? —preguntó Alberto bastante asustado después de la declaración de don Pablo—. ¿Qué nos puede hacer ese duende?
—Los menutos —siguió explicando el jefe de estación—, son buenos con los seres humanos, incluso de gran ayuda, pero si los azuzan o atosigan, pueden llegar a ser muy peligrosos.
—¿Peligrosos? —gritó Juan.
Las declaraciones de don Pablo estaba acongojando a los tres amigos.
—Sí —siguió diciendo—. Igual que pueden utilizar todos los medios a su alcance para sanar a personas o ayudar en sus problemas, pueden utilizar ese mismo poder para lo contrario, es decir…
—¿Maldiciones? —interceptó Andrés que se acababa de llevar un trozo de regaliz a la boca.
—¡Exacto! —replicó don Pablo— la maldición del Menuto es eterna y, que yo sepa, no hay manera de desprenderse de ella.
—Entonces no tenemos forma de conseguir arrebatarle la pipa de madera —planteó de forma congruente Andrés.
—No he dicho eso exactamente —replicó el jefe de estación—. Una cosa es acosar al duende y otra, bien distinta, es quitarle la cachimba de brezo de sus manos sin que él se moleste y sin que os maldiga de por vida.
—Podría ser más claro —le interpeló Alberto, sabedor de que el jefe de estación estaba intentando contarles algo.
—Bien, la única forma que hay de quitarle de las manos algo al duende Menuto, es petrificándolo —explicó.
En la cara de don Pablo se dibujó una mueca de dolor, quizá por la posición erguida en la cual llevaba bastante rato, o por el frío que hacía en la estación de Osca.
—¿Petrificándolo? —preguntaron los tres al mismo tiempo y sin dejar de observar al anciano jefe de estación.
—Sí, se trata de un hechizo que le dejará inmóvil el tiempo suficiente como para poder arrebatarle la pipa —aclaró—. Es la mejor manera que hay de conseguir quitarle algo al duende sin desatar su enemistad. Cuando pase el efecto de la inamovilidad, ni siquiera se dará cuenta de que le falta la pipa. El Menuto solamente recuerda objetos que son de su propiedad desde siempre y la cachimba de madera es adquirida, por lo que no la encontrará a faltar.
—¿Qué debemos hacer para petrificar al duende? —preguntó Andrés, entusiasmado por la idea, mientras rebuscaba en el bolsillo de su camisa otro trozo de regaliz.
—Un momento —replicó Juan—. ¿Quién ha dicho que vamos a enfrentarnos al duende?
¡Vamos chicos! —interrumpió Alberto— no hemos llegado hasta aquí para echarnos atrás ahora… ¿verdad? Dejad que don Pablo explique como conseguir la pipa de madera.
—Si os interesa saberlo —continuó hablando el jefe de estación—, para el encantamiento del Menuto necesitareis una rana con alas.
—¿Una rana con alas? —preguntaron los tres mientras se miraban confusos.
—Sí —aseveró don Pablo riendo—. Es un extraño y difícil batracio, casi imposible de conseguir. No me mofo de vosotros, no, lo que ocurre es que no es una rana de verdad. Es una figura de bronce, de la que sólo hay unas pocas en el mundo. Se construyó con una aleación de cobre y estaño, en la ciudad de Segovia. Data de finales del siglo quince y sólo sé del paradero de una.
—¿Por qué se hicieron? —preguntó Alberto.
—Pues no sé el motivo —respondió don Pablo, mientras se sentaba, visiblemente agotado, en uno de los bancos de madera de la estación—, pero seguramente fue para petrificar duendes, no conozco otra utilidad.
—¿Ha dicho que sabe donde está una? —preguntó Juan, que hasta ahora había permanecido callado.
—Así es, se encuentra en un pueblo de la provincia de Ávila, se llama La Hermana de Dios…
—¿La Hermana de Dios? —consultó Andrés— ¿Un pueblo?
—Sí —respondió don Pablo—. Se encuentra cerca de Abelillo. En las afueras de ese municipio hay una ermita. Pasada la capilla por el camino de tierra que llega hasta ella hay un terraplén cubierto de hierbas. Siguiendo esa cuesta se llega hasta una piedra redonda de granito. Desplazando la roca hacia la derecha se observa un agujero. Excavando un metro aproximadamente se llega hasta una caja de estaño. En el interior de ella se halla la rana con alas. Es inocua totalmente para las personas, no puede haceros nada y tampoco os caerá ningún maleficio por cogerla. Desconozco quien la forjó y por qué la guardó en tan recóndito lugar. Lo que sí es cierto es que funciona con todo tipo de duendes y los petrifica al instante, no hay que esperar ningún intervalo de tiempo para conseguir el efecto paralizador, es instantáneo. Es la única forma que tenéis de poder inmovilizar al Menuto para arrebatarle la pipa de sus manos. No hay otra, o por lo menos no la conozco.
Ahora sí que había tocado fondo la aventura de los tres, pensó Alberto. Lo de ir a Belsité, pasando por Guísar, para encontrar una poza mágica, tenía un pase. Subir en tren toda la noche y estar a punto de no regresar a casa, también. Pero ir a Ávila, eso era otra cosa. Debían de desplazarse más de quinientos kilómetros, ese trayecto no se hacía en un día, ni en dos. Alberto pensó que la hazaña había concluido antes de empezar. Era una pena, pero no tenían forma de ir hasta La Hermana de Dios sin que sus padres no se enteraran.
Regresaron a sus casas. Apesadumbrados por el hecho de no conseguir el lodo mágico. Alberto, sobre todo, no pudo dormir en toda la noche, se despertaba constantemente en la estación de Osca, con mucho frío. Veía la cara del jefe de estación mientras contaba la historia de la rana con alas…
El cofre de estaño
Miércoles 04 de noviembre.
A la mañana siguiente, los tres amigos, fueron al colegio Santa Ágata. Esta vez un poco más tristes que otros días. Cuando Alberto pasó por delante del despacho de la directora del colegio, la señorita Luisa, ella le hizo un ademán con la mano para que entrara.
—Buenos días Alberto —le dijo en tono efusivo— ¿Pareces cansado?
—Sí señorita, no he dormido muy bien esta noche —contestó el chico sin mucha emotividad.
—Quería hablar contigo sobre un asunto escolar importante —expuso la directora mientras ordenaba unos papeles que había sobre su escritorio.
Alberto esperó unos segundos a que ella terminara de adecentar la mesa.
—Estamos pensando en enviar una representación de nuestra escuela a Ávila. Se trata de una exposición cultural sobre Santos, y este colegio baraja la posibilidad de comisionar alumnos que simbolicen a Santa Ágata, nuestra patrona. Para ello, el taller de plástica crearía unas campanillas de plata que serían donadas al certamen. ¿Qué te parece?
La señorita Luisa era la directora del colegio. Era una mujer extraordinariamente atractiva. Tenía cuarenta años cumplidos hacía poco. Soltera empedernida y el pelo castaño, siempre suelto. Usaba gafas, pero no se las ponía casi nunca, lo que denotaba coquetería por su parte. A pesar de estar un poco gruesa, se mantenía en buena forma física ya que hacía mucho deporte.
Mientras la directora hablaba, Alberto pensó en las paradojas del destino. Querían ir a Ávila y ahora se les ofrecía la magnífica posibilidad de hacerlo y encima sin levantar sospechas entre sus padres, al ser un asunto escolar. Tenía que ingeniárselas para poder ir hasta allí con Andrés y Juan y luego desplazarse hasta La Hermana de Dios para encontrar la rana con alas. Oportunidades como esta no se presentaban todos los días.
—Me parece una idea estupenda señorita Luisa —dijo con un tono que sonó a cursi—. ¿Cuántos alumnos vamos?
—La junta aún no lo ha decidido —contestó la directora mientras ojeaba otro montón de papeles—, pero calculo que serán entre tres y cuatro.
—Tres estaría bien —aseveró Alberto—. Es el número ideal para una delegación escolar.
La directora sonrió.
—Bueno, vete a tu clase Alberto —respondió sin levantar la vista de la hoja que tenía en sus manos— y ya te diré algo más cuando la junta lo haya decidido.
A Alberto le invadía por completo la impaciencia, deseaba explicar a Juan y Andrés lo que la directora del colegio le había dicho. Sería espléndido viajar los tres juntos hasta Ávila. La providencia se había aliado con una buena causa y podrían viajar hasta la Hermana de Dios sin necesidad de mentir a sus padres.
Durante las clases de la mañana Alberto estuvo ausente totalmente. No escuchaba prácticamente nada. Sólo pensaba en el viaje. En que éste se produjera y que fueran los tres juntos. En hallar el cofre de estaño conteniendo la rana alada. ¿Cómo sería? ¿Qué sentiría al cogerla en las manos? ¿Tendría la caja un veneno que se esparciría por el aire al abrirla? Se acordaba de la tumba de
Tutankamón
, de su maldición, de las personas que murieron al poco de entrar en ella. ¿No estarían jugando con las fuerzas ocultas de este mundo? Eran unos jóvenes inquietos que empezaban a desperezarse en la sociedad de los adultos. Comenzaban su andadura por los entresijos de la vida y ante sus ojos se abría la posibilidad de salvar la vida a una persona enferma que sólo esperaba taciturno la llegada de la muerte. Alberto se sorprendió a si mismo imaginando como se revitalizaría don Luis, como dejaría de tartamudear Juan, como se curaría el asma de su madre, como… ¡Despierta! Le dijo la voz de la racionalidad. Eso no puede ser, lo sabes de sobra. La magia no existe, no existen los duendes, ni las hadas, ni los elfos, ni la inmortalidad, no existe nada. La lógica y el empirismo empujaban a Alberto a buscar esa caja de estaño y probar la rana alada con el Menuto y saber si realmente existía la magia, si venía el
ratoncito
Pérez a dejar regalos en el cabecero de los niños. Si se adentraba
Papá Noel
,
Santa Claus
o el
Viejito Pascuero
por las chimeneas de las casas. Si trepaban por las fachadas de los edificios los Reyes Magos con sacos cargados de regalos, si se cumplían los sueños…, Alberto necesitaba creer.
A la hora del recreo Alberto no quiso decirle nada aún a Juan y Andrés. Decidió que lo mejor sería esperar a estar seguro de que el viaje a Ávila se iba a llevar a cabo, entonces se lo contaría a sus amigos. Nada más salir de clase se plantó en la puerta de la directora del colegio. No paró de pasear por delante del despacho haciéndose ver para que ésta le dijese algo del viaje. Pasaba constantemente por delante de su puerta de un lado hacia otro. Tosía para hacer ruido. Se agachaba para abrocharse los cordones del zapato. Fingía esperar a alguien.
Desde la otra esquina del despacho, sus dos amigos lo miraban con estupor.
—¿Qué le pasa a Alberto? —le preguntó Juan a Andrés.
—No sé. Lo cierto es que está muy raro. Estará preocupado por lo del lodo mágico.
Pero ninguno de los dos le dijo nada.
Finalmente acabaron las clases y Alberto no pudo esperar más y entró en el despacho de la directora resuelto a saber algo sobre el viaje.
—¿Te noto inquieto Alberto? ¿Ocurre algo? —le preguntó la directora saliendo de su despacho y cerrándolo con llave.
—Pues…, mire…, quería saber… —intentó explicarse sin éxito.
—Claro, entiendo, ¿es por el viaje a Ávila? —afirmó mientras se guardaba la llave de la oficina en su enorme bolso de piel—. Bien, la junta ya ha tomado una decisión.
Si al chico le hubieran pinchado en ese momento seguramente no hubieran sacado ni una gota de sangre. La directora apenas paró unos segundos de hablar, pensativa, pero a él se le hicieron siglos.
—Iréis tú y tus dos amigos: Juan y Andrés. ¿Es eso lo que querías saber?
—¡Sí, sí! Gracias señorita Luisa —gritó exaltado—. No sabe cuanta ilusión tenemos todos en hacer ese viaje.
Le dio un beso en la mejilla y se quedó parado al darse cuenta de lo inadecuado de su acción. No sabía el porqué la besó, pero de repente le pareció una mujer fascinante, llena de encanto. La vio bellísima y dedujo que estaría al corriente de toda la aventura, del Menuto, de las pozas de lodo mágico, de la enfermedad de don Luis. La imaginó como una hada buena empeñada en ayudarles. Su aventura no podía salir mal, de ninguna manera.
—Ya veo que te hace mucha ilusión —manifestó la directora mientras se marchaba por el pasillo dirección a la puerta de salida—. Mañana a primera hora tenéis que pasar por mi despacho, Andrés, Juan y tú. Ya te encargarás de decírselo a ellos…